Una gran novela de Luis Folgado

El hombre que compraba gigantes

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 ¿Qué hay de fabuloso en la vida de un hombre que mide 2,35 m de altura? En principio, nada. Si hubiese nacido hoy, lo habrían fichado desde muy jovencito para jugar en cualquier equipo de baloncesto y, en caso de demostrar talento y ambición, podría haber acabado en la NBA, como el rumano Muresan, el chino Yao Ming o el sudanés Manute Bol. Pero Agustín Luengo Capilla no nació en el siglo XX ni en el XXI. Tuvo la mala fortuna de adelantarse a los tiempos y venir a este mundo a finales del XIX. No jugó a baloncesto ni estuvo en la NBA. Jugó a sobrevivir y estuvo en un circo. Y ahora está en el Museo Nacional de Antropología. Bueno, lo que queda de él: su esqueleto y un vaciado en escayola de aquel corpachón que se vino abajo, como una inmensa estructura sujeta a la vida con cuatro clavos mal clavados, a los 28 años. A esa edad, nuestro hombretón fallecía víctima de la tuberculosis ósea. Sus restos, tal como había pactado ante notario, pasaron a ser propiedad del doctor González Velasco, quien lo “inmortalizó” para convertirlo en pieza de museo, lo que siempre fue pero a lo fino y lo científico: una rareza digna de exhibirse ante los curiosos.

Si el hombre es un nudo de relaciones sociales, el “gigante extremeño” fue rehén de su propia condición física. Le tocó vivir en un país donde el promedio de altura en los varones era de 1’60 y el nivel de instrucción no alcanzaba el 50% de alfabetizados. Para más desdicha, nació en una localidad extremeña, Puebla de Alcocer, donde sus habitantes se quitaban el hambre a bofetadas y reaccionaban ante el “monstruo” con la perfecta saña de los ignorantes: a golpes y pedradas. Los padres de Agustín lo vendieron a un empresario circense, quien a su vez lo condujo hasta Madrid, a la misma corte de Alfonso XII, donde el gigante extremeño causó tanta admiración que el rey le obsequió un par de botas de cuero y setenta pesetas. Allí también recibió la oferta del doctor Velasco: 2’50 pesetas diarias, vitalicias, bajo condición de vender su cuerpo a la ciencia: o mejor dicho: a la ciencia considerada como espectáculo, una rama del conocimiento muy en boga en aquellos tiempos.

Esa es la historia a grandes rasgos de Agustín Luengo Capilla y su relación con el doctor Velasco, el hombre que compraba gigantes. Y la novela de Luis Folgado es justo lo que promete: un subrayado y una indagación. Decir que el gigante extremeño trabajó desde muy joven en un circo es bastante simple. Lo difícil es reconstruir para el lector ese circo, con sus vidas ambulantes y su hedor permanente a bostas de mulas y deyecciones de grandes felinos desdentados. Un circo que recorre la España profunda del siglo XIX y que “se lee” justo como tal: los pueblos remotos, el público embrutecido, los caminos llenos de barro, las pasiones grandes y pequeñas en el ámbito cerrado, claustrofóbico para el protagonista, de la comunidad de artistas y monstruos que forman su gremio… La España del XIX se ve y se huele en esta novela, y yo creo que es el mayor mérito de su autor. Ha construido un escenario muy grande y muy exacto para una humanidad enorme. El gigante extremeño no cabía en aquella España, y seguramente la vida, tan ancha para algunos, a él le resultaba tan difícil como entrar en una habitación sin golpearse la barbilla con el dintel, o echarse a dormir en la cama de una pensión donde apenas cabía la mitad de su esqueleto.

Así de complicado se manifestaba lo cotidiano para Agustín Luengo Capilla. Hay personalidades imposibles y también hay presencias físicas inviables. La del gigante extremeño fue una de ellas. Todo por haber nacido a destiempo. Pero claro, esa ha sido la desgracia de muchas personas. Venir a este mundo con un cuerpo o una mente demasiado grandes siempre fue un problema para los dueños de esos cuerpos y esas mentes. La virtud está en saber contarlo y que el lector se extrañe de lo evidente como si fuese la primera noticia que recibe sobre el asunto. Ese es el otro gran mérito de Luis Folgado en esta novela: asombrar al lector con lo que el lector ya sabe (o debería saber); en este caso, emocionarnos con una verdad muy sencilla: ser raro, por lo general, es una putada.

No se la pierdan.

(No me refiero a la putada sino a la novela.)
 
 
 
 

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