David Rockefeller: la cruzada mundial de la banca-imperio

«La soberanía supranacional de una élite intelectual y de unos banqueros mundiales es preferible a la autodeterminación nacional practicada en los siglos pasados» (David Rockefeller, 1991).

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En la casa donde creció David Rockefeller (Nueva York, 1915), cada noche sus padres cenaban vestidos de gala. Alrededor, una nube de sirvientes, amas de llaves y enfermeras. David es nieto de la mayor fortuna que ha visto la historia, forjada con turbios monopolios de petróleo siempre meses por delante de la regulación política. Las biografías de los Rockefeller y sus menciones oficiales insisten en la palabra “filantropía”, que describe gestos estratégicos para limpiar el rastro de combustible del apellido familiar y evocar una fortuna sin víctimas, abundancia de guante blanco. La religión ha servido para justificar un patrimonio bendito de las alturas. “Dios me dio mi dinero”, dijo John Jr. –hijo único del Rockefeller original, padre de David y sus cinco hermanos– y nunca más habló ante un micrófono.
 
David Rockefeller, el menor de la familia en su burbuja de niño rico, se entusiasmó con los escarabajos. Tuvo una colección digna de un museo, más cara que la de algunos de ellos, pero su pasión se truncó por la responsabilidad que trae el dinero. Convirtió su vida en un sacrificio monacal de loa al capital, y fue un asceta devoto que predicó por el mundo la doctrina del papel moneda. Cuando su hermano Nelson se divorció para casarse con una segunda mujer, su admiración infantil de décadas sufrió un desengaño irreparable. Abismal, para quien la vida es abnegación.
 
David se graduó en Harvard sin destacar en nada y estudió en Londres y Chicago. Se casó con 25 años y se alistó en el Ejército a regañadientes, por imposición de su madre, con 26. Su periplo militar por Noráfrica y Francia en la Segunda Guerra Mundial será excusa para futuras condecoraciones. Tras la guerra llegó a la banca, que fue su sacerdocio del valor y la gestión. Aterrizó en el Chase National Bank, dominado por su familia, y se forjó una trayectoria de ascenso por méritos, donde disputó su hegemonía con directivos que sí habían partido de la nada. Tres años después ya era vicepresidente. En los cincuenta, supervisó la propagación del banco por Latinoamerica. Cuando el Chase se fusionó con el Manhattan, se encargó del departamento de Expansión. A la siguiente fusión, que formó el Chase Manhattan definitivamente, David ya era el presidente. Muy respetado en el negocio, no por su competición entre rivales, sino por su habilidad para multiplicar la influencia de los bancos en la vida ciudadana.
 
Cuando sobrevuela Manhattan, reconoce en su perfil el Xanadú de hierro y cristal que concibió junto a su padre. Rockefeller convirtió Nueva York en el centro neurálgico de las finanzas, en la meca del imperio de los bancos. El proyecto de 550 manzanas que configuró el actual Downtown fue un centro magnético de sedes centrales, con el remate de las torres de comercio que cayeron con el siglo XXI y la ubicación de Naciones Unidas en un emplazamiento ofrecido personalmente.
 
Los números no hacen justicia al poder atesorado por Rockefeller, que modeló la figura de banquero-hombre de Estado donde las inversiones buscaban fines políticos y diplomáticos más extensos que, a su vez, traerían en la resaca del oleaje mayores beneficios aún. Su nombre está asociado a una larga lista de congresos, grupos y reuniones. Estuvo presente en la creación de los lobbies más importantes de nuestra era: el Club Bilderberg, la Comisión Trilateral y el Consejo de Relaciones Exteriores. Como escribió D. Brooks en el New York Times, su capacidad para soportar el tedio no tiene parangón en la historia conocida.
 
En esos grupos estableció su proyecto, que se acuñó como Nuevo Orden Mundial:
 
«La soberanía supranacional de una élite intelectual y de unos banqueros mundiales es algo preferible a la autodeterminación nacional practicada en los siglos pasados», según sus palabras en 1991. En esa fe religiosa donde estar arriba es voluntad divina, Rockefeller siempre fue leal a sus amigos. Daban igual las correrías de los shahs, los dictadores o las purgas, porque eran nimiedades que ocurrían lejos de los palacios. El sacrificio en nombre del dinero trae implícita la renuncia a los derechos en nombre del beneficio, y ninguna asociación humanitaria ha podido seducir jamás a Rockefeller para pensar lo contrario. El poder conlleva una responsabilidad que solo se practica en los pasillos de la élite.
David Rockefeller se ve a sí mismo como el motor del cambio, el arcángel de la nueva era. Por el contrario, el resto del mundo le ve como una fuerza inmovilizadora, el gestor que ante cualquier asomo de transformación optará por ayudar al malo conocido. Su vida abarca un siglo de transformación del mundo, de colonización con el dinero como arma principal, de vueltas y vueltas al planeta para nuevas extensiones, nuevos conflictos supervisados, nuevos acuerdos tediosos, nuevas inacabables reuniones con botellas de agua recién abiertas, nuevos logros en su visión global del dinero como intermediario del ser superior.
 

Mucha gente desea su muerte porque tuvo la ocurrencia de decir qué donaciones tenía preparadas para su fallecimiento. Ahora organizaciones con las cuentas devastadas se mantienen solo por esa prometida lluvia de millones a la vuelta de la esquela. Será el último gesto para el hombre que hizo de la donación a fondo perdido la máscara de su imperio del beneficio. Hoy ya ronda el centenar de años y a saber cuál de sus seis hijos adoptará su capacidad para el tedio, su idealismo de sacrificio y su fe en los tipos de cambio para seguir inflando el imperio del valor añadido. 

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