La crisis y lo sagrado

Lo que está en cuestión, no es el capitalismo financiero; ni siquiera es el capitalismo sin más, y tampoco es el mercado, regulado o no, especulativo al alza o a la baja. Lo que en este momento está en cuestión es algo mucho más fundamental: es el lugar de la economía tanto en nuestras vidas individuales como en el funcionamiento de nuestras sociedades.

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Cómo muchos, encuentro la arrogancia de los economistas insoportable. (…) Actúan y hablan como si ellos tuvieran el monopolio sobre lo que se ha llegado a llamar “la crisis”. Todo pasa como si ellos solos- apoyados por “políticos” que no son más que especies de economistas aplicados – tuvieran el derecho de formular prescripciones sobre la supuesta manera de “salir de la crisis”. No quieren darse cuenta de que su miopía constitutiva sobre los asuntos humanos es un factor causal del desorden del mundo.
Lo que está en cuestión, no es el capitalismo financiero; ni siquiera es el capitalismo  sin más, y tampoco es el mercado, regulado o no, especulativo al alza o a la baja. Lo que en este momento está en cuestión es algo mucho más fundamental: es el lugar de la economía tanto en nuestras vidas individuales como en el funcionamiento de nuestras sociedades. Este lugar es inmenso, totalmente desproporcionado y parte del problema es que lo encontramos normal. La economía tiende a invadir el mundo y a ocupar todos nuestros pensamientos. Por supuesto, ella es perfectamente incapaz de desvelar el sentido de este fenómeno masivo y extraordinario: no se puede ser juez y partido. Sólo una mirada alejada, que hubiera logrado desprenderse de la economía, pudiera asombrarse de lo que parece evidente y banal al ciudadano moderno, metamorfoseado integralmente -aunque sea a sus espaldas– en homo oeconomicus.
Mis investigaciones en filosofía de la economía durante los treinta últimos años están guiadas por mi convicción de que, si uno quiere entender la economía, la tiene que analizar con las categorías de lo religioso. Más precisamente, la economía ocupa el lugar dejado vacío por el proceso de desacralización del mundo que caracteriza la modernidad. Es en ésta perspectiva larga que hay que inscribir el momento actual.
 
Violencia y economía
La crisis actual hizo añico uno de los pilares de la teoría económica: el concepto de incitación.
Explicación:
I. Justificación del concepto de incitación por los economistas
 Muy pocos teóricos liberales creen en la justicia de las sanciones del mercado. La mayoría de ellos, empezando por John Rawls, el autor de la Teoría de la justicia[1], afirman que no son ni justas ni injustas, calificativos que, según ellos, carecen de sentido aquí. Insisten en que las valorizaciones efectuadas por el mercado están indiferentes al mérito, al valor moral o a las necesidades de los agentes. Nos invitan, por ejemplo, a imaginar un médico “merecedor”  que se mata trabajando, pero que no prospera porqué es  incompetente en algo – quizás en contabilidad. Acaba siendo barrido por la competencia. ¿Es injusto? La justicia no tiene nada que ver aquí, nos siguen explicando. Las reglas son las mismas para todos, el proceso es anónimo, sin intención, sin sujeto. La sanción del mercado, según los economistas, incita a los agentes sin éxito a cambiar de actividades.
II. La crisis revela la disyuntiva entre las acciones de los agentes económicos y las supuestas “sanciones del mercado”
Los mismos teóricos pretenden que, entre las acciones de los agentes económicos y las sanciones del mercado, existe una liga lógica. Es precisamente la incitación, es decir la relación entre agentes económicas y sanciones del mercado que supuestamente incita a aquellos a hacer opciones razonables. Entretejidas con las opciones de los otros, contribuirían al bien común. Volviendo a la fábula del médico incompetente, argumentan que su fracaso lo incitará a cambiar de profesión y, descubriendo sus verdaderos talentos, los pondrá al servicio de sus intereses propios y, con ello, al servicio de los demás. Es precisamente esa liga inteligible entre lo que uno hace y la respuesta del mercado que la crisis ha destruido. Más que eso: ha demostrado su carácter ilusorio. Todo ocurre ahora como si los agentes económicos fueran títeres sometidos a los caprichos de divinidades escondidas. Ésta crisis es una crisis de pérdida de sentido. El desamparo que provoca es total.
La violencia inherente de la economía no es un descubrimiento reciente. En tanto a su variante capitalista, la demostración de Marx, con sus análisis de la alienación y de la explotación, es más válida que nunca. En lo que se refiere a la variante soviética de la violencia económica, la historia del siglo XX ilustra su horror.
Los mayores economistas liberales ya habían reconocido, a su manera, que la economía es nefasta, tóxica y brutal. Adán Smith, por ejemplo, decía que es la fuente de la “corrupción de los sentimientos morales”. Por su parte, John Maynard Keynes analizó los mecanismos que pueden llevar la economía a congelarse en estados nocivos para todos los actores, como cuando el desempleo y la ausencia de oportunidades se refuerzan mutuamente en vez de favorecer  un retorno al equilibrio de pleno empleo.
Las críticas más recientes a la economía no tienen menos vigor y pertinencia. La escuela de Fráncfort, la crítica de Illich, la ecología política, la de los “hijos de Heidegger” (Hannah Arendt, Günther Anders, Hans Jonas), elucidaron distintos aspectos de la violencia de la economía. Todo eso ha sido bien documentado y debatido.
Abordaré ahora un tema que ha permanecido en la sombra de esas críticas.
 
