En diciembre de 1993, en el curso de unas obras realizadas en los Reales Alcázares, apareció tapiada en un mechinal una caja de cartón que contenía ejemplares de los diarios sevillanos ABC, El Correo de Andalucía y Falange Española, unas monedas y un manuscrito destinado “para el curioso de no sabemos qué año, arqueólogo, poeta, albañil, u obrero de cualquier oficio que ande y registre por estos muros venerables”. En ese manuscrito se describen las obras llevadas a cabo en el Alcázar en el año de 1937, época que su autor sitúa diciendo: “En los comienzos de la Era Triunfal, años de 1936 y 1937, rigiendo los destinos de España el Generalísimo Franco, caudillo triunfal en la guerra contra el marxismo ruso…”. La persona que de modo tan redundante dejaba constancia para la posteridad de su adhesión al Caudillo y de su fe en el triunfo de las armas nacionales no era otra que el joven conservador del noble edificio sevillano, Joaquín Romero Murube. Por esas mismas fechas, 1937, Joaquín Romero recogía en un cuadernito impreso en la Imprenta Alemana, de Sevilla, siete romances de vario asunto precedidos de una dedicatoria, entonces misteriosa y hoy elocuente, que decía: ¡A ti, en Vizna (sic), cerca de la fuente grande, hecho ya tierra y rumor de agua eterna y oculta!
El dedicatario de esos romances que preceden con mucho a su muerte es el mismo “amigo muerto” a quien, pocos años más tarde, buscaría Joaquín subiendo “las calles de Granada” en un soneto dedicado a otro amigo y paisano del muerto: Alfonso García Valdecasas. Amigo también de todos ellos fue Pepín Bello quien, al ser preguntado en la televisión por el drama común, dijo que él se enteró hallándose detenido en una checa por los mismos que habían asesinado a un hermano suyo y temiendo lo peor por sus ancianos padres, en zona roja también. También podía temer lo peor Joaquín Romero por su propia mujer, entonces en Madrid, y que no tuvo mejor ocurrencia que ir a pedir protección al camarada Alberti, que la mandó “a paseo”, según solía hacer en El mono azul. “Estamos en guerra, y en la guerra hay que estar a las duras y a las maduras”, fueron las palabras del poeta miliciano a Soledad Murube, y esas palabras dicen más que muchos volúmenes sobre la naturaleza de una guerra, y más si se trata de una guerra civil.
Alguna vez he dicho que la guerra española, más que una guerra entre hermanos, fue una guerra entre amigos, y recordaba que en una reunión en la Casita del Moro a la que asistían, además del dueño de la casa, don José María de Cossío, don Ramón Carande y don Jorge Guillén, de paso entonces por Sevilla, al evocarse al poeta sacrificado en Víznar, alguien se acordó de que precisamente se llamaba Amigo, Joaquín Amigo, dedicatario incluso de uno de los romances gitanos, otro sacrificado, pero por los del bando contrario.
Volví sobre estas cuestiones al ver la reedición, con motivo del centenario de Joaquín, de esos Siete romances, precedidos de un prólogo firmado por un Sr. Martínez y un Sr. García que, si bien rastrea con acierto la filiación literaria de los romances, emite unos juicios de valor inadmisibles sobre la época en que fueron publicados, juicios que, de paso, se extienden a la época de Primo de Rivera apoyándose en el más tabernario de todos los Unamunos conocidos.
Decía el novelista E. M. Forster que entre traicionar a la patria o traicionar a un amigo, no había duda: siempre había que traicionar a la patria. No se qué habría dicho si el dilema no fuera entre el amigo y la patria, sino entre el amigo y la democracia, la revolución, la internacional, el “pueblo” o cualquier otra abstracción del género. Afortunadamente, no creo que Joaquín Romero hubiera leído a Forster, de suerte que no se le planteó el dilema, y a la vez que rendía homenaje al amigo muerto mantenía su adhesión a la patria, por cuya salvación se produjo el Alzamiento Nacional.
