¿Por qué nos fascina la interconexión global?

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He aquí uno de los sueños del hombre actual: una conexión permanente y global con el mundo. Empezó a cumplirse hace décadas, con las comunicaciones vía satélite. Hoy está llegando a su apogeo, en la época del móvil conectado a Internet y de la conexión wifi. La adicción adolescente al móvil sólo constituye un llamativo síntoma dentro de una tendencia general más amplia: la que impulsa al individuo contemporáneo a estar cada vez más continuamente conectado, mediante la magia de la tecnología electrónica, con el multiforme caleidoscopio del mundo.

Y es que “estar conectado” parece equivaler actualmente a “estar vivo”. Recibir mensajes en el móvil y e-mails en nuestro correo, participar en un foro o tener un millón de amigos, como quería Roberto Carlos, en Facebook; o bien curiosear durante horas en Youtube. De mil maneras distintas, estar integrado, gracias a la interconexión mundial de nuestros días, en el movimiento del mundo: en el caos de su flujo incesante, en la gran fiesta insomne de la aldea global. Sentirse parte de un Gran Todo. Apátridas no declarados de las naciones tradicionales, replegados en el universo privado de nuestra casa entre muebles de Ikea, convertir Internet en nuestra patria y principal comunidad de referencia. Sentir, en fin, que superamos la soledad característica del hombre moderno. 
 
El individuo de nuestro tiempo padece un sentimiento crónico de ausencia de identidad. Por lo que es él mismo en sí, no experimenta la sensación de ser nada determinado, de poseer sustancia y rostro. Átomos aislados –así nos sentimos- en un archipiélago de entidades confusas, ese vacío ontológico y antropológico debe ser suplido de alguna manera. Y es entonces cuando el mito de la interconexión global acude en nuestro socorro: “¿Tienes la sensación de no ser nadie por ti mismo? No importa: yo, la diosa Internet, vengo solícita en tu auxilio. Si no eres nadie por ti, yo te ofrezco serlo todo dentro de mí, convertido en un nodo y cruce de relaciones”. Porque, si el hombre, per se, no es ontológicamente nada, todo su ser lo recibe del mundo de la relación. Relaciónate, conéctate, intégrate, comunícate, muévete. Ten al final la sensación de que eres algo, de que eres alguien. Conviértete en un cruce de caminos más, entre millones de otros idénticos a ti, dentro del gran Laberinto Global.
 
Se trata, sin duda, de un deseo comprensible; pero también susceptible de crítica, al menos desde una filosofía rigurosa. Por supuesto que todos necesitamos sentirnos parte de una gran comunidad; y, sin embargo, lo que necesitamos incluso más que eso, y antes que eso, es redescubrir nuestra propia sustancialidad antropológica. Retirarnos al claustro de nuestro espíritu y abordar un severo trabajo de introspección. Acostumbrarnos al silencio de nuestra alma, volver a deletrear el vocabulario de nuestros estados psíquicos, aprender a navegar con pericia en el universo de nuestro mar interior. Porque sólo entonces, después de esta anábasis que impugna el pathos epidérmico de nuestra época, tendremos algo realmente valioso que ofrecer a los demás. De lo contrario, iremos a ellos –vía Internet o como sea- pertrechados tan sólo con nuestro propio vacío, en espera de que, milagrosamente, la atmósfera interconectiva de la Aldea Global nos preste la identidad y el sentimiento de pertenencia de los que nosotros mismos carecemos. 
 
En realidad, ambos aspectos son complementarios: el hombre es sustancia que madura en la soledad –en el pensamiento, en la lectura, en la memoria, en el contacto silencioso con el misterio del mundo-, pero también un ser abierto a la relación con los demás y que se encuentra y se construye a sí mismo por medio de esa relación. Descubrimos nuestra propia plenitud contemplando, durante un paseo solitario, las hojas que caen de los árboles en otoño o el florecer de los almendros al principio de la primavera; pero también en medio de las relaciones humanas, sintiéndonos parte de una gran familia a la que, en último término, pertenecen todos los seres humanos.
 
La sociedad contemporánea subraya sobre todo la dimensión puramente relacional del hombre, y olvida, en cambio, el esencial trabajo de construcción interior al que todos estamos llamados: un trabajo que sólo puede realizarse en el silencio del corazón y en la soledad de nuestra conciencia. Y, al final, el hechizo de la sociedad tecnológica nos decepciona: porque no es sólo que nos mantenga en el más miserable analfabetismo espiritual, alienados respecto al misterioso centro de nuestro ser; es que, además, descubrimos que, por sí misma, la interconexión global que representa Internet no origina ese sentimiento de felicidad comunitaria que esperábamos. Al final, estamos interconectados, sí, pero todavía no nos comunicamos. Nos intercambiamos continuamente informaciones y mensajes, pero la comunión íntima y libre de las conciencias sigue siendo una rara avis y no nos sentimos abrazados en nuestro corazón.
 
La cultura del futuro, la que actualmente balbucea sus primeras palabras y pugna por nacer, deberá ser a la vez una “cultura de la interioridad” y una “cultura de la comunidad”. Hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro, sino sólo un narcisismo individualista (mala copia de la auténtica vida interior) y una creciente obsesión por estar permanentemente interconectados vía wifi (caricatura de la verdadera existencia comunitaria).
 
Y es que hay algo mucho mejor que la interconexión global que hoy nos fascina: volver a habitar nuestro universo interior y entrar en una comunión llena de matices con los demás seres humanos y con el mundo.

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