Cataluña, cara y cruz de la radicalización

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 Visité Barcelona durante mi juventud, muchas veces, cuando la ciudad era una excepción controlada dentro del orden político y social del franquismo, una especie de península donde podía vivirse el simulacro más parecido a la libertad y el aperturismo europeísta que las leyes de entonces toleraban.

Viví en Barcelona durante los años 2006 y 2007. Todo había cambiado mucho. La península se había convertido en oasis nacionalista. La ciudad europea, abierta, cosmopolita, vital y bulliciosa, transmutó en capital de Cataluña, nada menos. El ideario oficial, repetido ad nauseam por todos los medios de comunicación (incluidos los nacionales como RTVE y RNE), tenía una sola preocupación, más bien obsesión: la reforma del Estatuto de Autonomía. Eran los tiempos del tripartito, del sombrío Montilla y el pasteloso Rovira. Era la época de “Todos somos Rubianes”, o sea, “que se metan la puta España en el puto culo”. La información meteorológica en radios y TV’s se ceñía exclusivamente a Cataluña; en el resto del mundo, ni frío ni calor. Televisión de Barcelona, emisora municipal pagada con los impuestos de todos, realizaba a diario encuestas-entrevista a pie de calle, sobre temas de actualidad, pero sólo aparecían catalanes hablando catalán; ni una palabra, ni una, en español de España ni en ningún otro idioma. Barcelona habitada exclusivamente por catalanohablantes, el gran sueño. Los demás no contaban. El alcalde era un individuo con fama de majo en el PSOE, Jordi Hereu. Zaragoza existía porque en las alturas de Montserrat había un indicador de tráfico: “Saragossa”. Pero si viajabas a Zaragoza y querías saber previamente el tiempo que te esperaba, te jodías. Y como en esos años aún no se había popularizado el uso del navegador GPS, más de ciento perdieron la mañana buscando el solitario cartel que enrutaba a Saragossa, una ciudad del Estado perfectamente extranjera.

 He vuelto, por caprichos que se da el destino. Vuelvo a residir en Barcelona desde hace meses. No todo ha cambiado pero muchas cosas ya no son iguales, al menos esa es mi impresión, la cual tengo contrastada con bastantes amigos, igual que yo sensibles al tacto epistemológico, o por decirlo con menos prosopopeya: lo que se respira en el ambiente.

 Lo primero denotado es el descenso de celo en la periferia catalanista. Hay un efecto, yo creo que apreciable, de presurización-dispersión. Lo explico en dos frases: en la medida en que el nacionalismo tradicionalmente moderado (CiU) se ha dejado arrastrar hacia las posiciones maximalistas de ERC y otros trabucaires, y en la medida en que el núcleo intransigente del secesionismo catalán se ha radicalizado, las posiciones contemporizadoras son expulsadas o se autoexcluyen. El catalanismo como opción política y como expresión cívica del anhelo de pervivencia de determinadas expresiones culturales, ya no existe. Ahora, o todo o nada. O conmigo o contra mí. Independencia o fracaso histórico. Soberanía plena o esclavitud ante España.

 Parece lógico que una notable mayoría de catalanes no esté dispuesta a jugar una apuesta tan incierta. Preocupa Europa, posiblemente y por lo general más que España, pero también causa desazón la idea de un Estado pequeño, subordinado geoestratégicamente a los intereses de Francia (en primer lugar) y de España. Quedan el puerto de Barcelona y la magnífica T-1 del Prat para salir del atolladero. Pero, ¿qué barcos y qué aviones permanecerán al abrigo de aquellas dársenas? Las grandes compañías navieras y aeronáuticas trabajan por beneficios distintos a convertirse en las más importantes de Cataluña rica y plena. Al menos eso han dicho y repetido hasta el presente. Todo lo cual genera incertidumbre, desconfianza en el futuro y progresivo alejamiento respecto a quienes, con insistencia fanática, repiten al ciudadano que todos los males de su país, la crisis, el desempleo, la corrupción, el desvanecimiento de la identidad catalana en el magma de la globalización (pongan todos los etcéteras que quieran), tienen un único culpable: España. Ese discurso ya no convence, aquí, ni a los convencidos.

 Pero los núcleos duros están precisamente para eso, para enquistarse en la sociedad y someterla a su ley propia de exclusión: “Si no eres de los míos, calla o te haré callar”. Lo cual, traducido en términos políticos que se ajusten a la realidad de nuestra historia reciente, tiene un nombre: batasunizarse. “Los españolitos no cabéis aquí”, le espetaron a la joven militante de Ciutadans, el pasado 6 de julio, antes de partirle la cara. Ni el PSOE con sus complejos cómplices ni el PP con su constitucionalismo de bajo perfil, van a ser decisivos en la búsqueda de alternativas. Hasta dónde puede alcanzar el proceso, es una incógnita con una única variable posible: la resistencia de quienes viven y trabajan en Cataluña ante la histeria y brutalidad del discurso nacionalista que tiende puentes entre el poeta Maragall y la boina de Sabino Arana.

 

Publicado en La Gaceta, 12/07/2013

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