Los escombros

Un libro que le cuesta a su autor la pena capital merece, sin duda, ser leído; pero cuando esa obra no es un tratado filosófico o religioso, sino una memoria literaria y política con toques bravíos de sátira, se hace irresistible.

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Un libro que le cuesta a su autor la pena capital merece, sin duda, ser leído; pero cuando esa obra no es un tratado filosófico o religioso, sino una memoria literaria y política con toques bravíos de sátira, se hace irresistible la tentación de acudir al librero y comprar incontinenti un ejemplar. Eso nos sucede cuando abrimos una edición de Les décombres [Los escombros], publicada en 1942 por Lucien Rebatet (1903-1972) y sobre la que recae el dudoso título de ser el best-seller de la Ocupación, el mayor éxito editorial de los años oscuros de la Francia contemporánea y prueba utilizada contra él en su proceso de 1946.

¿Qué convierte a Les décombres en la obra maldita por excelencia de la literatura francesa? ¿Qué movió a los magistrados de la Depuración a hacer leer a su autor extractos del libro ante un público sediento de sangre? ¿Por qué Brasillach, Céline o Drieu La Rochelle han disfrutado de una posteridad que le ha sido negada a Rebatet? Hoy en día, al escritor de esta sátira se le conoce como el autor de la muy personal, indispensable y polémica Una historia de la música (no te la pierdas, lector, si te gusta la música clásica; hay edición española: Omega, Barcelona, 1997) y en muchísima menor medida como el novelista de Les deux étendards (1951), narración extensa, escrita en prisión con férrea voluntad de estilo, que se vende a precio de oro por los bouquinistes. Cualquier monografía sobre él que se salga del ámbito musicológico, excepto la del gran Pol Vandromme, reproduce ritualmente las mismas palabras claves en una letanía laica y progre: fascista, antisemita, colaboracionista, condenado a muerte, libelista, y un largo etcétera de adjetivos en –ista que si tienen como fin producir rechazo están pesimamente escogidos, pues es precisamente tanta prevención por parte de la censura de lo políticamente correcto lo que nos atrae de este maldito entre los malditos. Sólo Céline se le acerca, pero el autor de Viaje al fin de noche y de los tres panfletos antisemitas nunca fue condenado a muerte, aunque se le habría asesinado por las bravas de no haber saltado de un castillo a otro tras la Liberación. Por otro lado, el Céline de los años cincuenta arrasa en el mundo literario con sus tres últimas novelas y vence el muro de silencio y odio que lo rodeaba. Es lo que tiene ser un genio irreprimible. Sin embargo, el Rebatet que en los años de cárcel escribe su gran novela no consigue ningún éxito editorial y Les deux étendards sigue siendo un jardín cerrado para muchos, un paraíso abierto para pocos.

La vida de Rebatet es indefendible ante la biempensancia: fue uno de los redactores más combativos de Je suis partout, el periódico de referencia del fascismo francés, donde buena parte de los artículos antisemitas nacieron de su pluma. Pero no se quedó sólo en eso, también escribió en Le cri du peuple de Doriot y Devenir de las Waffen SS francesas. Todo esto contrasta con el apoliticismo de Céline, cuyo bagaje ideológico era caótico y contradictorio, y que no colaboró con un ocupante que no veía con buenos ojos su antisemitismo furibundo y abiertamente sanguinario (de hecho, fue censurado por los alemanes en el Reich). Rebatet, no. Fue coherentemente nazi y lo será hasta el final; su análisis de la cuestión judía es perfectamente compatible con el nacionalsocialista y su opción por Hitler y por la Colaboración más radical con Alemania era el resultado de una voluntad consecuente y premeditada, fruto de su concepción de Francia y de Europa. Hoy nos cuesta entender esa extraña aberración del juicio que es el antisemitismo; los pogromos industriales nazis han supuesto un corte en la percepción del judío en el imaginario occidental y las alambradas de Treblinka nos han enseñado el demoníaco poder de las caricaturas. Como muestra de lo que llevó a miles de personas a la deportación y la muerte, nada como leer Les décombres: los judíos forman una especie de demiurgo colectivo, un pueblo parásito, una quintaesencia de los peores vicios de la burguesía, que soborna o engaña a los franceses para que éstos hagan su guerra. La potencia satírica no oculta la injusticia y la inhumanidad de sus prejuicios, que no pueden obedecer a criterios racionales, aunque con ellos trate de disimularlos el autor. Ese odio, que tanta fuerza literaria despliega, expresa una evidente caída moral que nos repele tanto como nos engancha su prosa. Esta es la oscura fascinación de Les décombres, donde la condena ética se enfrenta a la brillantez artística.

Tampoco su comportamiento en la Depuración contribuyó a alimentar su leyenda. No optó por el suicidio, como Drieu. Ni por resignarse a ser asesinado jurídicamente, como Brasillach o Hérold-Paquis. Ni por huir y vivir a salto de mata, como Alphonse de Chateaubriant o Céline. Fue procesado y durante su juicio no se comportó de forma precisamente digna, sino que trató de salvar su pellejo de cualquier manera, en claro contraste con P-A Cousteau, su compañero en Je suis partout, que no se arredró ante los jueces, se mantuvo más altivo que don Rodrigo en la horca y lamentó ante el tribunal que Alemania hubiese perdido la guerra. Al leerse la condena de los dos a muerte, Rebatet no pudo sonreír frente los magistrados con el estoico desprecio de Cousteau.

