Viena fin de siglo, ¿paraíso perdido?

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Siempre me llama la atención la nostalgia con que más de un intelectual de nuestra época se refiere a la Viena de 1900 como un “paraíso perdido”. Esa nostalgia se extiende también al propio Imperio austro-húngaro, desmembrado tras la Primera Guerra Mundial.  La Viena de los valses y los teatros, de la brillantez artística y la ornamentación barroca. El recuerdo de un mundo perdido que -lo sabemos desde Stefan Zweig- ya nunca volverá.

Viena fin de siglo: el canto del cisne de toda una tradición cultural europea, en una época en que Nietzsche diagnosticaba la “muerte de Dios” y el inminente advenimiento del nihilismo, antesala de la revolución futura del Superhombre. Los vieneses, absortos en sus óperas y sus teatros, no querían mirar de frente al monstruo que abría sus horrendas fauces ante ellos: el monstruo del vacío, del derrumbe de la antigua metafísica, de las creencias que cimentaron durante siglos el suelo de su sociedad y de su cultura. La profusión esteticista apenas alcanzaba a disimular la gran marea de fondo: una cultura no se sostiene por el número de sus museos ni de sus salas de concierto. Una cultura o descansa en una gran fe, en el soplo inasible del espíritu, o está condenada -a corto o a medio plazo- a un desmoronamiento inevitable.
Hoy, el Occidente posmoderno todavía exhibe con orgullo, como la Viena de fin de siglo, sus teatros, sus óperas, sus bibliotecas, sus museos. El número de libros publicados y de actos culturales de todo tipo resulta verdaderamente abrumador.  Atendiendo a criterios cuantitativos, nos diríamos privilegiados espectadores de un magnífico esplendor cultural. Y, sin embargo, todos sabemos que, bajo la plétora de imágenes y de palabras, late una desorientación, un escepticismo que, como el de entonces en Viena, apenas podemos ocultar. Nos falta algo esencial, algo casi tan necesario como el aire que respiramos. Nos falta ese misterio que anima los estratos más profundos del alma y del mundo. Nos falta ese fuego, esa luz que  todo lo cambia y sin la que una civilización no puede pervivir.
Admiramos el esplendor vienés, su magnificencia, la animada vida artística y literaria de la capital de un abigarrado Imperio.  Repasamos con respeto, casi con veneración, la lista de los gigantes de la cultura que la ciudad y su época exhiben como prueba de sus méritos: Hans Kelsen en los estudios jurídicos, Joseph Schumpeter en economia, Gustav Klimt en pintura, Adolf Loos en arquitectura, Gustav Mahler en música, Robert Musil en literatura y tantos otros más.  Y, sin embargo, toda esa pléyade de mentes ilustres se desarrolló en una atmósfera de evidente decadencia.  Tal vez los crepúsculos alejandrinos excitan un cierto tipo de genio.  La atmósfera elegíaca, el sentimiento romántico de crisis, el sentirse inmerso en el caos de un mundo que llega a su fin, purifica el espíritu en una catarsis que espolea cierto tipo de creatividad, quizá anuncio ya de los nuevos tiempos que se avecinan.
Genio y decadencia: para muchos, dos conceptos íntimamente relacionados. En el siglo XIX, la tuberculosis se convirtió en enfermedad romántica por excelencia. El genio creador, agotado por su trabajo de demiurgo, veía como su cuerpo se debilitaba y se hacía vulnerable a la infección fatal; y, a su vez, la enfermedad, una vez declarada, acentuaba una sensibilidad tanto más aguda cuanto más se aproximaba el horizonte de la muerte. Nosotros, por nuestra parte, sentimos la fatiga del intelecto, degustamos una cultura que ya no sabemos crear, pero no podemos sentirnos orgullosos de unos genios que ya no producimos.
¿Qué nos enseña a nosotros, hombres ya del siglo XXI, la Viena fin de siglo, con su brillantez y con su vacío? Primero, sirve como espejo en el que reflejarnos: gran parte de su pathos es también, todavía, el nuestro. Y segundo, nos ofrece una valiosa indicación sobre nuestro futuro: pues la exuberancia estética vienesa constituye para la civilización el humus de un posible florecimiento futuro con tal de que bajo esa exuberancia haya algo más. Algo que ya no es exuberante, ni variado, ni abigarrado, ni fascinante, ni complejo. Algo que es, más bien, silencioso como una noche en el desierto.  Algo que es soledad, que es viento frío de otoño, que es amanecer en el Monument Valley. Algo que es hosco, casi huraño, esquivo, reservado, huidizo. Algo que habita -Nietzsche ahí tenía razón- en las cumbres solitarias en las que medita Zaratustra.  Algo que nace en el espíritu que se queda a solas consigo mismo, cara a cara con el abismo del mundo. Algo que aman por encima de todo los individualistas, los Waldgänger que se retiran -Jünger dixit- a lo profundo del bosque.  Algo indefinible y esencial sin lo cual no merece la pena vivir.
Viena fin de siglo: nuestro pasado, pero también nuestro presente. Un paraíso perdido, sí; pero no importa: existen otros posibles en nuestro futuro. En particular, existe uno en que la exuberancia morfológica vienesa no se utiliza para enmascarar un gran vacío de fondo -¡ya nadie cree realmente en nada!-, sino para arropar algo más valioso que ella misma. Ese algo es un pequeño fuego, una llama que arde en lo alto de una montaña, en el santuario de un templo antiquísimo, en el fondo más íntimo de los corazones. Ese fuego parece muy poca cosa en comparación con casi todo lo demás. Y, sin embargo, los sabios, los poetas y los niños nos recuerdan todo lo demás depende de él.

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