La economía nos protege de nuestra propia violencia
Algunos pensadores argumentaron que la economía es el único medio que queda a las sociedades en vía de desacralización para contener la violencia de los hombres. Lo extraordinario es que los argumentos que aducen para justificar esta tesis son los mismos que los críticos de la economía invocan para condenarla. El historiador de la economía Albert Hirschman tiene el gran mérito de haberlo mostrado en su libro The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before its Triumph [2]. Lo que expone en este libro, es el destino, el auge y el declive de la idea siguiente:
El comportamiento económico, entendido como la persecución privada de la mayor ganancia material, es un remedio a las pasiones que empujan a los hombres a la desmedida, a la discordia y a la destrucción mutua.
En una sociedad en crisis, desgarrada por las guerras y la guerra civil, desprovista de la instancia reguladora que era la religión, la idea que la economía pudiera contener  las pasiones hubiera nacido, según Hirschman, de la búsqueda de un sustituto a lo sagrado, capaz, como él, de disciplinar los comportamientos individuales y de evitar la descomposición colectiva. Ironía de la historia: como lo escribe Hirschman, “el capitalismo ha sido alabado por cumplir aquello mismo que le será reprochado como su peor característica” [3]. Se trata de la “unidimensionalización” de los seres, reducidos a su capacidad  de cálculo económico, a su aislamiento, al empobrecimiento de sus relaciones, a la previsibilidad de sus comportamientos, en breve a todo lo que hoy se describe como la alienación de las personas en la sociedad capitalista. Hubo una época en la que lo que hoy calificamos de alienación se concebía positivamente, como lo único que podía poner fin a la lucha sangrienta e irrisoria de los hombres por la grandeza, el poder y el reconocimiento. La indiferencia recíproca y el confinamiento egoísta al dominio privado eran los remedios imaginados contra el contagio de las pasiones violentas. Los autores que Hirschman moviliza en apoyo a su tesis son Montesquieu y ciertos miembros de la Ilustración escocesa, como James Steuart y David Hume.
Llegados a este punto del análisis –y suponiendo que no tengamos nuestra propias convicciones-, no sabemos a cuál de esas dos tesis opuestas dar fe. ¿Es la economía la violencia, como lo afirma una tradición que va de Marx a la crítica contemporánea del capitalismo? O, ¿es la economía un remedio contra la violencia, como lo piensan los miembros de la tradición liberal? ¿Es el remedio, o es el veneno?
 
