El pasado 30 de octubre publicaba, en estas mismas páginas, un artículo titulado “Comunitarismo vs. Liberalismo. ¿Ciudadanos o átomos?”. En este artículo me proponía presentar el anverso de la teoría comunitarista, en concreto, su crítica del liberalismo, oponiendo el “bien común” al “interés individual” desde una reinterpretación de la virtud aristotélica. Pero el comunitarismo tiene también un reverso, una cara menos amable, que es la de la política del reconocimiento de las comunidades identitarias. En otras palabras, y desde una visión práctica, el reconocimiento, por ejemplo, de las comunidades islámicas en el interior de las sociedades europeas.
Esta sería la versión “buenista” del comunitarismo. Esta versión se fundamentaría en una política en favor de las identidades de grupo, culturales o étnicas, basada en el reconocimiento del valor intrínseco y del carácter irreductiblemente múltiple de esas identidades en el seno de una misma sociedad, siendo todos igualmente dignos de respeto y, por tanto, juzgados libres de afirmarse en el espacio social, aunque no en el espacio público, que correspondería a la sociedad en general y no a los diversos grupos comunitarios. En definitiva, una visión angelical del “multiculturalismo” que, según Pierre-André Taguieff, designa las doctrinas políticas defensoras de la sociedad multiculturalista o etnopluralista, y que implica una concepción deseable de la sociedad como un conjunto de “comunidades” o de “minorías” yuxtapuestas, cada una viviendo según sus valores y sus propias normas, en nombre de una concepción de la tolerancia fundada sobre el relativismo cultural más radical.
Pero “tolerar” no significa soportar lo que es juzgado como difícilmente soportable, sino respetar las formas de ser y de pensar de un grupo, evitando desvalorizarlo o estigmatizarlo Hasta aquí todo correcto. Pero de ahí pasamos inmediatamente al recurso del lenguaje “políticamente correcto”, esto es, que la consecuencia inevitable de la política de reconocimiento sea llamar la atención sobre la imagen o la dignidad de cualquier grupo social, cultural o religioso de carácter “minoritario”. De esta forma, cualquier modelo asimilacionista es rechazado porque implica una cierta violencia implícita contra las especificidades de esas minorías. Y todo ello en nombre del más absoluto y falso antirracismo.
Entonces, se pregunta con razón Pierre Le Vigan, ¿debemos cuestionar el comunitarismo? Por supuesto, porque la cuestión no es insignificante. Sobre todo esta idea de que los hombres deben ser considerados principalmente como miembros de las comunidades. Esto un hecho que puede ser ampliamente compartido. ¿Quién puede imaginar que el hombre pueda vivir sin las comunidades que piensan como él, que comparten sus valores, sus tradiciones? Y, al mismo tiempo, ¿quién puede vivir sin sentir la necesaria curiosidad por el “otro”, por el “diferente a nosotros”?
Pero el comunitarismo ha tomado un enfoque peligroso, en particular sobre las cuestiones inmigratorias. El comunitarismo, que nació para reivindicar la esencia de la comunidad, ahora se vuelve en contra de esa comunidad, la que mejor conciliaba la apertura hacia lo universal con sus peculiares raíces culturales, étnicas, religiosas, etc., pero que las trascendía a través del concepto de “comunidad nacional”.
Los comunitaristas quieren fortalecer el tratamiento de las comunidades de migrantes. Y ello se traduce en la imposición de aceptar las comunidades de inmigrantes de buen grado o por la fuerza. El regreso a los orígenes, cultura y religión de estas comunidades alógenas sería la “esperanza de lo comunitario”, porque en estas minorías extranjeras se conserva mejor el “espíritu de la comunidad”.
Entonces, ¿cuál es la lógica de comunitarismo? Una especie de “apartheid”, de desarrollo separado, pero sin “supremacía europea”, insertado en la lógica de la “endogamia”: es la lógica del enclaustramiento en la comunidad de origen. Un musulmán, como miembro de la comunidad islámica, debe vivir exclusivamente bajo su propio código. Es un mundo simplificado donde uno puede relacionarse pero no puede mezclarse. Como si la alternativa a la doctrina oficial fuera el confinamiento en una identidad cerrada. El comunitarismo es un individualismo grupal.
