Podemos, o la izquierda borrica

Pablito Iglesias quiere partirnos la cara so pretexto de "justicia proletaria"

A Pablito Iglesias le gustaría ser el cerebro que, como un nuevo Lenin, venga a dotar a los parias de la tierra de un discurso redentor. Pero sus parias no quieren un discurso, sino una liberación de rencor bruto.

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Podemos no se parece tanto al viejo PCE como a la aún más vetusta y atávica CNT, la cepa del anarquismo español, aquella formidable colección de utópicos carniceros.
A ellos les gustaría verse como el PCE de los años heroicos: un compacto y disciplinado bloque de lucidez implacable, armado con el fanatismo de saberse vanguardia del proletariado. Pero uno ve a sus bases, lee las declaraciones de sus dirigentes, escucha los comentarios de sus militantes y constata que Podemos no se parece tanto al viejo PCE como a la aún más vetusta y atávica CNT, la cepa del anarquismo español, aquella formidable colección de utópicos carniceros que chapoteaba en sangre –propia y sobre todo ajena- mientras declamaba poemas a las florecillas del campo. Podemos no es la izquierda científica; Podemos es la izquierda borrica.

Una vieja historia

 

En España siempre ha habido una izquierda obtusa, bruta, borrica, cerril. Una izquierda del instinto, la hoguera y el tiro a bocajarro. Los liberales que quemaban conventos y mataban frailes en el Madrid de 1834 –y el año siguiente en Barcelona y Zaragoza-, los chalados del cantonalismo de la I República, los anarcosindicalistas de la Restauración, etc. Los gorros y las banderas son distintos, pero la pasión es siempre la misma. Son gente que no construirá nunca un Estado, ni falta que les hace: lo suyo es romper lo que hay para dar rienda suelta a un instinto destructor, a un resentimiento que anida en lo más hondo del alma. De nada sirve discutir de ideas con ellos: la ideología, en su caso, sólo es la cobertura retórica de un pathos nihilista.
Por eso, también, están dispuestos a creerse cualquier fabula siempre y cuando avive el fuego. Ayer eran las monjas que envenenaban caramelos para matar a niños proletarios y hoy son los policías que meten droga en el País Vasco para corromper a la sana juventud abertzale. En los primeros años 80, una conspicua dama del PCE madrileño trató de convencerme de que el exponencial aumento de la delincuencia que vivía España no se debía a la excarcelación de presos preventivos ordenada por el ministro socialista Ledesma, sino a que unos señores de Fuerza Nueva muy ricos y muy malos pagaban a los gitanos (sic) para que cometieran delitos y, así, desestabilizar al Gobierno del PSOE. Lo más triste es que, probablemente, aquella dama estaba convencida de que semejante disparate era verdad, igual que los muchachos de Podemos se tragan hoy la historia de la policía narcotraficante en Euskal Herria y cualquier otra matraca. El rencor provoca alucinaciones. Esta veta del temperamento nacional despierta cuando las cosas se tuercen hasta el punto de la desesperanza. Por ejemplo, hoy. 

Metafísica del rencor

 