En el bando contrario, el de los “sin patria” como ellos decían, no sé de ningún intelectual que se planteara un dilema parecido, y eso que no faltaron ocasiones.
Franquismo y corrección política
De unos años a esta parte se procura rescatar para la “corrección política” a los buenos escritores que tomaron partido por el bando nacional. En realidad el precursor de esta operación fue Dionisio Ridruejo en una breve polémica con Umbral a propósito de Manuel Machado. Dionisio Ridruejo se consideraba obligado a hacer ciertas cosas por haber hecho otras cuando era más joven. Una de esas cosas juveniles fue el intento de recuperación de Antonio Machado para la España vencedora en la guerra, y nada más opuesto, o más complementario, que el posterior intento de recuperación de su hermano Manuel frente a esa España a la que sirvió según él con las reticencias del liberal que llevaba dentro. Tan ingenua era esta recuperación póstuma de Manuel como ingenua había sido la recuperación póstuma de Antonio, y Umbral le contestó “ha hecho usted con él leña menuda”.
Desde entonces, toda una crítica que va de José Carlos Mainer a los hermanos Carbajosa, seducida por la calidad literaria de los autores “fascistas”, por emplear una etiqueta sbrigativa, viene haciendo loables esfuerzos por conciliar su obra, por muy teñida de ideología que esté, con las pautas impuestas por la historiografía revisionista. No salen muy bien parados estos autores a la larga, pues cuanto más a fondo se les estudia, más irrecuperables resultan, y los juicios morales o políticos acaban destiñendo sobre los juicios literarios. Alguna vez cae en mis manos el lamentable suplemento literario de cualquiera de los grandes diarios nacionales. Últimamente, en uno de ellos, he podido leer una descalificación como literato de don Manuel Azaña a la vez que se le moteja de “estadista de excepción”. Todo al revés. Azaña como escritor es bastante decoroso, pero como “estadista” no lo salva ni la Paz ni la Caridad. La prueba está en ese gran acto de contrición que son sus aconsejables memorias y diarios, bastante más fidedignos y mejor escritos que la prosa de todos los historiadores y críticos revisionistas, es decir, contadores de la Historia al revés.
Otro ingenuo como Ridruejo, el poeta José Luis Tejada, sostuvo un tiempo que Antonio Machado, de no haber muerto en las circunstancias conocidas, habría acabado convirtiéndose a la fe de San Juan y Santa Teresa. Los casos de poetas que llegaron a sobrevivirse, como Rosales o Guillén por ejemplo, no nos autorizan a atribuir a otros una posible evolución parecida a título póstumo. Un poeta es su vida y es su obra y, como decía Rilke, cada cual tiene su propia muerte. Joaquín Romero Murube murió en el ocaso de su vida administrativa sin abdicar de las lealtades que lo mantuvieron en ella y, como no se engañaba, en más de una ocasión me anunció su propósito de retirarse de la escena tan pronto como, por ley de vida, cambiara el sistema y tuviéramos aquí –eran sus palabras- “un Adenauer de vía estrecha”.
Esas lealtades, al Caudillo y a Sevilla, no dejaron de proyectar su sombra sobre la carrera literaria de Joaquín Romero. Esta carrera él la sacrificó con gusto a cosas de más momento para él, pero es que además la una depuró a la otra. Me aclaro. La lealtad a Sevilla lo tuvo alejado de la Corte y al margen de sicofantes y aduladores, pero a la vez lo excluyó, no ya de las prebendas de la cultura oficial sino de los beneficios de la oficiosa.
Las únicas ciudades donde he podido ver estatuas de Carlos IV y de Fernando VII son México, La Habana y Manila, y eso, más las hiperbólicas alabanzas a Carlos II por parte de Sor Juana Inés de la Cruz, me inducen a pensar que la realeza gana con la distancia. Lo dicho de la realeza vale para el Poder político en general.