Los griegos y nosotros

¿Cómo vivir? Vivir de forma que la vida, en su brevedad, alcance la más alta excelencia. Aquiles percibe la felicidad como una tentación. Escoge por ello algo más alto que la felicidad.

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Extractos de una entrevista al eminente helenista Marcel Conche, realizada por el escritor belga Christopher Gérard y publicada en la revista
Antaios.
La mortalidad hoy y ayer
Sucede que vivimos en una época en la que se sabe que la vida humana es una vida mortal. Montaigne nos cuenta que san Hilario, obispo de Poitiers (315-367), temiendo que Abra, su hija única, sucumbiera ante los engaños del mundo, pidió su muerte a Dios, cosa que obtuvo y “por la cual expresó una extraordinaria alegría”. En el año 1000, al igual que en el siglo IV, la vida eterna constituía una total certeza. En el año 2000 sucede lo contrario. Los filósofos analizan la “finitud” (Endlichkeit) como algo que nos es consustancial, y nuestra “temporalidad” (Zeitlichkeit) como una temporalidad que es, por esencia, finita.
¿Cómo vivir? Vivir de forma que la vida, en su brevedad, alcance la más alta excelencia. Aquiles percibe la felicidad como una tentación. Escoge por ello algo más alto que la felicidad. Así es como se comportan los héroes de la Iliada.
En El racionalismo de Homero usted escribe: “los dioses de Homero no están ni fuera de la naturaleza ni siquiera fuera del mundo: están, como nosotros, en el mundo: en el mismo mundo”. ¿Puede precisarnos su visión de lo divino en Homero?
La frase que cita me hace pensar en el fragmento 30 de Heráclito: “Este mundo, el mismo para todos, ni dios ni hombre lo ha hecho, sino que siempre ha sido, es y será, fuego siempre vivo, que se enciende con medida y se apaga con medida”. Este mundo, tanto para Homero como para Heráclito, es el mismo para todos: hombres y dioses. La diferencia entre el día y la noche vale tanto para los dioses como para los hombres. Los dioses están “en el mundo” al igual que nosotros. El mundo no es su obra, sino la obra de la naturaleza.
Lo divino antecede a los dioses: es la donación inicial que se hace, tanto a los dioses como a nosotros, de la vida, de la luz. El Donador de esa donación inicial no es otro que la Naturaleza, pero no hay que personalizarla. La Naturaleza no es un ser, sino el hecho mismo de ser —palabra que, como dice Nietzsche, no significa otra cosa que “vivir”.
Homero habla de la muerte que “acaba con todo”, de modo que, si la muerte no deja ninguna esperanza después de ella, es difícil hablar de “optimismo” en la Ilíada. Es cierto, sin embargo, que las más altas virtudes humanas están encarnadas por los héroes y representadas por su actitud y su comportamiento: el respeto de la fe jurada (los aqueos van a la guerra en virtud de una promesa hecha a Menelás), el espíritu de sacrificio, la voluntad de excelencia, la valentía, por supuesto, pero también la fidelidad, el respeto y la estima del otro, aunque sea el enemigo, el espíritu de generosidad y de benevolencia (en Alkinoos, sobre todo), la simpatía y la compasión. Pero las más hermosas cualidades morales se encuentran, precisamente, en los hombres, no en los dioses. Son, sin embargo, los dioses quienes tienen la fuerza y fijan —dentro de los límites establecidos por el Destino— la suerte de los humanos. Lo domina todo una fuerza en la que hay mucho más de arbitrariedad que de bondad esencial. Es lógico y no puede ser de otra forma: los dioses carecen de las virtudes que tienen los hombres. Unas virtudes que proceden, en efecto, de lo que es exclusivamente propio de los hombres: morir. Unas virtudes que definen la reacción del hombre noble frente a la muerte. Y ello, por más que esas virtudes, en todo caso las virtudes de humanidad, son puestas como entre paréntesis en el combate guerrero —razón por la cual Homero condena la guerra, como se lo reprochará Heráclito.

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