Para acabar de raíz con la incultura galopante

Por la vuelta al bachillerato de gran cultura

El pasado sábado 7 de julio, Esperanza Aguirre, Presidenta de la Comunidad de Madrid, publicó una "Tercera" en el diario ABC que constituye un aldabonazo de extraordinaria importancia. En dicho artículo aboga por volver al "bachillerato de Bismarck": el que instituido por el canciller alemán, y centrado en las Humanidades clásicas, fue modelo y germen de cultura para toda Europa durante 150 años. Por ello lo reproducimos íntegramente.

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El pasado 17 de mayo fallecía Max Mazin. Era una personalidad extraordinaria que había tenido que enfrentarse a situaciones de un dramatismo y una intensidad impresionantes. En las últimas semanas muchos han recordado su biografía excepcional. Nacido en una familia judía de un pequeño pueblo bielorruso bajo administración polaca en 1923, la II Guerra Mundial lo separó de sus padres y a él le llevó hasta Siberia, mientras los alemanes acababan con todos los miembros de su familia. A partir de ahí, su odisea para sobrevivir es una historia apasionante: trabajador en una fábrica en Siberia, Gobernador Económico de la provincia de Cracovia con apenas 22 años, prófugo del comunismo e internado en un campo de refugiados en Alemania, preso en una cárcel belga, vendedor ambulante por las calles de Gante, hasta llegar por casualidad a España, donde se convertirá en un próspero empresario. Su vida es un ejemplo de hasta dónde se puede llegar con esfuerzo y con espíritu de superación.
 
Pero si hoy hablo de Max Mazin no es para glosar toda su apasionante biografía, sino para fijarme sólo en un aspecto clave: su formación. Dados los acontecimientos de su vida, Max Mazin sólo hizo sus estudios de Secundaria, que terminó con 16 años, y no fue nunca a ninguna universidad. Me decían sus hijos que, hasta los últimos años de su vida, les sorprendía de vez en cuando recitando de memoria largas tiradas de versos de Virgilio o de Horacio, que, les decía, había aprendido en un nada Escuela Secundaria de Vilna, la capital de Lituania, donde con 11 años le mandaron sus padres para que estudiara el bachillerato, viviendo en casa de unos tíos. Hoy no faltarán —más bien sobrarán— pedagogos que objetarán que para qué tiene que aprender latín un niño judío de 11 años, que tiene como lengua paterna el yiddish; como lengua materna, el ruso, y como lengua de la escuela primaria, de relación con sus amigos de la calle, el polaco. ¡Ah!, y que, además, en la sinagoga y en la piadosa lectura de la Biblia que se hacía en su casa y en casa de sus tíos, usaba el hebreo con bastante fluidez. ¿Por qué, entonces, en Vilna, en el colegio donde hizo su bachillerato, que, además, era judío confesional, le hicieron estudiar, y muy a fondo, latín?
 
La respuesta a esa pregunta en los años treinta del siglo pasado, cuando Max Mazin hizo su secundaria, no ofrecía ninguna duda en ningún país de Europa. En aquellos años en los que no existía la Unión Europea ni abundaban tanto como ahora los discursos europeístas, no había sin embargo, la menor duda acerca de que las bases de la cultura europea eran el pensamiento de Grecia y Roma y la moral y los valores de la tradición religiosa judeocristiana. Por eso, en el bachillerato de entonces las lenguas clásicas ocupaban un lugar prominente en todos los países de Europa. Además, sin Unión Europea ni otras superestructuras administrativas, todos los países europeos habían implantado un bachillerato de siete u ocho años, desde los diez u once de los alumnos hasta sus 17 o 18, en el que se estudiaba lo mismo: una lengua clásica casi siempre el latín y a veces algo de griego; matemáticas hasta asomarse al cálculo infinitesimal; una lengua moderna distinta de la propia; unas lecturas de obras fundamentales de la literatura universal, para que a ningún bachiller europeo le resultaran ajenos Dante, Cervantes, Shakespeare o Goethe; algo de filosofía para familiarizarse con autores como Platón, Aristóteles, San Agustín o Kant; y unos buenos resúmenes de la Historia Universal.
 
Aquel bachillerato humanístico y clásico, que había nacido en la Alemania de Bismarck y que después habían copiado todos los países de Europa sirvió para crear unas generaciones de europeos que compartían una cultura unos conocimientos y unos valores. Ese bachillerato se convirtió en la columna vertebral de la cultura de todos los países y, en consecuencia, de la cultura de toda Europa. Sin temor a exagerar podemos afirmar que ese bachillerato está en la base del progreso científico, intelectual y cultural de la Europa de los últimos 150 años.
 
Sin embargo, ese bachillerato empezó a perderse en muchos países de Europa; incluido el nuestro, cuando, en los años sesenta, algunos políticos que confunden la igualdad de oportunidades con el igualitarismo en los resultados académicos y algunos pedagogos que creen que protegen a los alumnos si les evitan esforzarse decidieron que era mejor que la Secundaria se convirtiera en una prolongación de la Primaria. Esos políticos y pedagogos se han llevado por delante aquel bachillerato ejemplar que formaba unos ciudadanos responsables, ambiciosos de saber respetuosos con la cultura y preparados para emprender con´ solvencia estudios superiores.
 
Es verdad que no todos están capacitados, para afrontar un bachillerato así, ni todos tienen las ganas de aprender y de estudiar que este bachillerato exige, pero más verdad es que, con él actual sistema muchísimos chicos que podrían aprovechar esos años de su vida para hacerse con un imponente bagaje cultural e intelectual están perdiendo el tiempo en las aulas. Es absurdo pensar que, si restauramos el bachillerato que las modas pedagógicas y las políticas de falso igualitarismo han eliminado, nuestros colegios e institutos se van a llenar de personalidades como Max Mazin, pero sé que con el sistema actual es muy difícil que aparezca siquiera uno como él.
 
Por eso, con el ejemplo del bachillerato de ese judío polaco educado en Lituania, me atrevo a pedir que se restaure en España el bachillerato clásico que fue la columna vertebral de la cultura europea. Para eso no hacen falta cambios de leyes educativas esos cambios que acaban mareando a padres, profesores y alumnos, basta con que se permita que algunos colegios e institutos ofrezcan unos planes de estudio acordes con el espíritu y la letra de lo que es un bachillerato como el que han sabido conservar los países de lengua alemana. La solución, como tantas veces, es la libertad. Que el Estado garantice que todos los alumnos puedan educarse libremente según sus aptitudes y sus preferencias, incluso aquellos que quieran leer a Virgilio en latín, saber quiénes eran Piero della Francesca y Turner, encontrar los límites de una función o escribir correctamente su lengua y otra lengua moderna. Que el ejemplo de Max Mazin sirva para que, al menos, se plantee esta resurrección del bachillerato perdido.

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