Empresas que cierran una fábrica en España y la abren en Hungría porque les resulta más barato. Con la misma facilidad que nos conectamos a Internet, podemos ser víctimas de una estafa on line organizada desde Hong Kong o Nigeria. La misma ventaja que se nos presenta cuando buscamos una página web se convierte en un inconveniente cuando nos vemos asaltados por miles de blogs detrás de los cuales hay alguien mediocre que piensa que sus ideas son brillantes. Hace unos días analizábamos el lado positivo de la globalización. En esta parte, veremos la cara oscura de ese fenómeno.
CARLOS SALAS
Uno de los pioneros de la web 2.0 (las webs interactivas que permiten hacer algo más que leer) ya ha denunciado que la democratización de Internet ha llenado de mediocridad el universo digital. En su libro “The cult of the amateur” (El culto a lo amateur), Andrew Keen explica que la opinión de un joven de 15 años no puede compararse con el análisis erudito de un profesor universitario. Pero da igual. Todo se vuelca en Internet. Redes de pederastia, tráfico de órganos, células terroristas, casinos on line, blogs de insultos, videos insulsos… Cualquier amenaza, estupidez o estafa circula a gran velocidad por el nuevo mundo interconectado. Y con la misma rapidez con la que encargamos un recibimos un libro, podemos estar recibiendo juguetes tóxicos o dentífricos en mal estado. Nos pueden robar el número de la tarjeta de crédito después de realizar una transacción electrónica y cargar en nuestra cuenta un viaje que nunca hicimos.
La explosión de la economía abstracta
Otra de las consecuencias de la globalización es la extensión de la economía abstracta. Los mercados financieros se han convertido en una enorme malla mundial en la que cualquier vibración en una parte, produce sacudidas en la otra. La crisis hipotecaria de EEUU se ha trasladado a Europa, donde varias entidades financieras reconocen atravesar problemas de liquidez. Y eso sucede porque dentro de la economía de mercado globalizada se han creado productos financieros como los derivados, los futuros, los estructurados, que no son sino formas sofisticadas de comprar y vender. Todos quieren ganar dinero invirtiendo en esos productos, pero al mismo tiempo se enganchan a una crisis en potencia.
Nuestro apetito por consumir cosas baratas del tercer mundo no aprecia que detrás de muchos de esos productos existe la explotación infantil (como sucedió con pelotas de futbol para Nike fabricadas por niños en Pakistán), o condiciones laborales despreciables. Es lo que se ha dado en llamar dumping económico o social. El presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, ya ha dado un toque de aviso esta semana. Nuestras fronteras, ha dicho, están abiertas a productos del tercer mundo porque se merecen dar salida a sus excedentes. Pero Francia no aceptará aquellos que estén fabricados en condiciones infrahumanas.
Pero hay otro problema de la globalización que es una navaja de doble filo: para aceptar sus ventajas hay que aceptar sus inconvenientes. Si queremos consumir plátanos baratos producidos por países del Tercer Mundo, tenemos que renunciar a que lo produzcan los agricultores europeos, porque, entre otras cosas, son más caros. Si queremos vestir con productos textiles baratos importados de China, tenemos que renunciar a producirlos nosotros. El mercado internacional es lo más parecido a un mercadillo de pueblo: todos comprarán allí donde el mismo producto esté más barato.
La cuestión nacional y la solidaridad
La Unión Europea, por ejemplo, ha sido una firma defensora de sus agricultores hasta el punto de imponer elevados aranceles a productos agrícolas de otros países más modestos. Pero estos países modestos no saben producir coches sino plátanos, de modo que, ¿qué hacer? ¿Ayudar a los agricultores del Tercer Mundo o ayudar a nuestros agricultores? Si nos decidimos por lo segundo, entonces tendremos que pagar precios más altos por determinados productos y hacerlo sin rechistar.
Lo más sensato hasta ahora ha sido aplicar una política mediante la cual se permite el paso de determinados productos del Tercer Mundo sin menoscabar seriamente la producción nacional. Aun así, es un asunto no resuelto, pues una de las condiciones del mercado libre de la que tanto se ufana el capitalismo moderno es que sea el comprador el que elija.
Gran parte de las crisis económicas del tercer Mundo se deben a que no puede dar salida a sus productos. Por otro lado, dar salida a los productos de los países del Tercer Mundo, significa exponer sus miserias: sus condiciones laborales son ínfimas, su seguridad y su salud, peores. De modo que, como pasa en el caso de China, Occidente está comprando productos fabricados bajo pésimas condiciones de vida. La duda es: ¿se le imponen medidas de corrección de modo que mejore la condición de vida de sus trabajadores? ¿No es esto una forma de hacerles menos competitivos?
El ciudadano está atrapado en este Yin y Yang que le da todo y le puede quitar todo. Por eso, debe mantener una actitud vigilante basada en el sentido común para saber si lo que le está dando la globalización, está cumpliendo con unos principios morales y económicos mínimos. Igual que han surgido voces que cantan la excelencia de la globalización, han surgido otras que lo ven como una amenaza. Las protestas organizadas periódicamente contra las cumbres de la OMC, del Banco Mundial, del FMI y del G-8 son en buena parte la respuesta a ese crecimiento sin fronteras del comercio y las finanzas, donde el individuo puede acabar económicamente triturado, y donde se exalta el apetito consumidor.
Pero la verdad es que atacar la globalización es como protestar contra el dolor de muelas: no se puede evitar. Pero se pueden prevenir los dolores de muelas, y hasta mitigar. Muchos creen que la globalización ha fortalecido la economía capitalista del primer mundo, pero lo cierto es que, como han demostrado los informes económicos, en los últimos 30 años, las economías que más han crecido en el mundo y que han combatido mejor la pobreza han sido la de países tercermundistas como India y China que se han globalizado, y en la mayor parte de los casos haciendo dumping social, es decir, sin respetar ninguna norma laboral.