Así que, desde esta perspectiva, los comunitaristas serían los “tontos útiles” del “inmigracionismo”, por oposición al “asimilacionismo”, que se convierte en una palabra tabú. En su lugar, hablan de una “sociedad inclusiva”, una especie de “cajón de sastre” en el que todo entra a poco que se empuje. Es la misma doctrina que la que practican los poderes públicos cuando se les llena la boca de palabras huecas como “integración” o “inserción”. Por eso el comunitarismo angloamericano ha tenido tanto éxito entre los dirigentes políticos europeos.
¿Y por qué rechazan los comunitaristas la asimilación? Al fin y al cabo, la asimilación implica la existencia de una comunidad central que representa la cultura del país de acogida. No porque sea “mejor” o “peor” que las otras, sino porque hay que partir de algo, y en Europa, si tenemos que comenzar desde ese “algo” habrá que hacerlo, primero, desde la comprensión íntima de lo que fuimos y de lo que somos los europeos. Ya habrá tiempo de comprender más allá, de lo que son los “otros”, de lo que es el “resto del mundo”.
¿Cómo superar este proceso globalizador e integrador de las identidades comunitarias? La Nueva Derecha, al menos en la versión liderada por Alain de Benoist, en su intento por superar un devaluado multiculturalismo, adopta el comunitarismo, una corriente de pensamiento –curiosamente arraigada en el ámbito angloamericano– que denuncia el ideal antropológico liberal de un individuo aislado de todo contexto histórico, social y cultural. Según las tesis comunitaristas, «no puede haber autonomía individual si no hay autonomía colectiva, ni es posible una creación de sentido individual que no se inscriba en una creación colectiva de significado». Sin embargo, la sociedad-mundo encarnada por el liberalismo, al no asignar al individuo un lugar estable en la comunidad a la que pertenece, le ha arrebatado su legítimo deseo de identidad, de tal forma que el gran descubrimiento de la modernidad ya no es la necesidad de reconocimiento de las identidades, sino la triste constatación de que esa necesidad ya no puede ser satisfecha en el Gran Supermercado Global.
Sin embargo, a pesar de que el comunitarismo promovía la creación de nuevos espacios públicos, estructurados por las diferencias, en lugar de serlo por la homogeneidad y la neutralidad (la nefasta “tolerancia”) liberales, esta corriente de pensamiento parece resueltamente “centrista”, esto es, opuesta a cualquier alteración radical o significativa de las relaciones sociales existentes. Puede que ésta haya sido el motivo de su rápida aceptación y asimilación por las oligarquías gobernantes del mundo político y financiero.
El liberalismo, no cabe duda, ha socavado las identidades religiosas y tradicionales, pero de ninguna manera el comunitarismo, en su laicidad, pretende restablecer el carácter sagrado en los lugares públicos, o reprimir el materialismo subversivo de los intereses económicos dominantes. Del mismo modo, el feminismo puede haber socavado la institución familiar y demonizado la identidad masculina pero, una vez más, el comunitarismo, en su centralidad, no pretende el restablecimiento de la familia tradicional jerárquica, ni cuestiona los publicitarios roles emergentes de las mujeres que provocan la desvirilización del mundo. Cristianos y no cristianos, feministas y no feministas, fueron simplemente relegados a sus respectivas "comunidades", sin ninguna reflexión realista sobre cómo estas comunidades antagónicas debían coexistir o cómo sus diferencias podían mejorar la cohesión social.
Y lo que todavía es más grave, el antiliberalismo comunitarista se fundamenta, de forma contradictoria, en uno de los más básicos principios liberales, porque, a pesar de su oposición formal a las políticas anticomunitarias del liberalismo, que favorecen el desarrollo de las fuerzas del mercado y la descomposición de las comunidades orgánicas, su llamamiento a la renovación de los vínculos comunitarios buscaba, en última instancia, la recuperación de la “sociedad civil”, la misma sociedad civil cuyos valores burgueses y mercantiles son los principios operativos básicos que inspiraron originalmente al liberalismo.
Alain de Benoist es aquí un pensador polémico que nada contracorriente en el laberinto de las identidades. Acepta la incontrovertible realidad de la disolución de las identidades, pero se resiste a no aceptar el posible surgimiento de otras identidades edificadas sobre los fundamentos de las tradicionales e, incluso, a no intentar la coexistencia de distintas comunidades en el seno de una misma sociedad.