Sin embargo, la fortuna sonrió a la pareja de Je suis partout; a diferencia de Brasillach, los dos reos fueron juzgados a finales de 1946, cuando la orgía de sangre del verano de 1944 y de la primera mitad de 1945 había pasado. Francia, en ese momento, se hallaba más preocupada por el ascenso del comunismo que por ajustar cuentas con los supervivientes de la Colaboración. Cousteau y Rebatet fueron indultados del paredón gracias a los escritores franceses, a quienes indignaba el que se condenara a muerte a los periodistas, mientras que los que habían hecho grandes negocios con los alemanes (como la construcción del Muro del Atlántico) o les habían servido en altos cargos de la Administración apenas eran molestados. A Rebatet se le rebajó la pena a cadena perpetua, pero fue amnistiado en 1949 y volvió a los dominios en los que destacó antes de la guerra: la crítica musical y la de cine, donde es uno de los clásicos del género.

¿Qué hace de Les décombres una obra con olor a azufre? Para el lector actual, sin duda, el virulento antisemitismo que impregna cada una de sus páginas. A nuestra sensibilidad no le deja de repeler y fascinar a la vez el vigor de esta literatura panfletaria y satírica, a la que la judeofobia de Rebatet da una fuerza demoníaca en cada adjetivo, en cada descripción, en cada anécdota. El odio potencia la narración hasta extremos rabelesianos, pero ahí nos encontramos con el gran atractivo del texto: una mezcla contradictoria del lenguaje callejero y vibrante de Céline, con resonancias de cuartel y barrio bajo, junto a una herencia del mejor clasicismo francés, de la visión implacable de un Stendhal. Calor y frío, pasiones resueltas en acerados insultos, situaciones dignas de Ubú Rey y toques vitriólicos que nos remontan al Swift de A Modest Proposal… si hay una obra que retrata el derrumbe de un país y de un régimen en un cataclismo imbécil, esa es Les décombres: la Tercera República queda al desnudo con todas sus taras. Y no sólo ella, el retrato homicida que hace de Maurras o de antiguos compañeros como Thierry Maulnier o Pierre Gaxotte no es menos ácido.

Vichy tampoco sale muy bien parado. Tan feroz es el cuadro que pinta de la corte de Pétain, ese mentidero de cien mil ecos, que la obra fue prohibida en la Zona Libre y su autor recibió las andanadas de la prensa del Estado Francés. En las páginas que dedica a su estancia en la ciudad balneario, Rebatet fustiga el attentisme y la anglofilia criptogaullista de los partidarios del Mariscal. Rebatet, como Drieu, Benoist-Méchin y Brasillach está por la integración francesa en la Europa de Hitler como aliada de la Gran Alemania, lo que en 1940 y 1941 era una posición bastante sensata, ya que se daba al Reich como vencedor del conflicto y Francia podía sacar un gran beneficio de su flota y sus colonias frente a los alemanes. Al leer Les décombres, se hace difícil justificar la leyenda negra de Vichy en la Francia de hoy. En 1942 y 1943, esto se pondrá de manifiesto cuando altos cargos civiles y militares del Mariscal se pasen a De Gaulle, no sin ciertas reticencias. Y eso que aquí tampoco tenemos que ocuparnos de casos como los de Juin, Giraud y De Lattre y todo lo que pasó entre Argel y Vichy en 1942. Les décombres es la denuncia de un colaboracionista sincero frente a las duplicidades de Pétain y sus seguidores. Si este libro sirvió como prueba inculpatoria contra su autor, también habría sido útil como pliego de descargo para los hombres del Estado Francés.

Como en la otra gran obra contemporánea que trata del desastre, La moisson du quarante de Benoist-Méchin, los mejor parados son los franceses de a pie, los biffins de la infantería, las víctimas del conflicto que salpimentan el libro con sus giros populares, sus acentos, su argot, su resignada ironía ante las calamidades que arrostran en esos días fatídicos. Forman todos ellos un contraste llamativo frente a los ineptos oficiales del servicio de inteligencia, los maníacos germanófobos de la Acción Francesa, los snobs reaccionarios de Vichy, los charlatanes corruptos de la III República, la Iglesia y los católicos republicanos como Mauriac y Maritain, sin olvidar a los periodistas vendidos de todos los colores. Es el pueblo francés el único que queda a salvo, porque como afirma Rebatet, si el ajedrecista se vuelve idiota, ¿diremos que son los peones los que han perdido la partida?  

Al final, el autor abandona Vichy y vuelve al París ocupado en busca de un ambiente más propicio. Ahí acaba Les décombres y de ahí arrancará esa continuación que termina en 1944 y sólo se publicó en 2015 por Laffont: L’inédit de Clairvaux , escrito en la cárcel y que en parte sirvió para la edición emasculada de 1976 de Las memorias de un fascista en dos tomos, el primero con Les décombres y el segundo con parte del Inédit. El Inédit es igual de interesante, pero menos energuménico, más clásico, escrito con resentimiento e impenitencia, es decir, con frialdad. Pese a todo lo pasado, Rebatet jamás entonó el mea culpa, salvo cuando tuvo que luchar ante el tribunal para salvar la propia piel. No fue un héroe, pero tampoco renegó de sus convicciones, que mantuvo hasta su muerte en 1972, maldito pero no olvidado.

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