La economía y lo sagrado
Hace treinta años, mis reflexiones no lograban rebasar ésta contradicción, hasta que vislumbré una manera de rebasarla en la antropología de la violencia y de lo sagrado de René Girard[4]. Lo que identifiqué en ella era la misma estructura, pero en forma de paradoja: la violencia se pone a distancia de si misma mediante lo sagrado, para auto-asimilarse. En términos bíblicos: “Satán expulsa a Satán”.
Lo que hace Girard, es reanudar el hilo con una larga tradición de antropología religiosa interrumpida por la segunda guerra mundial y, luego, por decenios de estructuralismo y post-estructuralismo “desconstructivista”. Eso le permite volver a plantear de manera absolutamente novedosa la cuestión del origen de la cultura. Como para Durkheim, Mauss, Freud, Frazer, Hocart y otros teóricos de la sociedad, para Girard, esta pregunta es inseparable de la cuestión del origen de lo sagrado. Su hipótesis consistió en postular que lo sagrado resulta de un mecanismo de auto-exteriorización de la violencia de los hombres. Mediante éste mecanismo, la violencia se proyecta fuera del dominio de la voluntad humana bajo la forma de prácticas rituales, de sistemas de reglas, de prohibiciones y de obligaciones y logra así contenerse a si misma. Lo sagrado sería así la “buena” violencia institucionalizada, capaz de imponer reglas a la “mala” violencia anárquica que, aparentemente – y sólo aparentemente – es su contrario.
El movimiento de desacralización del mundo que constituye lo que llamamos la modernidad está marcado por un saber que se inmiscuye progresivamente en la historia humana. Esta saber se manifiesta primero como una duda: ¿y si la buena y la mala violencia fueran la misma cosa? ¿Si, en el fondo, no hubiera diferencia? Y, ¿cómo esta duda- más que este saber – nos ocurrió? La respuesta de Girard es bien conocida: esas “cosas ocultas desde la fundación del mundo” han sido reveladas por la Pasión de Cristo y las narraciones e interpretaciones de ella por el Nuevo Testamento.
Sin embargo, no es esta hipótesis sobrecogedora lo que yo quisiera discutir aquí, sino la cuestión que la antropología girardiana abre pero no resuelve. El trabajo de la Revelación destruye progresivamente la eficacia de los sistemas sacrificiales y nos volvemos a enfrentar a nuestra propia violencia sin la contención de lo sagrado. Tal es la mala jugada del cristianismo, razón por la cual pareció tan peligroso a espíritus como el de Maquiavelo. ¿Cómo explicar entonces que la humanidad no haya – o no haya aún – sufrido la suerte que fue probablemente la de innumerables colectivos a lo largo de la historia: el aniquilamiento total (…) por la violencia intestina?
En un libro escrito hace más de treinta años con el filósofo canadiense Paul Dumouchel, contesté que la economía es la continuación de lo sagrado por otros medios. Como lo sagrado, la economía detiene y contiene la violencia por la violencia. Mediante la economía – como mediante lo sagrado – la violencia de los hombres se sitúa a distancia de si misma para autorregularse. Es la razón por la que, como lo escribió Hegel, la economía es “la forma esencial del mundo moderno”, un mundo en extremo peligro a causa del crepúsculo de los dioses.
Me parece que es en éste marco que hay que pensar la crisis para descubrir su sentido[5]. Hoy, todo pasa como si la economía hubiera, después de lo sagrado, perdido la capacidad de contener la violencia en los dos sentidos de la palabra. Por ello, la economía se torna pura violencia.
 
