“Se ha retratado, ella misma ha confirmado las razones de su destitución. Había dejado de ser la portavoz del Grupo Popular para ser la portavoz de sí misma. Su despedida ha sido cualquier cosa menos elegante”. Estas fueron las palabras pronunciadas por un representante de la directiva del PP al día siguiente de la destitución de Cayetana Álvarez de Toledo. De toda la declaración, la palabra que más me interesa es elegante; pero ¿qué es ser elegante para el PP? ¿El PP ha sido elegante alguna vez? ¿Sabe el PP lo que es la elegancia?
Para empezar por alguna parte, recuerdo una columna de Francisco Umbral en la que decía que “Rajoy viste como un boticario de provincias”. Con independencia de que siempre hay excepciones (en cuanto a los boticarios), en lo que tenía razón Umbral es en que da igual lo que lleve puesto, tanto si es el chándal para “correr andando” con el que en varias ocasiones fue fotografiado en los jardines de La Moncloa o en los alrededores de su casa particular, como si lo vemos con un atuendo supuestamente casual Friday para asistir a los mítines de fin de semana, o con cualquiera de sus trajes azules o grises —que parece que alguien le ha dejado caer encima—, su aspecto siempre es vulgar y sin la más mínima gracia. Ya sé que su figura desgarbada, con algunos signos parecidos a los de la acromegalia –que añadiría el Dr. Marañón—, no ayuda mucho; pero, por este mismo motivo, su esmero en el vestir debería ser mayor.
¿Quién no recuerda aquella entrevista —intencionalmente glamurosa— que publicó el suplemento dominical de un conocido diario nacional en la que apareció fotografiada Soraya Sáenz de Santamaría en la habitación de un hotel (que acaso no fuera ni de cuatro estrellas) con el pelo falsamente revuelto, propio de un polvo medianamente satisfactorio, y con un vestido que no lograba ser sexy a pesar de la ausencia de sujetador?
¿A alguien se le puede olvidar la bufanda de color rojo con la que el expresidente Aznar suele decorar sus trajes en invierno, como si se tratara de la estola de un obispo campechano, con la que pretende agregar una nota de informalidad a sus rígidos atuendos?
¿Y los trajes de Camps?, comprados (que no regalados) en una tienda de Madrid cuyo nombre —tal y como relata Arcadi Espada— era Forever Young, nombre cutre donde los haya, que pretendía (porque la tienda ya no existe) hacer un guiño a la mítica canción de Alphaville, de 1984.
“Y por ahí todo seguido”, que es como Umbral terminaría una relación de ejemplos que podría ser mucho más larga.
Por otro lado, ¿quién no se ha fijado en el uniforme mitinero de los líderes del PP? Indefectiblemente consiste en una chaqueta azul de algodón —o de lana más o menos gruesa, dependiendo de la época del año— acompañada de unos pantalones chinos —casi siempre de color caqui— y de una camisa blanca o azul celeste. No tengo ninguna crítica estética respecto a esta combinación que yo mismo la he utilizado en ocasiones; lo notable en este caso es la uniformidad, porque para el PP lo elegante es ser homogéneo; esto es, carecer de iniciativa, de ideas propias, y estar callado hasta que el partido se pronuncie a través del canal oficial.
Como sostengo en mi libro sobre La Derecha, una de las rémoras del PP es el caudillismo que, en su caso, significa que el programa, el ideario (que realmente no existe) y el discurso son lo que señale el jefe, sin que nadie esté autorizado a pronunciarse ni a hacer nada que no haya sido promovido desde la superioridad orgánica. Esto demuestra lo que realmente es el PP, un partido políticamente correcto, pero no sólo en el sentido de que está sometido a la moral dominante, sino en el que estableció Mao-Tse-Tung en 1929, en uno de sus primeros textos políticos titulado Sobre la corrección de las ideas equivocadas en el Partido.
¿Se imagina alguien que ocurriera lo mismo que sucede en el PP en el partido de los liberales o de los conservadores británicos?
