El burgués catalán, de industrial a rentista

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Cualquiera que tratase de entender la realidad económica de nuestro mundo a través de los tuits de los ‘podemitas’ y de las viñetas de Forges, crearía que en Madrid o Valencia se vive igual que en los albores de la Revolución Industrial en Liverpool, con la única diferencia de la lluvia, ya que hay calentamiento global. Unos señores gordos, con chistera y leontina que explotan a miles de mineros o a obreros en unas fábricas con enormes chimeneas. Es mucho más útil para esa labor de comprensión el vídeo final de la campaña de Donald Trump para la presidencia de EEUU, que subraya la importancia del capital. Los dueños del mundo no son ya esas industrias sucias que necesitan docenas de miles de empleados en cadenas de montaje, sino los mercados financieros, limpios y hasta ‘sostenibles’.

Dentro de los análisis hechos tanto por los izquierdistas como por los falangistas, el poder económico lo tenían en España la burguesía vasca y catalana. Señores que eran propietarios  de fábricas, minas, astilleros, ferrocarriles y siderurgias, capaces de imponer a los políticos decisiones que les enriqueciesen aún más, como aranceles a los productos rivales del extranjero y compras por el Estado de los suyos, ya fuesen sacos de carbón o mantas. En caso de desobedecer, estas oligarquías cerraban sus fábricas y azuzaban a sus periódicos y diputados contra los ministros, como comprobaron entre otros Santiago Alba y José Calvo Sotelo cuando quisieron gravar con impuestos las riquezas inmobiliarias y los beneficios empresariales.

¿Queda hoy algo de esas burguesías que aparecían en las novelas de Blasco Ibáñez?

¿Queda hoy algo de esas burguesías que aparecían en las novelas de Blasco Ibáñez y en las revistas musicales? Pues prácticamente nada. Los apellidos, algunos palacetes vendidos a la Administración o a bancos y los esqueletos de las viejas fábricas adaptados como museos.

Ventas de los negocios

Hace unos días, supimos que la familia Espona ponía en venta Pastas Gallo, uniéndose así a otras familias de raigambre que han liquidado su empresa: Codorníu, Freixenet, Cirsa, Gaes, Pronovias, Chupa Chups, Miquel Alimentació… En el franquismo, Cataluña reforzó su condición de foco industrial de España, con la ayuda del Estado, que a través del Instituto Nacional de Industria estableció en Barcelona la SEAT. La Zona Franca, creada por el franquismo, era entonces la mayor concentración obrera de España; también se dirigía a Cataluña parte del ahorro de los españoles depositado en las Cajas.

En esos años descritos como negros, en Cataluña existía una industria de motos cuyas marcas conocemos los que ya no cumplimos 40 años: Derbi, Montesa, Sanglas, Ossa, Bultaco, Rieju… Después de décadas de autogobierno y de ‘fer país’ por la banda del 3% no sobrevive ni una sola.

Sí, han desaparecido las fábricas, las marcas, los obreros…, pero no el dinero. La burguesía catalana ha pasado sin vacilar de industriales a rentistas, con la especulación inmobiliaria y bursátil para aumentar el patrimonio. El dinero de las ventas se coloca en fondos de inversión y Sicavs domiciliados en Andorra, Luxemburgo ¡y hasta Madrid!, cuya gestión se encarga a profesionales, mientras los vástagos de los apellidos ilustres se dedican a sus viajes, a sus fiestas y a cortar el cupón.

Mejor cortar el cupón que trabajar en una fábrica

¿Por qué se venden esas empresas? Desde luego, en España el empresario, creador de empleos y productos está mal visto por la sociedad. En la ‘Bola de cristal’ la Bruja Averías cantaba “viva el mal, viva el capital” y las Administraciones acuden a las pymes a saquearlas. ¡Menudas tundas de palos le caen por parte de los ‘podemitas’ a Amancio Ortega cada vez que hace una donación a hospitales! (Los mismos ‘podemitas’, por cierto, que montan una red de enchufes para ellos y callan ante la corrupción de sus socios del PSOE, del PNV y del PDCat y de sus patronos de Venezuela.)

Además, la gestión de una industria es mucho más compleja que la de una sicav: contratar personal especializado y darle formación, negociar los convenios con los sindicatos, financiar investigación o comprar patentes, invertir en ventas y marketing, estar pendiente de los competidores… y al final que algún empleado le diga al señorito “se está equivocando”. Mucho más tranquilo mover el dinero en la bolsa de Londres, sin rendir cuentas a los accionistas en las juntas.

Y como último factor, el océano de liquidez que han causado la Reserva Federal de EE. UU. y el Banco Central Europeo con sus tipos de interés negativos y sus compras de deuda pública y privada. Hay docenas de miles de millones de euros y dólares buscando inversiones. Es cierto que los burgueses catalanes podrían recurrir a esa liquidez para financiar su crecimiento, pero, repito, ¡qué cansado!

Por todo lo anterior, en España es más acentuado el proceso de desindustrialización que sufren Europa y Norteamérica, donde las industrias  desaparecen en favor de los servicios y el ocio. Bares, restaurantes, tiendas de souvenirs, aplicaciones para pedir comida, mucha escuela de posgrado y cruceros.

Sí, la burguesía catalana y también la vasca, que en estos años ha perdido el control de BBVA, de Iberdrola y de sus grupos industriales, se han retirado como las viejas familias patricias romanas o inglesas a disfrutar de sus fincas y sus dineros. No tienen más influencia política que la que puedan comprar.

El trabajo y la riqueza ya no los aportan las industrias y el sector privado, sino la Administración.

El trabajo y la riqueza ya no los aportan las industrias y el sector privado, sino la Administración, sobre todo la autonómica, que es la que concede las subvenciones. La Vanguardia, que fue el periódico más vendido en España en los últimos años del franquismo, hoy sobrevive gracias al dinero público y las compras de ejemplares por la Generalitat. Por eso es absurdo que los políticos ‘de Madrid’ confíen en que la ‘burguesía catalana’, reducida a un borroso espectro, sea capaz de introducir sensatez en los políticos de Barcelona.

A este paso, Cataluña se parecerá a una provincia castellana o gallega, donde el primer empleador es la Junta local. ¡Otro logro del ‘procés’!

© ElDebate.es

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