Decía el venerable Vilfredo Pareto que detrás de cada idea hay un instinto, y que las ideologías (políticas) no son sino construcciones racionales elaboradas a partir de sentimientos instintivos, primarios, irracionales. Cuanto más vehemente es el instinto y más primaria la construcción racional, más se ve el hueso del sentimiento bajo el ropaje de las ideas. En el caso de la izquierda, esa pulsión instintiva suele ser el rencor, el resentimiento (justificado o no) de los “parias de la tierra”, y su ideología se manifiesta habitualmente como voluntad de redención universal, tanto más utópica cuanto más primitiva. Como el género humano tiende a no dejarse redimir, el redentor traduce su resentimiento en violencia desatada, y ahí nos caben buena parte de las grandes matanzas que el mundo ha conocido.
Toda la Historia de las Ideas está salpicada por corrientes de este tipo, desde la Liga de los Elegidos de Tomás Müntzer hasta los jemeres rojos de Pol Pot pasando por los jacobinos de “la Terreur”. El anarquismo español, que tintó en sangre nuestra Historia desde finales del XIX hasta los años 30 del XX, forma parte de la siniestra cofradía. Vale la pena recordar cómo era aquella gente: idealista, utópica, fanática, y paralelamente sanguinaria, criminal, salvaje. Todas las grandes figuras del anarquismo –Durruti, Ascaso, García Oliver, etc.- son ante todo homicidas con buena conciencia: el resentimiento (instinto) les lleva a matar y la revolución (la ideología) les procura un bálsamo reparador. Es el mismo mecanismo psicológico por el que Pablito Iglesias (pongámosle el diminutivo para distinguirlo del homónimo precedente) quiere partirnos a todos la cara so pretexto de “justicia proletaria”. El muchacho sabe lo que su público quiere. Todo un programa de regeneración democrática, ¿verdad?
Un rasgo característico de estas ideologías del “santo rencor” es que no admiten refutación intelectual. Quiero decir: claro que es posible refutarlas, pero se trata de un ejercicio inútil porque el militante no actúa por ideología, sino por instinto, y con los instintos no se puede discutir. Sobre este patrón mental el marxismo añadió una pretensión científica superior: se trataba de alumbrar una filosofía positiva invencible, y ahí radicó su vigor hasta que tal filosofía se mostró falsa. Pero el anarquista se mueve por potencias telúricas, más profundas: en realidad le importa un bledo que su ideología esté equivocada, que sea irrealizable –por ejemplo, que su programa económico resulte inviable- o venga construida sobre errores de base. Para él la ideología sólo es un relato –cuanto más simple, mejor- que le provee de una armadura racional en la que envolver la fuerza del resentimiento. Por eso es inmune al choque con la realidad. Y cuando la realidad le decepciona, no duda: la suprime. Dostoievski ejemplifica este mecanismo psicológico en el Schatov de “Los demonios”: Schatov tiene tan alto concepto del género humano que cuando un hombre de carne y hueso se muestra como es –débil, voluble, frágil, mezquino- no duda en abofetearle en público. A la realidad hay que violarla hasta que se adapte a la idea. Y si no, se la extermina. 

“La bárbara robustez del instinto”

 

A Pablito Iglesias le gustaría ser el cerebro que, como un nuevo Lenin, venga a dotar a los parias de la tierra de un discurso redentor. Por desgracia para él (y para todos), sus parias no quieren un discurso, sino una liberación de rencor bruto. A lo mejor conviene recordar a los líderes de Podemos cuál fue el destino de Manuel Azaña, aquel imprudente que, enaltecido en su soberbia, soñó con ser la “inteligencia” que otorgara un sentido a los “brazos del hombre natural, en la bárbara robustez de su instinto elevado a la tercera potencia a fuerza de injusticias”, según decía el pobre diablo en sus discursos del Ateneo en noviembre de 1930. Al final, como es sabido, los “brazos del hombre natural” pasaron de cualquier inteligencia y se dedicaron a hacer la revolución por su cuenta, convirtiendo la II República en un trágico disparate y reduciendo al propio Azaña al grotesco papel de una amarga marioneta.
Iglesias lo sabe, claro, y por eso insiste en imponer una especie de ciberleninismo –lo dice Antonio Elorza, que algo sabe del asunto– sobre esas bases borricas y cerriles que la crisis del capitalismo global le ha puesto en las manos. Todo será inútil: el temperamento posmoderno, tan individualista, tan narcisista, tan hedonista, tan volátil, se adapta mal a las exigencias disciplinarias. Por el contrario, se siente comodísimo en la protesta que se agota en sí misma, en el ombliguismo de la contestación, en el onanismo infantil del anarquismo. Por eso Podemos nunca será un partido de gobierno. Pero, por el camino, podrá fácilmente seducir a un 20% de la población dispuesta a convertir su resentimiento vital en potencia destructiva. Y a su paso sólo dejará cenizas.

© La Gaceta

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