Gloria a Víctor Barrio, muerto en la plaza de Teruel

Ha muerto un torero. La plebe animalista lo celebra

Cuando un hombre, ritualmente vestido de luces, plantándose ante una fiera, se juega la vida, son dos cosas las que persigue.

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Cuando un hombre, ritualmente vestido de luces, plantándose ante una fiera, se juega la vida, son dos cosas las que persigue. Una, inundar de belleza, hacer llegar ese “no sé qué” (decía san Juan de la Cruz) que en el arte “se queda balbuciendo” hasta una naturaleza, una animalidad, una salvajidad que en sí misma —sin el latir de la presencia del hombre— nada sabe ni de belleza ni de arte, ni de muerte ni de vida. Otra cosa busca también, ante el animal y en connivencia con él (pero la connivencia, como ayer, puede quebrarse) el hombre vestido de luces. Busca enseñarnos a todos, al pueblo reunido en ese remedo del ágora que es una plaza de toros, que de lo que se trata ahí es nada más ni nada menos que de la muerte. Es la muerte, ritual, simbólicamente puesta en escena, lo que se expresa. No la muerte del animal: la de todos. La tuya, la mía: la muerte sin la que no puede haber vida, la muerte sin cuya punzada insostenible no puede haber, entre tantas otras cosas, ni arte ni belleza.
Por eso los abanderados de la Nada, los que quieren acabar con el arte, el espíritu y la vida, no soportan el escándalo que es una corrida de toros. No soportan semejante puesta en escena, semejante simbolización. Y por eso también, en esa otra cara de la abyección y de la muerte por vulgaridad masificada en que pueden convertirse las “redes sociales”, la plebe animalista eructa hoy, feliz y alborozada, ante la muerte de quien se sacrificó para enseñarnos a morir y a vivir.
 
Así cuenta Zabala de la Serna, cronista taurino del diario El Mundo, cómo el torero Víctor Barrio subió a la eternidad que aguarda a los héroes —y sólo a ellos— el sábado 9 de julio de 2016, “a las cinco, a las cinco en punto de la tarde”, como lloraba Federico García Lorca a Ignacio Sánchez Mejías.
Javier R. Portella
 

 
Lloraban los toreros de plata a las puertas de la enfermería de Teruel. Las cuadrillas que habían trasladado el cuerpo inerte desde el ruedo se abrazaban desconsoladamente. Lo contaba David Casas desde Pamplona, anunciaba la tragedia por televisión, la muerte global de un torero: «Nos confirman lo peor. Víctor Barrio ha muerto». A las 20.25 de la tarde también lo confirmaba la doctora Ana Cristina Utrillas y firmaba el parte de defunción: «Certifico la muerte del torero Víctor Barrio Hernanz, a las 20.25 horas, tras sufrir cornada en tórax derecho, donde se realizan maniobras de resucitación cardiopulmonar con intubación orotraqueal. Se realiza toracotomía derecha, apreciando perforación del pulmón derecho, rotura de la aorta torácica con disección posterior hasta hemitórax izquierdo».
 
Un toro de la ganadería de Los Maños, un toro lucero y burraco, fiel a su encaste Santa Coloma en pinta y en lo certero, había atravesado el pecho de Víctor Barrio de lado a lado, contra el suelo. Había entrado como tercero en el sorteo. Maldita la suerte. De 529 kilos. Número 26. Y el nombre que ahora lucirá en los anales de la España negra con Perdigón, Bailaor, Islero, Avispado, Burlero, los toros que se llevaron en sus pitones las vidas de El Espartero, Gallito, Manolete, Paquirri, Yiyo. Lorenzo mató ayer a Víctor Barrio; Lorenzo, hijo de la vaca Lorenza. Lorenzo había derribado a Barrio, descubierto por el viento cuando toreaba con la izquierda. Su largo cuerpo tendido a merced de los pitones: Víctor medía uno noventa. O más. Ni tiempo a hacer la croqueta como escapatoria. Veloz como una piraña el santacoloma. En el vídeo se ve. A los pocos minutos ya lo estaba viendo toda España por Internet. Por la red. Por Twitter. Y el pitón se hunde con la ayuda del contrafuerte del suelo. Se hunde como si el costado derecho de la chaquetilla fuese manteca. Se hunde hasta la misma cepa. Y el gesto del torero es de dolor en la sacudida, en el certero empujón. Cuando lo suelta y se gira, yace. Ya no hay gesto, es un rictus. El revuelo de los capotes de las cuadrillas se hace inútil. Cuando lo recogen del suelo, con su terno grana y oro, el terno de los valientes, una mano del torero, aún con vida, se desliza yerta, ausente, como sin pulso. Raquel está en el tendido. Como siempre. Raquel es la mujer de Víctor, que apenas ha cumplido los 29. Y baja como una exhalación a las puertas de la enfermería, donde su marido acaba de entrar con un aliento insuficiente para que las maniobras médicas los resuciten: «Cornada en tórax derecho. Entraba en parada cardíaca en la enfermería. Se le iniciaron las maniobras de reanimación con intubación, se le ha hecho una traqueotomía de urgencia. Hemos podido apreciar que era una cornada mortal con perforación del pulmón, de la aorta torácica y disección del plano posterior de la aorta hasta llegar al hemitórax izquierdo...». Y a las 20.25 la certificación de la defunción. Casi a las misma hora en Arévalo (Ávila), El Juli, Miguel Ángel Perera y Andrés Roca Rey, se están repartiendo un saco de ocho orejas de una corrida de Garcigrande, pero ya lo saben. Conocen la muerte de su compañero en Teruel, en la Feria del Ángel. Del Ángel caído. Y no quieren salir a hombros. La muerte (global) del torero de Sepúlveda se había conocido al instante en todo el planeta. Y el caso es que el toro estaba siendo bueno. El tal Lorenzo. La tarde se había anunciado como un duelo de ganaderías: Los Maños versus Ana Romero. Y Curro Díaz y Morenito de Aranda figuraban como compañeros de cartel. La corrida se suspendió. Curro no quiso seguir. Hoy nadie querría. Raquel seguía el coche fúnebre ya de noche; Víctor seguía persiguiendo sueños.

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