Coronavirus, la película

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Uno ve los informativos de TV en todas las cadenas dirigidas o teledirigidas por nuestro gobierno sociobolivariano y la crisis del coronavirus se convierte en un relato buenista propio de cierta épica pequeño burguesa especialmente gazmoña, una calamidad que afecta sobre todo a los sectores más caseros y amantes de la sopa de sobre, resfriado en pantuflas que se resume día a día en las comparecencias de la autoridad sanitaria, acompañada de los competentes en materia de orden público, explicando que “el pico” está cercano y que se ha detenido a unos cuantos insolidarios por circular sin causa justificada, robar coches, saltarse los controles policiales y cosas parecidas. El resto: gente aplaudiendo en los balcones, cantantes de moda o con ganas de ponerse de moda lanzando sus baladas desde la sala de estar, un montón de memes ingeniosos circulando por whastapp, entrevistas a sanitarios que se quejan por falta de medios (sin duda fruto de “los recortes”, sin duda culpa del PP), y los consejos sobre higiene pública divulgados por los mismos comunicadores que hace quince días animaban con ciego entusiasmo a llenar plazas y calles con cientos de miles de mujeres, en celebración de la bomba vírica del 8-M. De momento sabemos que casi el 20% de los fallecidos en el mundo por esta pandemia son españoles (y españolas), y ya establecerán los tribunales qué cuota de responsabilidad (no de culpa, Dios nos libre, aquí nunca hay culpables), corresponde a quienes organizaron y mantuvieron la convocatoria de aquella mortífera temeridad y qué parte se quedan las administraciones que la permitieron a sabiendas del riesgo cierto que representaba. Pero cada cosa a su tiempo.

En lo que concierne al gobierno de España, nada que no estuviera previsto. Nuestros ministros y ministras aparecen a cada rato explicando las numerosas medidas que están aplicando o tienen en consideración para evitar más contagios y, desde luego, para que esta plaga arrasadora no dé al traste con nuestra ya de por sí débil economía: se prohíben los despidos y desahucios, se facilita la tramitación de ERTES, se habla de moratoria en hipotecas, alquileres y créditos al consumo. Por supuesto, no falta la machacona insistencia de las “medidas especiales” que se observan respecto a las mujeres “confinadas en su domicilio con sus agresores”. A pesar de que los casos de violencia doméstica y de género han descendido notoriamente en las últimas semanas, el feminismo yeyé insiste una y otra vez en el mantra de miles y decenas de miles de mujeres obligadas a convivir con quienes las maltratan y prácticamente las tienen secuestradas gracias a la cuarentena; y en el guión surrealista de las feminastas más demenciales, se denota mayor presencia de hombres que de mujeres en la calle, realizando las compras de diario, como estrategia de los malvados varones para evitar que ellas, amordazadas y amarradas a la pata de la cama, pidan auxilio en la cola del supermercado.

En definitiva,

Se ofrece con insistencia sebosa una imagen protectora y benéfica del gobierno paternal que vela incansable por su pueblo desvalido

se ofrece con insistencia sebosa, como propaganda de posguerra, una imagen protectora y benéfica del gobierno paternal que vela incansable por su pueblo desvalido; incluso algunos de los activistas más desaforados del megaconsejo de ministros (y ministras) van adelantando, pasados de rosca, aquellos sueños de concentración de poder, expropiación de riqueza y ahorros particulares e instrumentalización estatal de medios privados que serían la panacea del ideal perrofláutico, gran remate chavista a la oportunidad de una crisis en la que han muerto los más desprotegidos, como esos cientos de ancianos abandonados en residencias, mientras que los adalides de la igualdad y la solidaridad entendida al estilo holodomor contemplan el panorama de impotencia y muerte desde sus altas mansiones en Galapagar. Más miseria moral y más mugre sectaria, no cabe. O quizás sí, en un universo paralelo donde el socialismo pabliano hubiese alcanzado su plenitud y España fuese como Corea del Norte pero con menos coches, se castrase a los varones al nacer y el género masculino se hubiera borrado del diccionario, la gramática y la vida de diario.

Ese es el relato, la película que el poder mediático y el gobierno de la ineptitud están emitiendo para consumo de las almas cándidas. La realidad, como casi siempre, va por otros derroteros. El ciudadano medio, a pesar de la ingente cantidad de información que recibe cada día (toda o casi toda sesgada, parcializada, ideologizada), no acaba de tomar conciencia sobre la magnitud de la tragedia humana que vivimos, tampoco sobre las consecuencias devastadoras que la pandemia va a suponer para nuestra economía.

Un final feliz, un día de júbilo en el que, de la noche a la mañana, se abrirán las ventanas y la calle estará llena de gente, música y flores

Hay una subtrama simplona en esta obra de ficción que conduce a un final feliz, un día de júbilo en el que, de la noche a la mañana, se abrirán las ventanas y la calle estará llena de gente, música y flores. Mientras creamos en eso, la esperanza se mantendrá más o menos en su nido de la inocencia. El problema es que cada vez menos ciudadanos creen en semejante embeleco. La idea, muy razonable, de que volverá a costarnos años recuperar lo perdido, igual que ocurriese en la crisis de 2008/9, se va imponiendo poco a poco. Ya nadie hace planes para dentro de seis meses, nadie planifica sus vacaciones en Florencia o Tailandia y ya nadie cree que recuperar su empleo tras el ERTE (o el fatídico ERE), será tan automático e inmediato como pagar con tarjeta en el súper. Esa es la parte del relato que no nos cuentan las emisoras de TV y los medios controlados por la biempensantía oficial. Y nunca van a hacerlo. No pedirán disculpas por la gestión ideológica de los datos anteriores a la crisis alertados por los expertos, ni reconocerán daño alguno para la economía española hasta que las cifras de parados pesen como un saco cargado de piedras en la báscula de la verdad.

Hay un relato que en esta ocasión, afortunadamente, también nos hemos perdido: la película de la pandemia que habría echado a rodar la seudoizquierda pseudoprogre si en vez de estar en el gobierno estuviese en la oposición. Resulta espeluznante imaginar (sólo imaginar), el griterío histérico de las masas órquicas en internet, en todos los medios de prensa, en los balcones y en los descansillos de las escaleras, acusando al gobierno de turno de todas y cada una de las muertes causadas por el virus. Por la “crisis” del ébola de 2014, con dos muertos, una enfermera infectada y un perro sacrificado, montaron la de Dios es Cristo. Y encima, los muy roñosos, arremetieron contra el gobierno por haber repatriado a los dos misioneros fallecidos, dado el gravísimo peligro que entrañaba para la población; aunque si hubiesen sido cooperantes de alguna ONG dedicada al “turismo solidario” en vez de misioneros católicos, los habrían recibido como héroes. Ellos son así. Recuerden cómo bramaron por la muerte del famoso can Excalibur. De tal modo, bien podemos hacernos una idea del paroxismo al que serían capaces de llegar en las actuales circunstancias. De “este gobierno nos mata”, “gobierno homicida” y sandeces semejantes no nos libraba ni un milagro.

Aunque ahora no nos hace falta un milagro. Nos hace falta que pase el virus, que muera la menos gente posible y que estos ingenieros con título pelafustán que ahora están en el poder vuelvan a sus mansiones y dejen a los españoles vivir en calma y, a ser posible, con moderadas perspectivas de prosperidad.

 

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