Al Partido Popular le sigue pesando —y mucho— el “techo de cristal” de Fraga. Como advierte Aznar en sus Memorias, entre los Congresos Nacionales IX y X, celebrados respectivamente en 1989 y 1990, se produjo la “refundación” del partido. Se suprimieron todas las vicepresidencias, dejando todo el control en manos del Presidente, asistido por el Secretario General. De este modo, se pretendió impedir –o, al menos, ponerlo muy difícil— la aparición de corrientes internas, eliminando cualquier debate en favor de la eficacia electoral. Ello, de alguna manera, dio sus frutos, en la medida en que el PP ganó en reiteradas ocasiones las elecciones, en dos de ellas con mayoría absoluta (una con Aznar y otra con Rajoy); pero a costa de tener que renunciar al liderazgo ideológico o moral de la sociedad, e incluso de gobernar con las mismas reglas y principios con los que lo había hecho el PSOE (especialmente durante las legislaturas en que Rajoy fue Presidente del Gobierno). Legislaturas en las que lo único que se hizo fue gestión económica, con un cariz muy próximo a la socialdemocracia (dicho sea de paso). Olvidándose no sólo de los fundamentos y valores de la Derecha, sino incluso –si es que existen— de los del Centro político.
Seguro que algunos recuerdan aquello que dijo Rajoy de que el que quisiera que se fuera “al partido liberal o al conservador”. Tanto miedo tiene el PP a aquel “techo de cristal” que, sin darse cuenta, piensa que la única manera de ganar las elecciones es no hacer política.
Desde hace bastantes años, el PP es un partido acaparado por una legión de “profesionales” de la política (que no hacen política); es decir, por un inmenso grupo de individuos que nunca se ha dedicado a otra cosa. La mayoría de sus componentes procede de las llamadas Nuevas Generaciones (que, como todo el mundo sabe, es la organización juvenil del partido) y que ha vivido de lo que se les ha ido dando a aquéllos en cada momento: un acta de concejal, un puesto de asesor en la diputación o en un ayuntamiento, un escaño de diputado en un parlamento autonómico, en el Congreso de los Diputados o en el Senado, y los que han tenido más suerte, un cargo de Consejero o Presidente autonómico e incluso –este es el premio gordo— de Ministro. Siento verdadera pena por algunos de ellos que, incluso después de haber ocupado un puesto de relumbrón (por ejemplo, una consejería o la presidencia de un gobierno autonómico), aceptan destinos menores, como por ejemplo un sitio en el Senado por designación autonómica. Éstos me recuerdan a los cesantes del siglo XIX, a los que se refería Mesonero Romanos en una de sus crónicas, cuando decía que “el cesante es uno de estos tipos peculiares de nuestra época (…) y que tiene que ver con el hombre público que es reducido a una especie de muerte civil (…), ocasionada no por la necesidad de reposo (…) sino por un capricho de la fortuna —o más bien de los que mandan en la fortuna—, por un vaivén político, por un fiat ministerial, por aquella ley, en fin, de la física que no permite a dos cuerpos ocupar simultáneamente el mismo espacio”.
Unos y otros, los que actualmente y de facto ocupan algún puesto orgánico, gubernamental o administrativo y los que esperan que pronto les llegue el turno para poder hacerlo, son los que forman parte de la estructura del partido. A los ajenos, a quienes se dedican y se han dedicado a otra cosa y tienen la vida resuelta en otro sitio, se les considera unos advenedizos y antes o después son fagocitados y expulsados. Cualquier miembro del aparato preferirá seguir perdiendo las elecciones —si es necesario— y renunciar al ejercicio de la política, con tal de conservar su puestecito, aunque sea en la oposición. La razón de por qué lo hace es muy sencilla: no tiene otra cosa a la que dedicarse. Algunos apparátchik —desde el punto de vista sentimental— son unos auténticos dependientes: han dedicado muchas horas, días, meses y años al partido, lo cual les ha impedido tener amigos o conocidos al margen.
Así las cosas, el PP nunca llegará a hacer nada que valga la pena. Hace mucho que renunció a dar la batalla moral o ideológica —que la propia Cayetana Álvarez de Toledo denomina “cultural”. No soy muy partidario de esta expresión que fue usada por primera vez —para referirse a la corrección política— por el yerno de Walt Disney, que durante los años setenta militó en el Partido Republicano norteamericano.
Como dije en otra ocasión, la corrección política y la imposición de una excluyente moral social (o “cultural”) es el mayor quebradero de cabeza que ha sufrido la Derecha durante los últimos 200 años. Los “profesionales” de la política son demasiado simples (o simplemente no les interesa) para darse cuenta de ello. En realidad, como decía, la política les importa poco, les basta con parecer elegantes cuando asisten a las reuniones del Comité Ejecutivo —o de la Junta Directiva— Nacional.
Juanma Badenas es Catedrático de Derecho civil, ensayista y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar.
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