El hombre sin atributos

Turulato me quedo al leer que los servicios de Sanidad de Canadá han admitido la petición formulada por un zopenco de registrar a su hijo, nacido al margen del sistema médico y no sometido, por deseo de sus progenitores, al preceptivo reconocimiento genital, como criatura humana de género desconocido.

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Lo digo en el sentido literal de la expresión y no en el que Musil le dio en su célebre novela, indigna, por cierto, a mi juicio, de tanta celebridad. Hombre, reitero... O sea: ser humano, de sexo masculino o femenino, aunque en esta ocasión sin necesidad de ponerle allí donde los muslos se juntan la púdica hoja de parra que el puritanismo de la Iglesia impuso a las estatuas del arte pagano. Suele decirse que en Asnalfabética, vulgo España, no cabe un tonto más, y razón llevan quienes lo dicen (yo entre ellos), pero en Canadá, que tan buena fama tiene, también los hay. Turulato me quedo al leer que los servicios de Sanidad del país citado han admitido la petición formulada por un zopenco de registrar a su hijo, nacido al margen del sistema médico y no sometido, por deseo de sus progenitores, al preceptivo reconocimiento genital, como criatura humana de género desconocido. Sí, sí, han oído bien. La razón aducida para ello es la de que la pareja que lo trajo al mundo, provista, se supone, de los usuales atributos yin y yang, no quiere que su descendiente crezca oprimido por una construcción arbitraria de género. ¿Arbitraria? Pues sí: tal cual. Mientras leía yo la noticia en el parque infantil de Castilfrío, mi hijo Akela, de cuatro años, y su sobrina Maya, y nieta mía, de tres, correteaban alrededor. Él blandía una espada de juguete tras haberme pedido que le comprase una pistola y aseguraba ser Peter Pan persiguiendo al capitán Garfio. Ella, disfrazada por voluntad propia con un vaporoso vestidito de hada y los labios tiznados por el carmín del neceser de su abuela, acunaba una muñeca. Akela, de repente, detuvo su batallar, vino hacia mí con una sonrisa de pícara inocencia y me preguntó si es verdad que los bebés nacen cuando los niños meten el pito en la rajita de las niñas. Flipé. ¡Qué nivelazo! «¿De dónde te sacas eso?», le dije. Y me zambullí en la lectura del periódico aliviado por la evidencia de que mi hijo y mi nieta no carecen de atributos. Mi amiga Espido Freire, a todo esto, capitaneando una tropilla de trescientas mil personas, encabezaba un manifiesto financiado por una empresa de alimentación infantil (¡acabáramos!) y enviado a la RAE para que ésta añada a su diccionario una nueva acepción de la palabra «madre». Todo cuadra. El drama padre, diría Jardiel Poncela. A Puleva no le conviene que los niños sean amamantados por... ¿Por quién?

© El Mundo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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