Anaís Nin y Henry Miller

Anais Nin, sólo mujer

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Espantoso siglo XXI, inanimado siglo XXI que no tienes gracia ni para crear tus propios crímenes, ni para poner en el poder a monstruos sin gracia que parecen salidos de una película del gordo y el flaco. Inanimado siglo que no produces más que desgracia con receta médica. ¿Qué habrían hecho ustedes, gente de este siglo que destruye el med io ambiente, que asesina, que deja morir de hambre, si hubiesen tenido a una mujer como Anais Nin? Claro que no saben de quién les hablo. ¿Cómo van a conocerla, parcos deslenguados del analfabetismo más mediocre, de la generación de los teléfonos portátiles y de la falta de erección clitoriana? Cubana por las dos parte con su cachito de francesa, aunque con un padre músico, pianista, de la que ella, Anais, la dulce Anais, enorme escritora, enorme mujer, enorme dama, se enamora. Y tienen el idilio más bello jamás escrito. Y que ella escribe que huele a Romeo y Julieta, El papa, el argentino Paco, la hubiese llevado al Vaticano para santificarla con velo blanco de primera comunión y lanzar su mensaje que las feministas corren el peligro de convertirse en machistas con faldas. O algo parecido. El papa con su túnica blanca de tiempos de pederastia en las iglesias. Anais Nin no hubiese podido existir en este desgraciado siglo sencillamente porque era demasiado genial para tanta mediocridad. Fue la más feminista de todas, la que inventó el papel de la mujer en el mundo, el papel de la mujer admirable, que escribía, reía, se codeaba con lo que el mundo tenía de mejor y enseñaba a todos que ser mujer no es una merma, sino todo lo contrario. Sin necesidad de querer convertir a todos los hombres en criminales de guerra, como hacen ahora unas cuantas muchas que en lugar de colgar a los malvados que matan a las mujeres consideran que todos los hombres son igual de malos. 

Anais Nin enseñaba a todos que ser mujer no es una merma, sino todo lo contrario.

De mi biblioteca loca se ha caído uno de sus diarios, el que va de 1939 a 1944, la peor época que dicen algunos, con la segunda guerra mundial, las atrocidades de los nazis, las locuras criminales de Stalin, de su compadre Hitler y de unos cuantos más que creían ser hombres y no eran más que monstruos. Me voy y no les hablo de Anais. Da risa de las feministas de este maldito siglo XXI, que quieren ser iguales que los hombres y de paso destruirlos. Ella era una escritora fuera de órbita, mejor que Colette, más allá de Simone de Beauvoir. Leer sus diarios es un ejercicio espiritual para el que primero habría que arrastrarse por el suelo de una iglesia que no haya sido manchada por un cura pederasta. Leyendo esos libros descubres a una mujer excepcional, de la que te enamoras, porque enamoraba, alguien realmente excepcional en un siglo de grandes personajes. Vivió mil vidas desde que era una niña. Conoció un Nueva York que decía detestar pero repleto de gente interesante, el Nueva York de Dos Passos, de Durrell, de Henry Miller y otros enormes cerebros que eran sus amigos, sus iguales, ella mujer, que se quitaba la falda cuando quería sin hacer remilgos. La mujer más libre de toda la historia.

No había entonces nada como vivir entre ricos que además, y sobre todo, eran intelectuales.

No había entonces nada como vivir entre ricos que además, y sobre todo, eran intelectuales. No esta canallada de Norteamérica para los norteamericanos regida por un personaje que vive en una botella de refresco barato inventado por un farmacéutico. Era una época en que muchas mujeres y más intelectuales, era el siglo de las luces, de las auténticas luces, rendían culto a su feminidad, a su inteligencia, a su don de gentes, a todo lo que ella podía ser con un nombre de película dirigida por Joyce.

Su feminidad natural, que decían era espantosamente grandiosa. Se trataba con los tíos de tú a tú, nunca lavó una cacerola, nunca fue una amita de casa. Era la mujer, la Venus salida de las aguas de la inteligencia. Los hombres eran sus vasallos o como mucho sus aliados. Leer a Anais Nin es una ventolera vivida en los jardines del Hotel Nacional de La Habana cuando las olas repican en el mar de los deseos y de las insatisfacciones. Qué triste siglo XXI en el que no hay una sola mujer que por su inteligencia, savoir faire, puede compararse a esta curiosa feminista que nunca presumió de feminismo porque no lo necesitaba. Porque los hombres la respetaban como se respetaba a las diosas cuando los dioses dejaban que Ulises fuera el navegante de la vida.

Anais no era políticamente correcta, ni por asomo.

Escribía de sexo, sexo puro y duro como Miller, y a veces más fuerte.

Escribía de sexo, sexo puro y duro como Miller, y a veces más fuerte, y explicaba la pasión de su padre hasta en los más íntimos y fluidos detalles. Lo decía todo con grandeza, con las palabras justas de una mujer que conocía el amor como nadie y lo practicaba como le daba la gana, a veces como la florentina de su grandeza y otras como la prostituta de Pigalle. La libertad de expresión, su libertad de decir y de hacer le permitía meterse en todos los vericuetos de la realidad sin esconderse entre faldas de seda y largos cigarrillos egipcios. Sabía lo que quería y lo obtenía. Ay, qué lejos estás Anais de estas mujercitas del siglo XXI que creen saberlo todo porque pagan a otra mujer para parir. Menos mal que no vives en este imposible siglo de mediocres y meretrices de la vida. Cuando murió, en 1974, hace cuatro días como quien dice, debieron celebrarse funerales de Estado. Anais Nin, de madre cubana y padre de la misma nacionalidad aunque de marcada ascendencia española, gran pianista, al menos tuvo la reputación, fue una de esas mujeres que hoy no se encontraría ni arrancando uno por uno los adoquines de París. Escritora, aunque también fue un rato psicoanalista, lectora del alma, tuvo una vida que cualquiera le puede enseñar. Deberías de haber entrado en el Panteón francés de los grandes, en el que han metido a gente que no se lo merecía. Y allí hubiésemos ido a llevarte flores. Pero nos quedan tus libros.

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