Borges y la irreverencia argentina

El latinoamericanismo es un universalismo más para extrañarnos a nosotros de nosotros mismos por el nombre.

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A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en estas tierras se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no va mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país.”[1]
Así comienza Jorge Luis Borges su primer libro El tamaño de mi esperanza,de 1927. Después borró con el codo lo que escribió con la mano, pero como dijo Poncio Pilatos: lo escrito, escrito está.
El rescate y exaltación de lo criollo es la primera de nuestras pautas culturales, si es que pretendemos pensar con cabeza propia. Porque nosotros no somos ni tan europeos ni tan indios. Y eso expresa el término criollo, la simbiosis de dos cosmovisiones, la arribeña y la local, en una tercera con rasgos propios.
El criollo en todas sus expresiones: como gaucho, huaso, montubio, llanero, jíbaro, cholo, pila, charro, ladino, cowboy, etc., es el hombre original y originario que América ha dado al mundo. Nosotros somos el pueblo originario de América, mientras que los indios, mal llamados aborígenes- porque ellos también fueron inmigrantes en América- no fecundaron el continente sino, en el mejor de los casos vivieron una vida pegada a la naturaleza.
La inventiva es nuestra, la creación nos corresponde por derecho propio.
Y Borges de esto se da cuenta. Lo mismo que cuando nos habla de con qué nombre debemos designarnos y repite lo mismo que afirmó Joseph de Maistre para los europeos: he visto polacos, franceses, italianos, alemanes, españoles pero nunca un europeo… he visto colombianos, argentinos, mejicanos, brasileños pero nunca un latinoamericano.
El latinoamericanismo es un universalismo más para extrañarnos a nosotros de nosotros mismos por el nombre. Nosotros somos hispanocriollos, somos eurindios como decía Ricardo Rojas, somos simplemente americanos como decían San Martín y Bolivar, somos iberoamericanos como afirman los brasileños, pero nunca latinoamericanos. Categoría inventada por los franceses para curarse en salud y así poder intervenir en un continente que nunca les perteneció. Categoría luego usada por los norteamericanos para definirnos como latinos, y más tarde por la Iglesia y también por el marxismo y el progresismo actual. Esta guerra semántica la tenemos que dar porque nos bastardean con un nombre falso de toda falsedad. Ya lo dijo el gran poeta Leopoldo Marechal: no olvides que un nombre indica un destino. ¿Qué destino tenemos nosotros como latinos? Ninguno, porque lo latino no tiene ningún marco de pertenencia que no sea el Lacio. Es por ello que ningún italiano o descendiente de italianos, que se precie de tal, se denomina latino, salvo los que provienen del Lacio. Ellos se dicen napolitanos, calabreses, sicilianos, genoveces, piamonteses, pero nunca latinos.
En cuanto a la impronta argentina Borges ha sostenido que nosotros como los judíos, que actúan dentro de la cultura occidental pero no se sienten atados a ninguna devoción por ella, podemos manejar los tópicos europeos sin supervisiones ni preconceptos y con irreverencia, y allí radica nuestra fuerza y nuestra ubicación en el mundo.
La irreverencia argentina, para muchos fanfarronería o egolatría, es lo mejor que podemos dar y donde está anclada nuestra creatividad.
Ni que decir de la falsa tesis del mejicano Carlos Fuentes que nosotros venimos de los barcos y ellos de los aztecas. Buenos Aires fue fundada dos veces por Pedro de Mendoza la primera en 1536, que nos dejó los caballos y por Juan de Garay la segunda en 1580 donde hubo once españoles y cuarenta y cinco criollos, hijos de la tierra, entre los que se destacó nuestro lejano pariente Lázaro de Venialvo, quien encabezó, en el mismo año, la revolución de los mancebos que obligó a los españoles a retirarse de la ciudad. El viejo Lázaro fue derrotado y terminó descuartizado.
Por estas cosas, y otras muchas, es por lo que afirma Borges que Buenos Aires no es una ciudad, es un país.


[1] Borges, José Luis: El tamaño de mi esperanza, Delbolsillo, Buenos Aires, 2012, p.13

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