Cuando la economía contenía la violencia
En el corazón de la economía está lo que llamé la exteriorización de los terceros. Ésta figura es concomitante del debilitamiento general del sistema de prohibiciones y obligaciones de solidaridad. La revelación de la arbitrariedad de la violencia sacrificial y el debilitamiento concomitante de los sistemas de prohibiciones y obligaciones que dependen de ella se pueden atribuir a la influencia del cristianismo. A causa de la desolidarización de la comunidad, ya no puede producirse la crisis sacrificial, es decir la polarización (…) de las rivalidades miméticas que desembocaba en la persecución de una víctima única. Los hombres son más que nunca fascinados por sus dobles, que odian abiertamente y veneran secretamente, pero esas rivalidades no abrasan la totalidad del espacio social. Los terceros son individuos  tan implicados en sus propias fascinaciones que se sienten exteriores a las rivalidades de los otros. No toman partido  y ven demasiado bien la verdad sobre la violencia, a saber su reciprocidad: nada separa los violentos, sino su odio. Eso, los violentos lo ven en todos los otros, pero jamás en ellos mismos.
En la sociedad dominada por la economía, los hombres son terceros mutuamente exteriores. Como todos se sustraen a sus obligaciones de solidaridad por seguir sus fascinaciones,  dan la espalda a los vencidos de los antagonismos de los otros. El orden económico es la construcción social de la indiferencia a las desgracias de los demás. En este orden, no son las relaciones entre rivales que son vectores de las mayores violencias, sino las relaciones entre cada individuo y los otros, es decir las relaciones entre terceros. Es la negativa a sostener a los perdedores que sanciona el fracaso de los terceros y, más que los golpes de los vencedores, transforma éste en una verdadera muerte social y, a veces, física. Hemos analizado en éstos términos la revolución industrial del siglo XVIII en Inglaterra y el arreglo resultante de los bienes raíces.  Es en ésta época que surgió por primera vez la pregunta que está siempre entre nosotros: “pero, ¿de donde vienen los míseros, mientras la riqueza no deja de  aumentar?”
Los “excluidos” de la sociedad económica no son para nada víctimas sacrificiales, porque, lejos de ser el foco de la fascinación general, mueren de la indiferencia de todos.  Oigo una objeción a mi argumento: ¿No estamos obsesionados por la pregunta que plantean lo perdedores, los míseros, lo que un poco abusivamente llamamos “las víctimas”? Por cierto, pero cuidado: los “excluidos” de la sociedad económica no son víctimas sacrificiales. Lejos de ser el foco de la fascinación general, mueren de la indiferencia de todos. Admitido, pero ¿no estamos obsesionados por la pregunta que plantean? Sin duda, pero nos interesan mientras los tomamos por víctimas, ahí está toda la diferencia. Nosotros los modernos estamos obsesionados por la cuestión de las víctimas, pero esa opinión nuestra sobre ellos no contribuye para nada en mejorar su situación. Las víctimas son tan importantes para nosotros que es en nombre de las víctimas que nos perseguimos y atormentamos  mutuamente. Una variante cómica de esta perversa inversión es la “political correctness” de los americanos. Entre más acumula uno signos victimarios, más seguro está de acceder a los privilegios. Cómo lo escribe Girard, citando a Chesteron: “El mundo moderno está lleno de ideas cristianas vueltas locas”.
 
La auto-trascendencia  de la economía y su hundimiento en el pánico
Como lo sagrado antes de ella, en este momento, la economía está perdiendo su capacidad de producir reglas que limiten lo que llamaría su auto-trascendencia. Tal es el sentido profundo de la crisis. La mitología griega dio un nombre a lo que ocurre cuando una estructura jerárquica – en el sentido etimológico de orden sagrado –  se derrumba sobre si misma: es el pánico. En un pánico, ya no hay exterioridad. Los grandes “phynancieros” del planeta se auto-atribuyeron la tarea de “re-fundar” el sistema financiero internacional o hasta, en una versión aun más grandiosa, el capitalismo. Me hacen irresistiblemente pensar el la Escena 3 del segundo Acto del Bourgeois Gentilhomme. Desde lo alto de su magisterio, el maestro de filosofía pretendía arbitrar entre las pretensiones del maestro de música, del maestro de danza y del maestro de esgrima. Cada uno se peleaba para que su disciplina sea reconocida como la mejor. Acaban riñendo  entre los cuatro.
 La arrogancia de los economistas y financieros es que creen que pueden, tal Napoleón, ceñirse ellos mismos de la corona del Emperador. Es decir que se imaginan que pueden colocarse ellos mismos en posición de exterioridad, es decir de autoridad. Cada día vemos lo que nos cuesta ésta arrogancia: “autoridades” que inyectan cantidades astronómicas de dinero supuestamente destinado a “tranquilizar los mercados” producen el efecto contrario, ya que los mercados “sacan la conclusión” de qué sólo el pánico puede explicar tales excesos. Hacer planes de “reconstrucción del capitalismo” mediante la regulación de los mercados es de una ingenuidad escalofriante. Supone que se ha resuelto el problema absolutamente inaudito de la desaparición de toda exterioridad. Al pretender ocupar todo el lugar, la economía se condenó a si misma.
 
 [1] Seuil, 1987.
[2].  Princeton University Press, 1977.
[3].  Ibid, p. 132.
[4] René Girard, La violence et le sacré, Grasset, 1972.
[5] Como traté de mostrarlo en mis dos últimos libros: La marque du sacré, Carnets Nord, 2009 ; L’Avenir de l’économie, Flammarion, 2012.

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