El gringo feliz

Y ahí estamos los dos: el viejo y cansado europeo, fúnebre con su memoria de cenizas, la capa de ozono, la inmigración y la crisis, con el crujir de los mundos y la Historia a cuestas, y el gringo feliz con camisa de flores y sonrisa ingenua.

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Estoy desayunando sentado en la terraza del hotel Convento de San Juan de Puerto Rico, en pleno casco viejo de la ciudad: un lugar centenario que, como el resto de la ciudad vieja, está lleno de entrañables referencias a España y lo español, en esta isla donde las palabras 
antigua madre patria tienen un sentido especial, pues entre muchas otras cosas -lengua, arquitectura, historia, memoria- son orgullosamente conservadas como referencia de identidad por la inmensa mayoría de los puertorriqueños. Anoche cené con mi amiga la profesora y novelista Mayra Santos-Febres en un pequeño restaurante del mercado, y sigo dándole vueltas, entre otras, a algo que ella dijo durante la conversación, y que debe entenderse en su contexto: «Desde que tuve un hijo varón sé lo que es tener miedo, porque en muchos lugares del mundo a los hombres los matan». Recuerdo eso mientras cavilo sobre hasta qué punto la vida confortable de cierta parte de la humanidad, la que llevamos los privilegiados, nos hace olvidar las zonas oscuras por las que discurre la azarosa vida del ser humano. Lo peligroso que es creernos, como sucede, a salvo de todo, civilizados para siempre, seguros de nosotros y nuestras leyes, mirando el horizonte con una sonrisa boba mientras hacemos posturitas y decimos te amo asomados a la proa del Titanic, en el que puede ser -siempre lo olvidamos o ignoramos- el último atardecer de nuestras vidas.
Estoy pensando en todo eso mientras me bebo el vaso de leche y doy mordiscos a la tostada de pan con mantequilla. Un español con memoria vieja en esta no menos vieja España transatlántica y caribeña; en esta colonia gringa trincada con cinismo y a base de soltar pasta, tras una invasión de hace más de un siglo en la que muchos puertorriqueños no lucharon contra los españoles, sino junto a los españoles contra los norteamericanos; y donde todavía, en algunos pueblos, los nombres de nuestros paisanos que los defendieron en 1898 son honrados como héroes locales. Pienso en eso, como digo, y en la Europa y en la España que los puertorriqueños actuales, no sin ingenuidad, miran todavía con un respeto y afecto que no tiene parangón en toda Hispanoamérica. Bebo mi leche, muerdo mi tostada, pienso en las monjas que habitaron este convento siglos atrás, recuerdo las palabras de Mayra en el restaurante -«¿Sabes por qué las negras somos tan cariñosas? Porque a nuestros hombres los vendían, iban y venían, y nunca sabías cuánto tiempo estarían a tu lado»-, y la cabeza se me llena de ideas complejas, de imperios y decadencias, de vidas y muertes, de afectos inmerecidos y de lealtades históricas, de la decepción que con frecuencia siente, o puede sentir, un hispano de América cuando viaja a España soñando encontrar las raíces de su vida, su cultura y su sangre, y encuentra el infame desparrame, la vileza insolidaria, la estólida cerrazón berroqueña que entre nosotros, españoles, incapaces de aprender de nuestras propias tragedias, con tanta frecuencia llega a rozar lo suicida o lo criminal. 
En ésas estoy, como cuento. Con una nube sombría dentro de la cabeza, cuando un grupo de norteamericanos viene a la terraza a desayunar. Desembarcaron anoche de un crucero y se alojan aquí. Uno de ellos, turista gringo que parece sacado de una película de parodia sobre turistas gringos, vestido con pantalón corto, sandalias, camisa de flores y sombrero de paja con una cinta I love Puerto Rico, ocupa la mesa de al lado. Es regordete, rubio pajizo, de tez sonrosada y ojos azules de expresión bondadosa. Llega, se sienta alrededor, mira los muros del antiguo claustro del convento, responde sonriente a las preguntas del camarero sobre lo que desea desayunar, abre sobre la mesa un folleto turístico de la ciudad, mira de nuevo alrededor como para comprobar si el lugar corresponde a lo escrito, alza los ojos hacia el cielo azul luminoso, y al fin, bajando hasta mí la mirada, me dedica una sonrisa ancha, bondadosa, feliz, y luego me dice «Beautitul day» con una espontánea familiaridad que desarma. Con un candor tal que se me atraganta la tostada en el gaznate. Y ahí estamos los dos: el viejo y cansado europeo, fúnebre con su memoria de cenizas, la capa de ozono, la inmigración y la crisis, con el crujir de los mundos y la Historia a cuestas, y el gringo feliz con camisa de flores y sonrisa ingenua que, en el patio de este lugar antiguo poblado de fantasmas, lo que ve es un hotel bonito y un maravilloso día. Cuatrocientos años de crucero al sol caribeño, bailando Macarena, contra tres mil de sombras, pérdidas y remordimientos. Y noto que me reconcome la envidia. Beautiful day, dice. El hijoputa.
(c) XLSemanal

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