¿Debe el mundo "hacerse más pequeño"?

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Eso es, al menos, lo que sostiene Jeff Rubin, prestigioso economista canadiense, según el cual la globalización, que engordó con un petróleo barato, está tocando a su fin.

En su opinión, la actual crisis económica, más que de la deuda hipotecaria, es consecuencia del aumento del precio de la energía. Ahora bien: en un entorno de reservas de petróleo decrecientes y con una demanda cada vez mayor de la India y China, la situación no hará sino agravarse en los próximos años. En consecuencia —prosigue Rubin—, se acerca una era de petróleo carísimo que obligará a relocalizar la producción, a volver a consumir los productos locales de cada área geográfica, limitando así de forma drástica los costosos transportes de mercancías de un extremo al otro del globo —un lujo que próximamente ya no nos podremos permitir.
De manera que, si lo anterior realmente es así, se acabará lo de comprar kiwis de Nueva Zelanda en el supermercado de la esquina: la globalización no es un proceso universal e irreversible, sino que —como todo— está sujeta a unos condicionamientos económicos objetivos. Lógicamente, los antiglobalizadores de Seattle, los partidarios de Attac repartidos por todo el mundo, leen con enorme simpatía los pronósticos de Rubin: para ellos, la globalización representa el mal absoluto, y su eventual final, el principio de la solución de todos nuestros problemas. Pasará como con la burbuja gastronómica —simétrica de la inmobiliaria— que ha pinchado con la crisis: del embobamiento con la última ridiculez químico-culinaria del chef/gurú de turno en Madrid Fusión, de la en el fondo paleta fascinación con la cocina conceptual —paralela de la análoga con el arte conceptual, igualmente pretencioso—, de aquello estamos pasando ahora al redescubrimiento de los productos locales, de las recetas sencillas, sabrosas y tradicionales —mucho más baratas, además— que habíamos olvidado. Y el Occidente aburrido de nuestra época las redescubre no por convicción propia, sino empujado por una acuciante crisis económica que obliga a liberarse de todas las estupideces suntuarias que en los últimos tiempos nos habían entretenido.
A mi modo de ver, los pronósticos de Rubin —que, recordémoslo, es canadiense— tienen bastante que ver con el alma de un país como Canadá; y, dentro de él, con lo que representa Quebec. Canadá versus Estados Unidos: dos países vecinos que, al menos en parte, simbolizan visiones del mundo antagónicas. Estados Unidos se identifica con la globalización neoliberal basada en la desregulación absoluta de los mercados financieros y en lo que se ha dado en llamar “economía de casino”. Canadá, en cambio, representa una forma de vida más comunitaria, un vínculo mucho más sólido con los antiguos valores de la Vieja Europa: lo cual explica, por ejemplo, que los bancos canadienses, muy prudentes a la hora de invertir, estén aguantando mejor la crisis que otros muchos de sus colegas norteamericanos y europeos. Sólo en la Canadá del Quebec neo-comunitario puede surgir un grupo como Mes Aïeux. Volver a la tierra de los antepasados, a la riqueza del producto local —ahora redescubierto como exótico e “interesante”—, a la profundidad antropológica y metafísica de las viejas tradiciones. Aunque para Rubin esta relocalización de nuestras vidas no se debe —parece— a una cuestión de principios, sino al apremiante imperativo de la escasez y de los costes. Entre nosotros, Niño Becerra viene abogando desde hace años por una imprescindible eficiencia económica como única posible norma rectora de nuestro futuro. Eficiencia que converge, en cuanto a las consecuencias, con las tesis de Rubin.
El autor de estas líneas opina que, en efecto, Jeff Rubin tiene razón en sus análisis y ha identificado correctamente una de las líneas de fuerza que trazarán los contornos de la sociedad global del futuro: por razones económicas, pero también por razones filosóficas, tenemos que redescubrir los recursos locales, la riqueza multiforme de la pequeña zona geográfica donde cada uno de nosotros viviremos, en la que la proximidad constituye en sí misma un precioso valor. Sin embargo, no me alineo de ningún modo con la antiglobalización apriorística e ideológica de la Red Attac, que, en el fondo, ignora cuál es el verdadero problema.
Y es que el problema —tampoco Rubin parece advertirlo— no es tanto la inviabilidad económica de los transportes de mercancías en un escenario de energía cada vez más cara, como la inexistencia de una estructura comunitaria y cohesiva en el ámbito socio-económico respectivo. Vamos a poner un ejemplo. Imaginemos una aldea africana que tiene un pozo de agua a doscientos metros del poblado y otro a cinco kilómetros. En principio, la razón económica y el simple sentido común aconsejan utilizar el pozo más cercano, y no irse a buscarla nada menos que a cinco kilómetros, con el coste y el esfuerzo que supone el acarreo. Y, sin embargo, puede suceder perfectamente que, si los recursos humanos y materiales disponibles en esa aldea están suficientemente coordinados entre sí, es decir, si existe una comunidad “Agua a Cinco Kilómetros”, convenga más explotar un pozo lejano, pero con más reservas o menos profundo, que otro más cercano que ofrece un menor rendimiento, o bien, por ejemplo, un agua de menor calidad. En tal caso, la comunidad “Agua a Cinco Kilómetros” se impone a la simple comunidad “Agua a Doscientos Metros”. La estructura orgánico-comunitaria multiplica la eficiencia de los recursos, al provocar sinergias y círculos virtuosos entre todos ellos. Y esto puede suceder —o no suceder— a cualquier escala.
Dicho de otro modo: nuestro verdadero problema —y esto parece ignorarlo el por otra parte valioso análisis de Rubin— no es el precio del petróleo, ni las reservas disponibles, sino la muy deficiente dotación de estructuras orgánico-comunitarias que padecemos, y que nos condena —también en el ámbito local— a una producción muy pobre de orden y coherencia: orden y coherencia que son el mayor capital imaginable de los individuos y de las naciones. Pongamos otro ejemplo. ¿Es preferible un instituto pequeño o uno grande? El pequeño —sostienen unos— es más familiar, allí es posible una atención más personalizada al alumnado. El grande —opinan otros— resulta más eficiente, al producir, también en el ámbito educativo, “economías de escala”. Ahora bien, lo cierto es que ninguna de las dos cosas ocurren por sí mismas, de manera automática y “mecánica” gracias al tamaño del instituto. Sólo sucederán... si el respectivo instituto posee una auténtica estructura orgánico-comunitaria. Es decir, si están organizados en torno a un centro metafísico y si en ellos existe realmente un alma que hace converger coordinadamente todos los esfuerzos hacia una finalidad común. Expresado en términos aristotélicos, si son entelequias orientadas hacia el misterio del Primer Motor Inmóvil —centro que no se mueve, pero que lo mueve todo, como el eje de la rueda que tanto gusta a los orientales.
De manera que sí, señor Rubin, coincidimos con usted en que el mundo debe —no sólo “va a”, ya que descubrimos una connotación desiderativa en sus palabras— hacerse más pequeño... si con eso quiere decir que debe hacerse más auténticamente comunitario también si quiere ser eficiente en un sentido económico y, a la larga, sencillamente subsistir. Más pequeño, sí, desde el ámbito local... hasta el ámbito planetario. Porque a todos los niveles, en todos los círculos concéntricos del universo humano, estamos llamados a convertirnos en una gran familia.  

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