La derechona, la dichosa derechona

¿Por qué hablar de «derechona»? ¿Por qué usar este sufijo, entre burlón y despectivo, que resalta lo que de blanduzca y bobalicona tiene semejante derecha?

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En una reciente columna de La Gaceta, brillante como siempre, Hughes escribe:

La derechona española, la atroz derechona española, venal, cipaya, corrupta, ignara, hortera y monstruosa en su deslealtad [entiéndase: deslealtad hacia sus propios principios] ha sido incapaz de resignificar lo que ese conflicto [la Guerra Civil] tuvo de defensa de un orden humano: las matanzas de católicos y el intento sovietizante […] fue tal que debería haber provocado en la derechona la especial protección de su estatus, una mayor sensibilidad.

Nada de ello ha hecho la derechona. Mejor dicho, ha hecho exactamente todo lo contrario. Lo prueban los dos ejemplos que, entre los muchos que se podrían sacar a colación, señala el propio Hughes:

El PP de Ayuso mira a otro lado ante la posible protección como BIC [Bien de Interés Cultural] del Valle de los Caídos, casi nada si lo comparamos con la renuncia de Aznar cuando condenó el franquismo en 2002. Al hacerlo, la derecha renunciaba a una interpretación del siglo XX español, dejando expedita la vía antifranquista.

Si la derecha —esta derecha a la que llamamos derechona— ha dejado expedita la vía antifranquista, es porque, en el fondo de su alma y por paradójico que parezca, también ella es antifranquista (no activa, sino pasivamente: a remolque de la obsesión antifranquista de la izquierda). Es cierto que, a diferencia de ésta, cuando la derechona canta sus loas a «nuestra democracia avanzada», a «las libertades de nuestras Autonomías», a «la ejemplar Constitución del 78», a «nuestra feliz integración en la OTAN y en la UE», se puede apreciar en sus labios como la sombra de una nostalgia que le hace añorar cosas como... ¡ay, aquella limpieza y aquella seguridad en las calles!, ¡ay, aquella afortunada falta de impuestos!, ¡ay, aquella elegancia en las maneras y el vestir!, ¡ay, aquella ausencia de inmigrantes en tiempos de la ominosa dictadura!

 

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Así piensa la derecha a la que conviene llamar «derechona» (luego veremos por qué). Un leve mohín de nostalgia: ahí se acaba todo. ¿Cómo podría no ser así? ¿Cómo podría semejante derecha no dejar «expedita la vía antifranquista» cuando fueron sus propios padres quienes, suicidándose colectivamente, derrocaron al franquismo?

¿Quiénes son esos padres? ¿Quiénes, esos hijos? ¿Qué partidos, qué fuerzas conforman la derechona? No nos equivoquemos, sin embargo. Es obvio que los partidos cuentan, y mucho, faltaría más, pero no hay que centrarse en ellos. Los partidos promueven y alientan el espíritu antifranquista, pero éste va mucho más allá de ellos. Se trata de algo que, impregnando el aire, sopla con fuerza por las calles y casas de lugares tan emblemáticos como, por poner un ejemplo, son los madrileños barrios de Salamanca o Chamberí; o, yéndonos al otro extremo, los de Vallecas o Usera.

Propulsado por los partidos, promovido por los medios, difundido por las escuelas, enseñado en las universidades, tragado y regurgitado por las masas, el espíritu del antifranquismo lo impregna todo. ¿Cómo podría no ser así? ¿Cómo podría el aire de nuestro tiempo no estar transido de antifranquismo, si ese aire es fundamentalmente un aire «anti»: anti… todo? Es el aire del mundo que chapotea enfangado en el nihilismo; es el aire de ese mundo que no cree en nada: ni en Dios, ni en la belleza, ni en el destino de un pueblo. Sólo en el parné. ¿Qué son, para este mundo, aquellas cosas que para el franquismo era tan esenciales como la historia, el pasado, el arraigo, la patria, la nación, ese «concepto discutido y discutible», que dirá, años después de derrocado el franquismo, un Zapatero?

Sí, es cierto, Zapatero es de izquierdas. Zapatero y los suyos odian todo lo que huela a derecha o derechona. Y, sin embargo, con matices e inflexiones diferentes, ambos —tanto la derecha como la izquierda liberales— vienen a decir lo mismo: nada sustancial nos define, nada nos sostiene, nada nos arraiga. ¡Libres! ¡Somos absolutamente libres!, claman confundiendo la libertad con la nada. Lo que ocurre —añaden— es que el franquismo, y por eso nos resulta repulsivo, se empeñaba en arraigarnos, en atarnos a asideros —la patria, el pasado, el destino colectivo…— que nosotros repudiamos.

