Dos Américas. La que amamos (y II)

El otro día le tocó el turno al lado deleznable del mundo americano. Hoy abordamos, también con Alain de Benoist, su otra cara: la que amamos.

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Muchas veces se ha desarrollado en ciertos medios un debate, embarazoso y un tanto ridículo, sobre la cuestión de saber quién es el
“enemigo principal”. Quienes participan en este debate cometen regularmente dos errores. El primero consiste en creer que el enemigo principal es aquel al que más detestamos, aquel del que más lejos nos sentimos o con aquel con el que menos afinidades tenemos. Error metodológico que ya Mao Zedong había estigmatizado en su día. La verdad es mucho más sencilla: de todos los enemigos posibles, el principal es simplemente aquel que dispone de los medios más considerables para combatirnos e imponernos su voluntad; es decir, aquel que es el más poderoso. Desde este punto de vista, las cosas están claras: el enemigo principal, en el plano político y geopolítico, son los Estados Unidos de América.
El segundo error, mucho más pernicioso aún, consiste en asimilar el enemigo principal a un enemigo absoluto. Este error, propio de los espíritus totalitarios (o religiosos), se sitúa claramente en el ámbito de lo impolítico. En política no hay —o más exactamente, no debería haber— enemigo absoluto. Un enemigo político no es una figura del Mal. Es un adversario al que en un momento determinado se puede combatir encarnizadamente, pero con el que siempre se puede hacer un día las paces. Creer que el enemigo principal es un enemigo absoluto equivale a situarse en una vía metafísica y moral en la que e el enemigo se convierte necesariamente en un culpable al que no sólo se debe vencer sino también castigar. El enemigo se convierte entonces en el representante de un mal que se debe arrancar de raíz, en un ser que se sitúa de entrada fuera de la humanidad. Así es precisamente como razonan los americanos, para quienes la guerra siempre parece ser una cruzada. Nada obliga a actuar de igual forma respecto a ellos. No se trata de diabolizarlos, por más que sean el enemigo principal.
La prueba: hay también una América que nos gusta, que amamos.
Esa América no es evidentemente ni la del Capital ni la de los “nativistas chovinistas”, ni la de los teleevangelistas fundamentalistas, ni la de los creacionistas delirantes. No es ni la del New Deal ni la del maccartismo. Tampoco es la de los Golden boys, de los winners y money makers, ni la de los red necks y de los veteranos de Vietnam, menos aún la de las majorettes, de los bimbos y de los boy-builders. Por no decir nada de la panda de iluminados místicos, criminales de guerra y asesinos en serie que constituyen actualmente [en 2005] el entorno de George W. Bush.
La América que uno quiere tiene facetas o rostros muy distintos. En primer lugar, una inmensa literatura: de Mark Twain y Jack London a Herman Melville, Edgar Poe, Howard Phillips Lovecraft, John Dos Passos, William Faulkner, Henry Miller, John Steinbeck, Ernest Hemingway y tantos más. Luego, el gran cine americano, por supuesto, antes de que degenerara en un desenfreno de efectos especiales y de estupideces estereotipadas. También el jazz, que ha sido sin duda la única verdadera creación cultural de este país. La América de las grandes extensiones naturales y de las pequeñas comunidades humanas. La que evocan, de forma tan diferente, los nombre de Jefferson Davis y Scarlett O’Hara, de Thomas Jefferson y Ralph Waldo Emerson, de Henry David Thoreau y Aldo Leopold, de Sacco y Vanzetti, del joven Elvis Presley y Ray Charles, de H. L. Mencken y William Burroughs, de Jack Kerouac y Bob Dylan, de Cassius Clay y Woody Allen, de E. F. Schumacher y de Christopher Lasch, de Susan Sontag y Noam Chomsky. Añadamos que, en el ámbito de las ideas, Estados Unidos no es solamente el país en el que las grandes universidades ofrecen condiciones de trabajo que en Europa no se pueden ni soñar y en el que, pese a lo “políticamente correcto”, impera una libertad de expresión que aquí no se conoce (o se ha dejado de conocer). También causa asombro la cantidad de debates de ideas y, en el campo de la ciencia política, por ejemplo, la forma en que numerosos autores se dedican a pensar sus doctrinas partiendo de lo fundamental (contrariamente a Francia, donde la ciencia política, casi en vías de desaparición, se reduce esencialmente a la meteorología electoral). En cuanto a las nociones de federalismo, de “populismo” y de comunidad, la aportación teórica de los americanos ha sido, por lo demás, considerable.
Pero hay el otro lado de la medalla. Los Estados Unidos quisieron ser desde un primer momento portadores de la noción de libertad. Es una noción positiva, pero que ellos comprendieron inmediatamente como si significara que “cada ciudadano es rey”. Ha dado en su país lo mejor: el entusiasmo derivado de la posibilidad de actuar sin trabas, la voluntad creadora y el ideal de autonomía (la self-reliance), la creación de pequeñas comunidades de hombres libres de todo despotismo (lo que Maritain denominaba “el sentido del compañerismo humano”). Pero también ha dado lo peor, cuando se ha convertido, dándole la vuelta, en simple egoísmo, en glorificación del ansia de negocios y de la avidez por el dinero —que es el deseo estandarizado por excelencia—, o incluso en coartada de nuevas formas de conquista y opresión. El pragmatismo se ha transformado, paralelamente, en puro materialismo, en culto del éxito y los resultados (William James decía: “Dadme algo que tenga el éxito asegurado […] y cualquier hombre razonable lo adorará”), en optimismo tecnológico, en adoración del confort y de las comodidades (el “ideal animal” del que hablaba Keyserling), en arrogante soberbia por haber llenado el mundo de objetos nuevos.
Por su parte, el espíritu comunitario ha degenerado en uniformidad mental (like-mindedmess), en ese conformismo extraordinariamente vulgar que ya había constatado Tocqueville. La tara original de América, cuya historia se confunde con la de la modernidad, es la de haberse construido esencialmente a partir del pensamiento puritano y de la filosofía de la Ilustración. Es de ahí de donde surge esa pretensión a no tener antepasados, esa voluntad ya proclamada por Thomas Paine desde 1776 de “comenzar el mundo de nuevo” bajo la mirad de Dios, esa constante obsesión por la novedad, esa inalterable creencia en el progreso (ideal de lo inanimado). Y, por otro lado, esa ideocracia mesiánica que tiende a considerar a los Estados Unidos como una nueva Tierra Prometida y al resto del mundo como un espacio imperfecto que tiene que convertirse al modo de vida americano para que a la vez resulte comprensible y conforme al Bien. Ese objetivo de realizar una sociedad ideal, que sería un modelo para la humanidad y cuya adopción por todos los pueblos pondría fin a la historia. “Desde siempre —escribe Francis Fukuyama— los americanos han considerado que sus instituciones políticas no son simples productos de su historia, adaptadas exclusivamente a los pueblos de Norteamérica, sino que son la encarnación misma de ciertos ideales y aspiraciones universales destinados a extenderse un día la resto del mundo.”  Los valores americanos, añade Samuel Huntington, se basan en “el protestantismo, el individualismo, la moral del trabajo y la creencia de que los hombres tienen la facultad de crear un paraíso en la tierra”.
En 1883, en La vida sin principio, Thoreau escribía: “Los medios de ganar dinero le arrastran a uno casi sin excepción hacia abajo”. Mucho es, como se ve, el camino recorrido desde entonces. Hay otra América.
(Editorial publicado en Éléments, abril de 2005.)
Enlace con el anterior artículo: "Dos Américas: la que detestamos y la que amamos (I)".

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