Carod tiene un problema

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"Si ustedes, al cabo de treinta años, no han aprendido a decir Josep Lluis, pero saben decir Schwarzenegger y Versace, ustedes tienen un problema", respondió atosigado por la ira de los justos, a duras penas conteniendo la histeria, Carod Rovira a una señora que la otra tarde, en un programa espectáculo de TVE, se atrevió a llamarlo por su nombre en español, o sea, José Luis. Menos mal que a nadie se le ocurrió recordarle sus antiguos apellidos Vélez Díez... Igual se nos abre las venas en público, el buen hombre.

Los cabreos domésticos son así de peliagudos. Mi padre, que era valenciano igual que mi madre, mis cuatro abuelos y mis ocho bisabuelos, me llamaba "Sento", diminutivo vernáculo de Vicent, cando quería reírse un rato a costa de mi infantil berrinche. Pero claro, esto no era un problema, sino una chanza doméstica. Problema, lo que se dice problema, lo tienen Rovira y todos quienes pretenden para la entrañable y valiosísima lengua catalana el mismo rango y naturalidad en el uso que otras circulantes por el ancho mundo, como el inglés, el alemán, el francés o el ruso entre otras cuantas más.

Es un problema serio, en efecto, impetrar como obligatorio, en Cataluña y si es posible fuera de ella, un idioma al que nadie opta como segunda lengua. No es la intrínseca perfidia castellana quien determina el fenómeno, ni la secular mala fe que, al parecer, ha subrayado las relaciones entre la prepotente España y la idílica Cataluña. Es el signo de los tiempos, la dinámica de las sociedades, la lógica de la Historia, la que ha convertido al inglés y al español en las dos lenguas de intercambio más importantes del planeta, y ha reducido los ámbitos del catalán –seguramente por desgracia–, a lengua hablada en el entorno de la familia y, eso sí, para algo existen los políticos, idioma vehicular de la enseñanza primaria en Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona, aunque los alumnos huyan de la misma en el recreo (ya saben, lo obligatorio siempre resulta antipático), para entenderse en el hablar de todos que es, oh tragedia, el español.

A estas alturas del calendario, para estar en el mundo es preciso decir, de vez en cuando y aunque se nos remuevan las tripas, software, router, Microsoft, Versace y barbarismos semejantes, demasiados. Mas cualquier mortal puede pasar la vida entera, divinamente, sin pronunciar más palabras catalanas que Visca el Barça, y eso bajo la condición inexcusable de que le guste el fútbol (otro anglicismo) y sea forofo de Ronaldinho y cía.

Se echó de menos no obstante, en el ya célebre show mediático, que alguien preguntase al delicuescente Rovira si sabe lo que significa el verbo charnegar, qué es un charnego, a quién se ha llamado charnegos en Cataluña durante las penosas décadas de la emigración andaluza. La diferencia entre el charnego y el catalán de cepa era la misma, abismal, que existía y existe entre el poder y la sumisión, el dinero y la pobreza, el trabajo afanoso y la opulencia del capital. En ese tiempo no tan lejano, la oposición charnego-catalán no era una cuestión lingüística, sino un asunto, muy serio, de clases sociales. El catalán bien hablado se utilizó por parte de la burguesía vernácula como rasero de distinción, implacable, entre los ricos y cultos de toda la vida y los recién llegados, gentes que según Jordi Pujol constituían "la muestra de menos valor social y espiritual de España". Nadie debería extrañarse de que una lengua instrumentalizada como factor ideológico de dominación resulte antipática a gran parte de la ciudadanía.

Todo lo cual, en el fondo, me fastidia porque en su variedad valenciana, como les decía, fue la primera lengua que aprendí. La de mi casa. La de los míos.

Pero qué le vamos a hacer. Las personas construyen la vida y los políticos se encargan de complicarla. Aunque ese es otro problema, otro debate para otro día.

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