Crisis del capital financiero - II

La bancarización del Estado

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 En 1811 se suscitó un interesante debate sobre la naturaleza del dinero y su manipulación entre parlamentarios, banqueros y “expertos en moneda” (los economistas de entonces), investigándose el cambio y la crisis económica con causa en los responsables del dinero, esto es, en los prestamistas que aumentan la oferta de billetes y depósitos y, por ende, sobre el efecto derivado sobre los precios y la producción. En definitiva, la cuestión era la siguiente: ¿respondía el dinero a la economía nacional o aquél influía autoritariamente sobre ésta?

 Ya en los orígenes de la banca, W. Paterson, fundador del Banco de Inglaterra, gran genio financiero e idealista entusiasmado por la creación de una colonia en el istmo de Panamá (en realidad, no era idealismo, sino intuición de lo que pasaría en el futuro), presionó a Guillermo de Orange, que a la sazón necesitaba dinero urgente “para financiar sus guerras”, mediante la creación de una compañía bancaria real que garantizase la emisión de billetes y la suscripción de inversores para facilitar el establecimiento de escoceses en América. Aquello fue la maravilla de la banca. Sólo hubo dos problemas: los colonos murieron y los inversores se arruinaron.
 
Un papel trascendental jugó la banca en la génesis de la catástrofe financiera de aquel viernes de octubre de 1929. El Federal Reserve Board, único emisor de dinero en Estados Unidos por votación inconstitucional (no existió quórum suficiente) en 1913, inició la concesión de créditos “baratísimos” a la industria y a los especuladores bursátiles, lo cual provocó un alza espectacular en las cotizaciones. Cuando la nación norteamericana se encontraba trabajando a pleno rendimiento y potencia, la banca sube el “valor” del dinero, es decir, la tasa del descuento del mismo, y simultáneamente se retiran los préstamos a las empresas –que en su mayoría eran “a la vista” y, por tanto, podían ser retirados “ipso facto” y sin previo aviso por la entidad bancaria-. Las consecuencias del desastre son suficientemente conocidas.
 
Hoy asistimos como simples espectadores a un hecho insólito: la absorción del Estado por la Banca privada (la cosmopolita y apátrida finanza internacional), de tal forma que anteriores iniciativas de “nacionalización bancaria” se han transmutado en operaciones de “bancarización estatal”. La causa resulta ser, en primer lugar, la masiva deuda exterior propiciada por los grandes grupos bancarios. Estas cantidades son, de hecho, imposibles de saldar, por lo que los países caen en el mantenimiento permanente de la deuda que, al no ser satisfecha, aumenta los intereses constantemente, que son pagados con nuevos créditos bancarios y sus correspondientes intereses (el interés sobre el interés). Un pez que se muerde la cola. Por ello es el Estado el que sufre una “bancarización”, pues él es el máximo deudor de la banca y utiliza para pagar los préstamos los mismos métodos con los trabajadores, a través de la creación de dinero escriptural, los créditos políticos y los préstamos públicos.
 
Un agravante de esta situación es el hecho de que los partidos políticos también están endeudados con los bancos que financian sus campañas electorales y propagandísticas, cobrándose después largamente, cuando alguno de ellos está en el trono del poder, con privilegios financieros, prebendas económicas y facilidades de inversión. Aquí la banca apuesta sobre seguro: financia a todos los partidos políticos, sin consideraciones sobre sus posibilidades de éxito: ya pagará el caballo ganador. Hace un tiempo, el entonces presidente de la patronal bancaria, Rafael Termes, ante la proximidad de elecciones generales declaró que “los siete grandes bancos actuarían como un sindicato a la hora de suscribir créditos con los partidos”. Donde dice “sindicato” coloquen ustedes cualquier otro término que describa a un “grupo de presión” con intereses mancomunados.
 
Según Galbraith, la banca intenta siempre evitar un terrible “ajuste de cuentas”: los bancos proporcionan dinero en forma de créditos por un valor nueve veces mayor que los billetes auténticos emitidos por la autoridad monetaria, por lo que si los clientes depositantes acudieran en masa a reintegrar el dinero propio, el banco quebraría, el “milagro” se descubriría y el Estado tendría que tomar medidas contra aquellos “genios financieros”. Este absurdo se debe a que el trabajo, la producción y el consumo se hallan sometidos al “dinero financiero” y no a la inversa como sería lógico, racional y, finalmente, más económico. Por ello, hoy más que nunca, hace falta una reflexión que delimite los intereses de los países y de la banca privada, situando ésta en el lugar que le corresponde: la empresa financiera como un servicio público y no como la explotación sistemática de los Estados y sus ciudadanos a través de sus arriesgadas operaciones de crédito.
 
Desde luego, sería estúpido creer que este debate tenga alguna posibilidad de suceder, pero sería irresponsable no denunciarlo.

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