Barcelona

Todo este torrente de hispanidad alegre y luminosa que ha vuelto aún más bella, si es que esto es posible, nuestra metrópolis mediterránea, gótica y novecentista, no se debe disipar.

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Hoy hemos contemplado una escena insólita: la segunda ciudad del país cubierta de banderas españolas, estremecida por una riada rojigualda que rugía de vivas a España: una demostración palpable de que Cataluña es algo más digno y bello que el soviet mugriento e islamizado que propugna una asociación de sediciosos y perroflautas.

Fue hermoso, sí. Pero no olvidemos que el sentimiento patrio, de defensa de una identidad amenazada por la locura separatista, no puede quedarse en una sola exhibición del número y la fuerza de los buenos catalanes; también debe ser el inicio para una afirmación y una visibilidad constante de lo español en España, es decir, en Cataluña.

Todo este torrente de hispanidad alegre y luminosa que ha vuelto aún más bella, si es que esto es posible, nuestra metrópolis mediterránea, gótica y novecentista, no se debe disipar. Los que han capitalizado esta demostración, los premios nobel, los políticamente correctos, los de la bandera europea, se van a sus casas tan felices después de manifestar sus sentimientos, pero el enemigo que hoy calla acobardado mañana volverá a alzar su jeta, porque él no se va; él es visible, él domina las calles, las comisarias de los Mozos, los empleos públicos y las escuelas. Hay que sostener a quienes en tiempos tan ásperos como los que corren han tenido el valor, la decencia y el honor de defender siempre y en toda circunstancia una posición que todos daban por perdida. Lo que hemos visto hubiera sido imposible, una loca fantasía, de no mediar el esfuerzo de Somatemps y de su jefe, Javier Barraycoa, verdadero gerifalte de antaño, que siguiendo el ejemplo de Manuel María González, de Ramón Cabrera, de Tomás Zumalacárregui, de Manuel Santa Cruz y de los Cuarenta de Artajona se alzó contra todo y contra todos e inició la revuelta contra los indepes mientras el Gobierno temblaba, la izquierda traicionaba y los demás callaban. Él era España mientras todos se escondian. 

Y cuando se pretenda que nos traguemos el gran pastel que ahora maquinan los reposteros del 78, cuando se pretenda que todo esto acabe en un pelillos a la mar, en otro abrazo de Vergara, hombres como los de Somatemps saldrán a la calle a denunciar la enésima capitulación del Estado.

Pero, de momento, tenemos el deber de creer que habrá imposición del orden y castigo de los delincuentes. Tenemos que apoyar a las autoridades del país porque son las únicas que tienen la potestad de hacer algo más que formular una protesta. Cataluña le ha demostrado al Gobierno que cuenta con su apoyo, que sólo necesita desplegar una mínima porción de la hombría que los comunes de a pie han acreditado en estos días, barceloneses salidos de la calle, sin bancos que los financien ni ejércitos que los respalden. Ciento ochenta y cuatro años después de que, en otro octubre, Manuel María González –otro Barraycoa– proclamara a Carlos V en Talavera de la Reina, España ha vuelto a alzarse, poco importa que los voceros del Régimen se hayan puesto a la cabeza de algo que ellos no han creado. Es el espíritu de Zaragoza, de Madrid y de Barcelona el que no debemos dejar que extingan los de siempre, aquellos a los que hoy apoyamos por patriotismo elemental, por la supervivencia de la nación, pero a los que habrá que seguir combatiendo cuando acabe este aquelarre.

 

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