Crisis de la representación

¿Democracia?

Ediciones Fides reedita, dentro de su Biblioteca Metapolítica, el libro de Alain de Benoist sobre la Democracia, pero incorporando nuevos textos más actuales en relación a la primera edición. Se trata de una apuesta por la Democracia orgánica, directa y participativa frente a la Democracia liberal y representativa, que ya no representa la "soberanía del pueblo" sino la "tiranía abstracta de la gente" a través de una despolitización ejecutada por supuestos "expertos" designados por la oligarquía político-mediático-financiera.

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En la actualidad, no hay muchos hombres de izquierda que denuncien la democracia, como hizo Karl Marx, como un procedimiento de clase inventado por la burguesía para desarmar y domesticar al proletariado, ni muchos hombres de derecha que sostengan, como hicieron los contrarrevolucionarios, que la misma se reduce a la “ley del número” y al “reino de los incompetentes” (sin decir nunca, sin embargo, qué es exactamente lo que les gustaría poner en su lugar). Con raras excepciones, no es entre partidarios y adversarios de la democracia los que se oponen a la misma en nuestros días, sino exclusivamente entre sus partidarios, aunque sea en nombre de los diferentes modos de concebir la democracia.

La democracia no tiene por objeto determinar la verdad. Es el único régimen que hace residir la legitimidad política en el poder soberano del pueblo. Esto implica, primeramente, que existe un pueblo. En el sentido político, un pueblo se define como una comunidad de ciudadanos dotados políticamente de las mismas capacidades y obligados por una norma común dentro de un espacio público determinado. Fundada sobre el pueblo, la democracia es el régimen que permite a todos los ciudadanos la participación en la vida pública, afirmando que todos ellos tienen la vocación para ocuparse de los asuntos comunes. Iré un paso más allá: no sólo proclama la soberanía del pueblo, sino que pretende colocar al pueblo en el poder, para permitir que esas personas del pueblo ejerzan, por sí mismas, el propio poder.

El homo democraticus no es un individuo, sino un ciudadano. La democracia griega estaba caracterizada por ser una democracia de ciudadanos (politai), es decir, una democracia comunitaria, y no una sociedad de individuos, es decir, de seres singulares (idiotai) “idiotas” en su sentido literal). Individualismo y democracia son, desde este punto de vista, originalmente incompatibles. La democracia exige un espacio público de deliberación y decisión, que es también un espacio de educación comunitaria para el hombre considerado, por naturaleza, como intrínsecamente político y social. Por último, cuando decimos que la democracia permite una mayor participación en los asuntos públicos, se debe recordar que, en todas las sociedades, el mayor número está constituido por una mayoría de individuos pertenecientes a las clases populares. Desde este punto de vista, una política verdaderamente democrática debe ser considerada, si no como un sistema que haga prevalecer los intereses de los más desfavorecidos, sí al menos como un “poder correctivo del dinero” (Giuseppe Preve).

Sin embargo, cuanto más se impone la democracia, más se desnaturaliza. La prueba es que el “pueblo soberano” se ha convertido en el primero en darle la espalda. En Francia, la abstención y el voto-sanción son las primeras formas de expresar la insatisfacción sobre la forma en que funciona la democracia. Después de eso, el voto de protesta ha cedido su  lugar al voto de perturbación que deliberadamente busca bloquear el sistema. De esta manera se constituyó lo que el politólogo Dominique Reynié llamaba la “disidencia electoral”, gran reunión de descontentos y decepcionados. En las elecciones presidenciales francesas de 2002, esta disidencia ya representó el 51% de los votantes inscritos en el censo, frente a sólo el 19,4% en 1974. Se alcanzó el 55,8% en las legislativas siguientes. Sin embargo, los principales proveedores de la disidencia electoral provienen de las clases populares, lo que significa que la inexistencia cívica o la invisibilidad electoral son, principalmente, y después de todo, el resultado de estos mismos círculos a los que la democracia había dado el derecho “soberano” para hablar y pronunciarse. ¿Qué pasará cuando la disidencia decida expresarse fuera del ámbito electoral?

Simultáneamente, asistimos durante años, a una desnaturalización de la democracia a partir de una Nueva Clase político-mediática que, para salvaguardar sus privilegios, intenta restringirla en el mayor grado posible. Jacques Rancière no duda en hablar de “nuevo odio a la democracia”, un odio que podría “ser resumido en una tesis sencilla: sólo es posible una buena democracia, aquella que reprime la catástrofe de la civilización democrática”. La idea predominante es que no debe abusarse de la democracia, pues de lo contrario podría romper el estado de cosas existente.

Uno de los medios para desnaturalizar y distorsionar la democracia consiste en olvidar que se trata de una forma de régimen político antes que  una forma de sociedad. Otro medio consiste en presentar como intrínsecamente democráticos los rasgos supuestamente inherentes de la sociedad, tales como la búsqueda de un crecimiento ilimitado de los bienes y mercancías, que son, de hecho, las realidades inherentes a la lógica de la economía capitalista: “democratizar” significa producir y vender, cada vez más, el mayor número de productos con un mayor valor añadido. Una tercera forma consiste en crear las condiciones para una reproducción idéntica del desorden instituido, sacralizado como el único orden verdaderamente orden, como relevante de una necesidad histórica ante la cual todo el mundo, por “realismo” debe inclinarse. “El realismo es el sentido común de los bastardos”, dijo Bernanos. Este es el ideal de la gobernanza, que se podría definir como una manera de convertir en no-democrática a una sociedad democrática sin combatir frontalmente a la democracia, esto es, que no se elimina formalmente la democracia, sino que ella misma se establece como un sistema que permita gobernar sin el pueblo, y si fuera necesario, contra el pueblo.

La gobernanza, que se ejerce actualmente a todos los niveles, pretende situar la política en la dependencia de la economía a través de una “sociedad civil” transformada en un simple mercado. Así pues, parece como una “forma de contener la soberanía popular” (Guy Hermet). Vaciada de su contenido, la democracia deviene en una democracia de mercado, despolitizada, neutralizada, confiada a los expertos y sustraída a los ciudadanos. La gobernanza aspira a una única sociedad mundial que aspira a durar eternamente. Despolitizar, neutralizar la política, se efectúa,  en efecto, situando las cuestiones dentro de lugares que son no-lugares. El objetivo es eliminar todas las limitaciones que podrían obstaculizar la ilimitación de la Forma-Capital. “El golpe estado del capital, dijo Jean Baudrillard, es tener todo subordinado a la economía”. El conjunto de la sociedad se pone al servicio del capitalismo liberal.

No se trata aquí de desarrollar una nueva teoría de la conspiración de los “amos del mundo”. La gobernanza es el resultado lógico de la evolución sistémica de las sociedades a la que estamos asistiendo desde hace décadas. Además, ya no se representa al pueblo como un ser “naturalmente bueno”, pero alienado y corrompido por los malvados. Las personas del pueblo que no están exentas de defectos y errores. Pero podemos pensar, con Maquiavelo y Spinoza, que los defectos del vulgo no difieren sustancialmente de los de los príncipes –que, en la historia, han sido principalmente las élites las que los han traicionado. Como escribió Simone Weil, “el verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar, no que una cosa lo es sólo porque la gente quiere que así sea, sino que, bajo ciertas condiciones, el valor de la voluntad del pueblo probablemente sea el más conforme con la justicia”.

Se ha dicho de la República de Weimar que era una democracia sin demócratas. Ahora vivimos en sociedades oligárquicas donde todo el mundo es demócrata, pero donde ya no hay democracia.

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