Mi mundo de ayer

Estremece pensar que alguien pueda estar ahora escribiendo o preparándose para escribir un libro como "El mundo de ayer" referido a España.

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El mundo de ayer es uno de los libros más bellos y desgarrados que he leído. Va sobre la Europa de principios del siglo XX, en concreto sobre el imperio Austrohúngaro, meticulosamente troceado tras la Primera Guerra Mundial por haberla perdido, claro, y gracias a los insidiosos catorce puntos del presidente Wilson. En ellos, so capa de la libertad de pueblos, naciones y nacionalidades, se buscaba lo que se consiguió, despiezar a Alemania y Austro-Hungría, por claro consejo y guía de Inglaterra y Francia, con la increíble idea de que así se iba a terminar para siempre con la guerra en Europa, cosa que, como todo el mundo sabe, resultó absolutamente cierta pocos años más tarde.

El autor de la referida obra es Stefan Zweig, gran escritor, magnífico biógrafo de vidas propias y ajenas, e historiador más bien flojito si uno se atiene a los datos al respecto en el libro. Zweig, que se suicidó junto su joven esposa en Petrópolis, Brasil, en 1942, quizá se hubiera perdonado la vida de haber esperado un poco y haber visto el declive de lo que él contemplaba como imparable avance del ejército alemán, y que tal parecía. Si hubiese aguantado hasta fin de año, Zweig habría leído con optimismo sobre el desembarco aliado en África, el declinar de la estrella de Rommel, y por supuesto el cerco y captura del ejército de Paulus en Stalingrado.

Pero El mundo de ayer es algo más que un libro de memorias trufadas con aconteceres dentro del complicado imperio Austrohúngaro. De entrada, el lector debe saber que, salvando el Imperio Otomano en su apogeo, la edad moderna no ha conocido un país o conjunto de países tan variado en lenguas, etnias, religiones y plasmaciones políticas y administrativas. Y sin embargo, mal que bien, funcionaba, los húngaros estaban consiguiendo que su dieta (asamblea de gobierno) se igualase con la de la cercana Viena, las regiones y minorías checas, moravas, italianas, rutenas, eslovacas, eslovenas, rumanas y polacas tenían representatividad en el parlamento vienés, y aunque ciertamente habían sido algunas de ellas naciones y estados en su tiempo, hacía más de siglo y medio que la llamada monarquía dual era el territorio mayor y más poblado de Europa Occidental, y uno de los más cultos y permisivos con otras minorías de pensamiento como musulmanes o sobre todo judíos, dentro de las cíclicas persecuciones o extrañamientos que de vez en cuando se daban por toda Europa Oriental.

Todo esto viene porque, acompañado de mi futura viuda, acabo de hacer un largo viaje en tren por lo que fue dicho imperio, visitando las capitales más señeras, y no descuidando la zona tranascarpática norte, la Galizia polaca, parte también de la monarquía dual hasta 1918. Hemos ido solos, inevitablemente ligeros de equipaje, bajando y subiendo donde veíamos oportuno, sin previa búsqueda de hotel que constriñera el movimiento. Y se acaba encontrando hotel, algunos medianitos, otros buenos, otros abominables. Pero se encuentran. Ni que decir tiene que el inglés, ese nuevo latín, ha sido instrumento imprescindible para entender a personas e indicaciones escritas en estaciones y lugares.

La sensación general ha sido muy positiva en cuanto visitar sitios y hablar, poco, con los naturales. Pero sabiendo lo que todo aquello había constituido, la de muertos que costó desbaratarlo, la pregunta es: ¿era necesario? Esas nacioncillas como hoy Eslovaquia, con una capital antipática, provinciana y pequeña que solo el majestuoso Danubio consigue dignificar, ¿precisaban tales dosis de autogobierno? ¿O como Yugoslavia, para llegar a un equilibrio vulnerable que tiene que medio recomponerse con los dictados de Bruselas y de la OTAN?

Quiero decir que la monarquía Austro-Húngara, o la república federal en que hubiera derivado, sería indudablemente hoy un estado federal más en Europa, y uno de los más importantes, haciendo pivotar la política del continente mucho más hacia la zona húngaro-germánica de lo que gracias a Alemania es hoy día. Pero, qué inocencia la mía, cuando es justo por eso por lo que Francia e Inglaterra declararon la guerra a los Imperios Centrales, como si Serbia les quitara el sueño a Londres y París en julio de 1914…

Pensando en esa unidad rota pasea uno con inevitable nostalgia por Praga, alzando la cabeza para no ver ni escuchar a las harkas de turistas, sobre todo españolitos hablando de precios. Uno ve entonces la Praga modernista, la gran Praga, toda ella del tiempo de Austro-Hungría, no se olvide. Kafka, el gran checo, escribió su obra en alemán, por cierto.

Lo mismo en Budapest y Viena, donde toda la monumentalidad de la que se vive ahora es de cuando eran un país, más o menos unido pero con innegable impulso común, y con prestigio en el mundo.

¿Y qué decir de la referida y provinciana Bratislava, capitalita de un estadito llamado Eslovaquia, y que tiene junto a su reconstruido Exin castillo un monumento a María Teresa de Austria, porque en el siglo XVIII les renovó dicho edificio en lo alto del cerro en que se encuentra? No sería imposible ni ilegal que, siguiendo la línea wilsoniana del derecho de los pueblos, ahora Moravia se separara de Chequia, y con capital en la industrial Brno, y Olomouc como praguita barroca, se constituyera en república aparte. Por separarse que no quede… ¡Es tan fácil destruir y tan difícil construir, y no solo en cuanto a las personas sino en lo colectivo!

Circunvalando a pie el castillo de Buda, di con una gran lápida que recuerda la gesta de trescientos españoles –otra vez otros “trescientos” por la puerta grande de la Historia– que ayudaron a la reconquista de ciudad en 1686 contra los otomanos, quienes sólo tres años antes habían estado a punto de tomar Viena en el más feroz y famoso de sus asedios. Pero, ¿quién sabe de eso ahora? ¿Quién admira el escudo de la República Española junto al de los Reyes Católicos en la lápida, puesta en 1934, rememorando aquellos tiempos de cuándo éramos los mejores?

Estremece pensar que alguien pueda estar ahora escribiendo o preparándose para escribir un libro como El mundo de ayer referido a España. Y sin embargo no es nada imposible. Cierto que los pueblos mutan, los imperios surgen y desaparecen, y la voluntad de un grupo puede y suele salirse con la suya si no hay frente a él otra voluntad al menos pareja en decisión y fuerza. Pero es triste pensar que dentro de decenios, o quizá sólo años, y por la desidia y cobardía de nuestros dirigentes nacionales, el viajero pueda extasiarse ante lugares que fueron de todos y acaben siendo acaparados, monopolizados por un grupo que sin duda se arrogará el protagonismo de su erección. Hay, por desgracia, demasiados signos que apuntan a esa debacle. Y cuando ya sea irreversible, si es que llega, de nada servirán las lágrimas ni la nostalgia. Sólo nos quedará el remordimiento, a quien le quede, de no haber sabido ser como los trescientos españoles que fueron a morir a Budapest por una patria que estaba mucho más allá de sus fronteras y que, sin embargo, supieron hacer arrolladoramente suya.

El autor ante la lápida en honor de "Los Trescientos" (españoles) de Budapest

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