Los dientes del espíritu

El estudio de las humanidades en la escuela y los centros de enseñanzas medias tiene el mismo problema que la honorabilidad de algunas damas: necesita argumentarse y defenderse cada cierto tiempo.

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El estudio de las humanidades en la escuela y los centros de enseñanzas medias tiene el mismo problema que la honorabilidad de algunas damas: necesita argumentarse y defenderse cada cierto tiempo. Cuando algo, alguien, precisa analizarse a sí mismo y explicar al mundo su utilidad... malo. Y así está el asunto de las humanidades y su consideración como algo provechoso por el conjunto del vecindario: fatal, muy mal desde hace tanto que ni siquiera los más viejos redactores de esta página recuerdan épocas peores.

Triste es defender lo evidente, decía el poeta. Como mi tendencia es deprimirme pero no entristecerme, no voy a hacer un alegato en favor de las sufridas asignaturas de literatura, filosofía, historia, latín, griego... (¿religión?); nunca lo he hecho, ni siquiera cuando, siendo muy jovencito, mis familiares, amigos y otros allegados, entre los que se encontraban mis profesores, se extrañaban del fervor con que seguía el estudio de aquellas asignaturas (que en el fondo "no sirven para casi nada", escuché más de una vez), mientras que mi ineptitud para materias con futuro como las matemáticas, la física, la química y demás torturas docentes, era clamorosa. Una vez saqué un cinco en matemáticas y en mi casa hicieron fiesta. El caso era (es), que siempre me han fastidiado las disciplinas intelectuales que te dicen lo que tienes que pensar, lo correcto y lo inexacto, el horrendo 2+2=4 que nunca falla y jamás explica nada. Todos los números pares siempre son la suma de dos números primos (no impares, no te confundas; he escrito "primos"). ¿Por qué? Ni se sabe. Es un misterio que ningún matemático, al día de hoy, ha sabido desentrañar. Sin embargo, dos más dos siguen siendo cuatro. Y todos tan contentos porque las ciencias exactas son útiles y no hay nada más útil que lo útil.

Pues como te iba diciendo: me molesta la presuntuosidad de quienes saben de antemano lo que hay qué pensar y cómo hay que pensarlo. A la contra, siempre me ha encandilado la certeza de que existen materias, territorios de indagación, maestros, sabios que te enseñan a pensar pero no te dicen lo que tienes que pensar. Eso fueron siempre las humanidades para mí: el único camino coherente para aprender a pensar. En los demás paisajes, como con las aguas mansas, ya me valgo yo solito. Sé que la imagen puede resultar un poco grosera, pero ahí va: imaginen a un mozo en edad de crecer y alimentarse, al que sus progenitores abastecieran de abundante comida pero, ay, careciese de dentadura. También se puede comer sin dientes, claro. Pero muy mal. Puede que hasta se olvide la manera correcta de hacerlo, lo que nos conduce al recuerdo quevediano del infeliz pupilo del Dómine Cabra, enfermo sin remedio de un hambre muy antigua, al cual, ya en lecho de muerte, llevaban sus compañeros de pensión algunas tajadas, por ver si lo reanimaban y salvaban in extremis; lo malo fue que el agonizante no atinaba a llevarse a la boca aquellos garbanzos de urgencia, por la falta de costumbre.

Grosería suma: las humanidades son los dientes del espíritu. Perder la costumbre de usarlos es una condena segura a la única y verdadera plaga de nuestro tiempo: la muerte del espíritu por pura inanición.

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