La historia siempre habló de dos escuelas del toreo: Ronda y Sevilla. A estas hemos de añadirle una tercera, pura en sentimiento y originalidad, la escuela caló, caracterizada por un toreo a veces alegre y bullicioso cual bulería, otras veces, jondo y desgarrado como una soleá. En esencia, una práctica que no se ve, únicamente se siente o se desprecia.
El toreo gitano alcanza el nivel de arte a la vez que tiene algo de tragedia suspendida en el tiempo, de rebeldía ante los cánones establecidos. A medio camino entre lo posible y lo imposible, el toreo gitano se sitúa en la delgada línea que separa lo sublime del bochorno. Frente al toreo industrial, el toreo gitano. Ya lo dijo Rafael de Paula: “Yo no soy un torero con clase, yo soy otra clase de torero”.
Joaquín Rodríguez, Cagancho, fue uno de los máximos representantes de la escuela caló. Y aunque ha llegado a nosotros, tristemente, por sus fracasos, hemos de hacer justicia a este torero de la fragua trianera destacando justamente lo contrario, la bula que los públicos le concedían ignorando sus fracasos y recordando solamente sus éxitos.
Flamenco de pura cepa, cantaor, bailaor, juerguista, mujeriego y torero, su éxito se afianza en 1926, de novillero, empezando a circular la frase “quedar mejor que Cagancho en Madrid”. El 10 de mayo de 1927, en Toledo, ya de matador, se produce su cénit. Alternando con Marcial Lalanda y Antonio Márquez, ese día encontró el toro de su vida, que le consagró definitivamente. En palabras de Gregorio Corrochano, el toreo de Cagancho es una talla de Montañés:
En su primer toro, faena de muleta con un pico descarado. No sabe torear. En su segundo, el gitano vestido de blanco se acerca al toro y hace una cruz con el palillo de la muleta y el estoque. Brinda al público y empieza una faena maravillosa, indescriptible. La muchedumbre en pie dice cosas que no se oyen porque todas las voces se funden en un clamor. Aquella mano de la escultura de Montañés, larga, leñosa, que asoma oscura por la manga de blanco y oro. Nunca vi más armonía, ni más bello conjunto, una belleza dolorida. ¡Qué gesto, qué colorido, qué movimiento! Cuando Cagancho coronó su faena con una estocada atravesada y un descabello, la muchedumbre se echó a la arena. Le estrujaron, le quitaron las zapatillas, se las llevaron a pedazos como un relicario. Los guardias intervinieron, esta vez para que no lo matasen de entusiasmo. ¿A dónde lleváis al hijo del faraón? Parad. La multitud se impone y lo saca a hombros y lo lleva por la puerta imperial de Visagra, su mejor arco triunfal. Así va el torero con las medias desgarradas, su traje hecho girones como una estatua de Montañés arrancada de un madero. Creo que Cagancho no sabe torear, no tiene técnica, pero cuando torea...Al recordarlo me desperté con un escalofrío y me crucé el abrigo.
Lorca, en su obra Juego y teoría del duende, señalaba que “Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo de la plaza, a poetas, pintores y místicos, cuatro grandes caminos de la tradición española”. Su toreo de capa y muleta, la forma de andar a los toros parecían interpretarse al son de martinetes, cante fraguero por antonomasia. En su capote había quejíos oscuros y dolientes, un consciente canto al suicidio y al vértigo que sólo sobrevive en quien se asoma al abismo.
Y es que Cagancho es sinónimo de cante jondo, dolido, aquel que sale de las entrañas y únicamente se manifiesta cuando uno se siente un gitano grande y se dice ¡Olé! a sí mismo. A pesar de ser el torero al que más toros vivos le han devuelto al corral, en sus tardes maravillosas y sublimes no había torero que comparársele pueda.
Uno, dos, tres, siete lances,
columnas de un monumento.
No se deshaga en romances.
Que no se la lleve el viento.
Falta la cúpula alta,
la rotonda que se exalta
sobre la teoría jónica.
Y la torera criatura
–flor de elegancia– clausura,
pura, la media verónica.
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