En definitiva, que lo importante es permitir y aceptar que los individuos y sus comunidades sean “diferentes” los unos de los otros, a fin de garantizar la simbiosis armónica de la “diferencia” que se les reconoce en la esfera pública, en forma de algún tipo de institucionalidad o corporativismo supervisados por el Estado. Alain de Benoist no rechaza las concepciones históricas europeas sobre la identidad y la comunidad, aunque sí que cuestiona el desarrollo jacobino de las ideas de “pueblo” o “nación”, así como las formas de sutil colonización tercermundista. Además, insiste, en que el reconocimiento de “todas” –¿todas, incluso las que niegan el reconocimiento de las identidades distintas a la suya?– las diferencias identitarias y comunitarias son un seguro para revitalizar la “ciudadanía democrática”, aunque Carl Schmitt creyera que la homogeneidad es el fundamento de la democracia. Porque, ¿es posible la democracia dentro de un Estado étnicamente fracturado, socialmente desvinculado, desterritorializado, cuyos ciudadanos carecen de una cultura común compartida y un sentido general de la herencia y el parentesco? ¡Abandonad vuestra tierra, vuestra lengua, vuestra cultura, vuestra familia, vuestro pueblo! Europa retorna a las tribus nómadas, que buscan un oasis y acaban en el bazar.
Después de todo, parece bastante controvertida la necesidad de sostener unas estructuras multiculturales que proporcionen diversas opciones a los individuos en cuanto a sus afiliaciones identitarias. Tenemos que mantener nuestro compromiso con la tradición pues, finalmente, es a ella a quien debemos, en gran parte, nuestra identidad. Proteger la herencia cultural heredada y transmitirla, en toda su riqueza, a las futuras generaciones. Desde luego, no hay que aceptar incondicionalmente, como principio, que la identidad de un individuo se identifique automáticamente con su pertenencia a una determinada comunidad, pues aquél mantiene con ésta vínculos que no ha elegido y que, en consecuencia, puede ciertamente poner en cuestión. Éste es el problema acuciante en nuestras sociedades tan complejas y multiculturales, donde la diversidad de criterios es bien patente. Desde esta perspectiva sí que puede ser válido el comunitarismo, cuando reclama sociedades homogéneas en las que los individuos que no compartan –o se resistan a compartir– un mínimo común denominador de la herencia cultural recibida y mayoritaria, sean “invitados” a “salir de la comunidad”, de la misma manera que los ciudadanos de las antiguas polis griegas practicaban el “ostracismo”. No es conveniente juzgar la bondad o maldad de ciertas prácticas socioculturales –de determinadas identidades construidas de forma ficticia y al margen de la comunidad previamente establecida– por su éxito en el mercado global del sueño neoliberal, porque ello convertiría nuestras creencias, nuestras vidas y nuestras culturas en objeto de mercancía. La identidad de “nosotros” no puede depender de la tolerancia de los “otros”.
Personalmente, siempre he considerado a Alain de Benoist como un maestro, un maestro del pensamiento. Y, ciertamente, añoro aquellas épocas en las que su pensamiento era, por decirlo de alguna manera, más estable, aunque nunca exento de evoluciones innovativas y, a veces, incluso sorprendentes. El caso es que la mouvance conocida como Nueva Derecha, bajo su patrocinio y liderazgo, conserva ciertos genes hereditarios perfectamente identificables pero, al mismo tiempo, depende excesivamente de los bruscos “giros ideológicos” de su principal protagonista. A cada descubrimiento, a cada innovación, a cada reflexión que viene de la mano inquieta de Alain de Benoist, el pensamiento de la Nueva Derecha tiene que replantearse, adaptarse y reformularse. De hecho, cada paso en la evolución del pensamiento de Alain de Benoist ha generado una nueva tendencia en la Nueva Derecha, como un registro, como un estrato. Y por eso, también hubo intelectuales que continuaron su camino después de cruzar la “línea Benoist” Estas constantes e incesantes mutaciones en un organismo vivo como es la Nueva Derecha tienen, desde luego, sus secuelas. Por un lado, hemos aprendido a no absolutizar nuestro pensamiento, a no hacer de nuestra ideología algo esencial, un fundamentalismo, y a no buscar la perversidad de otras corrientes, como la marxista, incluso a buscar determinadas convergencias con las mismas. Perversidad que sí que encontramos siempre, sin embargo y por descontado, en el liberalismo. Pero por otro lado, esa misma flexibilidad ideológica, variable como es la identidad, no nos debe impedir debatir algún que otro cambio brusco del “maestro”, como es la asunción de un radical comunitarismo, aceptable en su crítica del liberalismo, pero discutible en cuanto al reconocimiento de la autonomía de las comunidades minoritarias (de momento) que invaden nuestras sociedades europeas. Porque no sólo han venido para quedarse, han llegado para sustituirnos.