Amor con esencias de muerte: la historia de Robert Capa y Gerda Taro

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«En una guerra hay que detestar o amar a alguien, hay que tomar partido», decía Robert Capa. Él y Gerda Taro lo hicieron. Se amaron. Y arriesgaron tanto que ambos murieron con las botas puestas. Hay también quien dice que enamorarse de cobardes no es una buena opción. Y eso mismo debieron de pensar Capa y Taro. Lástima que el azar y la guerra quisieran burlarse de ellos. 

Gerda Taro llegó a París en el año 1933 casi por obligación. Sus ideas revolucionarias y contrarias a la disciplina nazi le hicieron abandonar Alemania e instalarse en la capital francesa a sus 23 años. Ella era valiente y avispada, por eso no tardó en acostumbrarse al ambiente bohemio y antibelicista que ya se fraguaba en las brasseries y los bistrós frecuentados por los intelectuales parisinos. 

Por aquel entonces, Robert Capa no era nadie. Ni siquiera su «nombre de guerra» existía. Él todavía era Endre Ernö Friedmann, tan sólo un joven judío, apuesto y empeñado en ganarse la vida como fotógrafo a toda costa. 

París tiene fama de ser la ciudad de los enamorados. Y para Gerda y Robert lo fue. Allí se conocieron y fraguaron su amor. Se cambiaron la vida.

Eran jóvenes, guapos, seductores, brillantes y ambiciosos. Querían conquistar París y el mundo a golpe de fotografía. No habrían podido existir el uno sin el otro.

Los dos eran jóvenes, guapos, seductores, brillantes y ambiciosos. Y sus planes no eran pequeños: querían conquistar París y el mundo a golpe de fotografía. No habrían podido existir el uno sin el otro. Él despertó en ella su pasión por la fotografía, le enseñó la técnica. Y ella le enseñó modales, a vestir y a comportarse como un dandi. La suerte parecía sonreírles, pero el éxito se resistía. Nadie apostaba por sus fotografías. Pero Gerda dio con la solución y fue entonces cuando crearon una marca, la suya, la de Robert Capa. Por eso ella le dio la vida. Porque Robert Capa era Endré y también Gerda al mismo tiempo. 

Los inicios nunca han sido fáciles. Y para que su marca echase a volar ambos tuvieron que hacerse pasar durante meses por los representantes de un importante fotógrafo. Tres años después dieron con la clave y empezaron a vender sus fotografías a un precio mucho más alto del que habrían podido si hubiesen firmado con sus auténticos nombres. La leyenda de Robert Capa acababa de nacer y ya era imparable.

Imparable era también el estallido de la Guerra Civil en España. Robert y Gerda decidieron viajar para cubrir el conflicto. Para la historia de la fotografía serían inmortales desde el año 1936. Pero la guerra fue para ellos el principio del fin. Gerda Taro arriesgaba más de la cuenta en cada una de sus fotografías.

La Batalla de Brunete fue especialmente cruenta. Tal vez Gerda, pertrechada con su cámara, se sentía inmortal. Y tal vez por eso sobrevivió a la batalla. Pero no conviene retar al destino. Y Gerda lo hizo. En la retirada de Brunete, el coche en el que viajaba sufrió un accidente y un tanque republicano acabó con su vida al arrollarla. Era el día 25 de julio de año 1937 y a sus casi 27 años Gerda Taro agonizó durante horas en un hospital de campaña del Escorial. Antes de morir pidió un cigarrillo y sus cámaras fotográficas. Se acababa la vida para ella. Y, curiosamente, fueron Rafael Alberti y María León quienes trasladaron su cuerpo a Madrid.

Robert Capa permanecía ajeno a la tragedia. Habían quedado en verse en París el 1 de agosto para celebrar, gloriosos, el cumpleaños de ella antes de que él se marchara a China. Pero Gerda Taro nunca llegó. Su historia bien podría ser el argumento de una película. Pero ni Gerda era Deborah Kerr, ni Robert Capa Cary Grant. Su historia había sido real, de amor y pasión por la vida, la fotografía y la muerte. 

El destino de Robert Capa se estrelló sin ella. Una vez alguien dijo que «una guerra por vida es suficiente», pero a Robert Capa no le bastó con la Guerra Civil y falleció, en 1953, tras pisar una mina en Indochina. Murieron dos grandes fotógrafos. Nacieron sus leyendas.

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