La Derecha y la derechona

¿Por qué hablar de «derechona»? ¿Por qué usar este sufijo, entre burlón y despectivo, que resalta lo que de blanduzca y bobalicona tiene semejante derecha? Si este sufijo se hace necesario —con él caracterizamos sobre todo la política y los ambientes del partido denominado «popular»—, es por una sencilla razón: porque existe también una Derecha identitaria o patriótica que nada tiene que ver con el nihilismo del que estamos hablando. Y esta derecha tiene, entre nosotros, un nombre: Vox.

No echemos sin embargo las campanas al vuelo. Preguntémonos más bien: ¿en qué medida cumple Vox con tales expectativas?

No consisten tales perspectivas en defender a capa y espada el franquismo y su afán de principios vigorosos, sustanciales. No se trata en absoluto de convertirnos en turiferarios del franquismo; no se trata en modo alguno de olvidar cosas tan perniciosas como aquellos agrios aires de sacristía de un régimen que selló su muerte ideológica —y cuando mueren las ideas, muere todo lo demás— poniendo su orden cultural o espiritual en manos de la Santa Madre Iglesia.

De lo que se trata es de otra cosa: de algo tan sencillo como dejar de cometer la damnatio memoriæ —el borrado de la memoria, el destierro del recuerdo— que la izquierda (por activa) y la derechona (por pasiva) llevan cuarenta años infligiendo al franquismo. Curiosa damnatio, sin embargo, la de una izquierda que quisiera enterrar al franquismo bajo cien losas de plomo, mientras que sus ataques y afrentas no hacen sino reavivar su presencia, dando así cumplimiento a aquel dicho que dice: a moro muerto, gran lanzada.

Ni vilipendios ni halagos, ni ultrajes ni adulaciones: eso es lo que se impone con el franquismo: dejar de utilizarlo como arma del combate político y colocarlo en el lugar que, con sus luces y sus sombras, fue incuestionablemente el suyo.

Ahí es donde, con acierto, lo sitúa Vox, de modo que no es su relación con el franquismo lo que nos lleva a interrogarnos sobre sus expectativas. La pregunta es otra: ¿ha logrado Vox desprenderse realmente de todo el fárrago de mansedumbre tibia que envuelve a la derechona? Independientemente de la utilización táctica (y perfectamente legítima) de los artilugios electorales, ¿dónde se sitúa Vox? ¿Dentro o fuera del Sistema? ¿Dentro o fuera de «la ejemplar Constitución del 78»? ¿Dentro o fuera del nihilismo liberal? ¿Dentro o fuera de su atomismo individualista? ¿Dentro o fuera de su rechazo de principios y valores sustanciales?

La respuesta, en ciertos momentos, parece muy clara: es fuera de todo esto, lejos del Sistema, donde se sitúa Vox. Otras veces, en cambio, dicha claridad se enturbia o incluso se desvanece. Por ejemplo, cuando a raíz de la guerra de Ucrania uno ve a Vox alinearse sin vacilar al lado de las políticas del campo globalista, el que constituyen Estados Unidos, la OTAN y la UE. O cuando se observa su falta de agallas a la hora de plantar cara a los grandes poderes del dinero; o cuando se constata que nada ofrece Vox como auténtico proyecto existencial, como gran visión del mundo. Más allá de la necesaria defensa de costumbres y tradiciones (los toros, la caza, las fiestas populares...), ¿hay acaso en Vox el atisbo de algo que, afirmando y promoviendo cosas como la belleza y la grandeza («¿qué diablos será eso?», se preguntará alguien), plantee una alternativa global a la concepción del mundo que nos ahoga?

Y, sin embargo, las intenciones de Vox parecen claras, inequívocas. Pero una cosa son las intenciones, y otra, la realidad de la vida política. Constituida ésta por mil imperativos, contradicciones y correlaciones de fuerzas, ora favorables, ora hostiles, sólo la evolución de esta realidad permitirá determinar cuál de estas tres posibilidades acabará plasmada en nuestra res publica:

  1. Pese a las apariencias, Vox nunca dejará de ser, en el fondo, un partido del Sistema, cuya cara más crítica encarna.
  2. Vox acabará dando el paso definitivo y situándose definitivamente extramuros del Sistema.
  3. Zarandeado entre perspectivas y corrientes opuestas, Vox seguirá manteniéndose con un pie dentro y otro fuera del Sistema que rige nuestros días.

    ¡Quedan abiertas, damas y caballeros, las apuestas![1]

 [1] Quedan abiertas más concretamente en la encuesta de EL MANIFIESTO que publicamos con ocasión de este artículo (se encuentra en la portada si se  usa un ordenador, y al final del artículo si se lee desde un dispositivo móvil).

 

 

 

    

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