Hace treinta años, una familia española tenía un Seat 600 fabricado en España, una nevera Balay fabricada en España, una estufa catalítica Superser hecha en España… La mayor parte de los electrodomésticos estaban fabricados “en casa” por empresas españolas o multinacionales instaladas en el país. La comida era cosecha propia desde el foie gras hasta el queso. Las cosas han cambiado: hoy el coche es coreano, la televisión japonesa, la nevera italiana, el teléfono alemán. Bueno, eso dicen. Porque en realidad esos productos pueden estar hechos con partes fabricadas en Chequia, México o Brasil. La globalización es eso y muchas cosas más, pero ¿es buena o mala? ¿Es inevitable?
CARLOS SALAS
Abra la nevera y pregúntese cuántos alimentos y bebidas están hechos en España. Luego, dése un paseo por el comedor y mire si la tele y el equipo de música son “nacionales”. Siga al garaje y vea la marca de su coche. En efecto, usted se ha convertido en un consumidor de la ONU pues ha comprado productos provenientes de los confines de la tierra: es el ‘cosmoconsumidor’.
A esto lo llaman “globalización”, pero ese fenómeno va mucho más allá. Usted puede conectar Internet y mantener una charla con un desconocido en Australia para hablar de relojes. Luego recibe correos electrónicos de Argentina o de Italia. Lee en su monitor páginas de periódicos que nunca verá en papel porque están hechos en Finlandia o Venezuela. También puede crear su propio blog y colgar allí su viaje a Tombuctú, y hasta opinar de las cosas que le dé la gana. El planeta se ha convertido en un pañuelo donde todos pueden exponer sus productos y mensajes, sus ideas y sus religiones, es decir, es el gran teatro del mundo donde usted tiene un asiento en la primera fila.
Para entendernos
Según la Real Academia de la Lengua, la globalización es la “tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales”. Entonces, ¿es la globalización un fenómeno puramente económico? La Wikipedia española opina que es algo más. “La globalización es el proceso por el cual la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo unifica mercados, sociedades y culturas, a través de una serie de transformaciones sociales, económicas y políticas que les dan un carácter global”. La Wikipedia inglesa incluye la unificación “tecnológica, política y hasta ecológica”. Por último, la Enciclopedia Británica dice que la globalización es “un proceso por el cual la experiencia de cada día se está convirtiendo en una norma similar en todas partes del mundo”.
Todos coinciden en que la globalización es un largo proceso de integración del mundo a través de la economía, la tecnología o la política, pero nadie sabe cuándo comenzó de veras. Porque está claro que es una tendencia que se registra desde los orígenes de la civilización. Los griegos extendieron su cultura por el Mediterráneo, la koiné. Los romanos, por el norte de Africa y hasta los cimientos de Asia. Los otomanos ampliaron la suya desde el Himalaya hasta España. Los españoles tuvieron el imperio más global de su tiempo y hasta allí hicieron llegar sus usos y costumbres, sus normas, su lengua, su religión, sus técnicas y su cultura. Lo mismo ha sucedido con el imperio norteamericano, cuyos signos son patentes en todo el mundo.
De modo que hay que admitir que la globalización en realidad es la comunicación de seres humanos a lo largo de la historia a través del comercio y la lengua. El señor A se comunica con el señor B y le vende algo. Elevado a la categoría de masas, esto se llama globalización.
¿Cómo empezó todo?
La palabra ‘globalización’ nació como título de un artículo publicado en 1983 en la Harvard Business Review que explicaba la progresiva integración de los mercados desde los años sesenta. El autor, Theodore Levitt, afirmaba en The globalization of markets cómo las naciones se interconectaban y estrechaban sus lazos comerciales a lo largo y ancho del mundo. Los organismos internacionales como la OMC trabajan precisamente para derribar las barreras comerciales, y para que hasta el país más modesto pueda vender sus productos a los países más poderosos. El Banco Mundial para facilitar préstamos, y el FMI para que los gobiernos apliquen siempre medidas de fortalecimiento económico (aunque no siempre acierta). Todo esto producía una relación tan estrecha, que cualquier evento podía tener repercusiones planetarias.
Pero Ortega y Gasset había sido un pionero del concepto hace más de 80 años, pues a principios del siglo XX se mostraba estupefacto con lo que entonces se llamaba la ‘mundialización’ (los franceses lo siguen llamando así), y en 1924 decía en La rebelión de las masas que gracias a los periódicos nos llegaban informaciones de todo el planeta, los medios de transporte movían masas de personas, se nivelaban las clases y las fortunas. “La cantidad de posibilidades que se abren ante el comprador actual llega a ser prácticamente ilimitada”, decía. La vida se había “mundializado”. Esa fue la palabra que él escogió. Y eso que entonces sólo unos pocos tenían acceso a ese fenómeno.
Sin embargo, tenemos la sensación de que la globalización es un fenómeno muy actual, y que en el pasado se podía hablar de comercio o de conquistas, pero no de globalización. ¿Por qué? Porque hoy sí se puede decir que las masas participan en este proceso tanto como ‘fabricantes’, como ‘consumidores’ de bienes y servicios, de cultura y de tecnología. Es un fenómeno que se ha acelerado en el espacio y en el tiempo. En los últimos años, miles de millones de personas han percibido que pueden entrar en contacto fácilmente unas con otras de forma permanente gracias a las tecnologías: el teléfono móvil e Internet. Y hasta hacer negocios.
Esta es la parte positiva de la globalización. Cuestiones que parecían reservadas a los más pudientes como viajar al extranjero y disfrutar de buenos hoteles, ahora son costumbres practicadas por las clases medias, por las modestas incluso, gracias al desarrollo de los medios de transporte. Las líneas de bajo coste, el turismo de masas, las facilidades para pagar esos magníficos cruceros, han convertido al mundo en una bolita fácil de recorrer. Canales globales como la CNN nos permiten echar un vistazo al exterior sin alterar la comodidad de nuestra casa. Vemos guerras en directo, ataques a rascacielos con aviones en directo, crímenes en directo, y hasta podemos participar en loterías mundiales con el simple gesto de apretar un botón.
Lo positivo
Desde el punto de vista económico, la globalización se ha interpretado como la facilidad para hacer negocios saltándose todas las fronteras de forma instantánea. ¿Qué diferencia hay entre la Ruta de la Seda, por donde se transportaban especias, semillas y tejidos desde Asia a Europa en el Renacimiento? En que ahora se han creado millones de Rutas de la Seda, y lo que tardaba semanas, ahora tarda días u horas. Y las fronteras son cada vez más permeables.
Una transacción se puede hacer por Internet, y el destinatario puede recibir su pedido en lo que tarda en cargarse en un avión, y cruzar éste los cielos. En suma, no más de 24 ó 48 horas. Más aún, se puede encargar cualquier clase de productos en cualquier parte del mundo, para que llegue a cualquier destino en un tiempo record. Esa rapidez y esa ubicuidad son lo que definen la globalización como un fenómeno muy moderno. Y no estamos hablando de transacciones entre grandes empresas, sino operaciones de particulares y modestos ciudadanos. ¿Le interesa comprar un libro descatalogado? Una red mundial llamada Iberlibro permite consultar más de dos millones de volúmenes en librerías repartidas por Europa y América. Y ese libro puede encontrarlo en un pueblo de Oregón que nunca visitará. Y le despacharán el libro a un precio de risa (1 dólar), a lo cual usted añade los gastos (13 dólares), de modo que, tras pagar con su tarjeta de crédito, lo tendrá en su casa una semana después a un precio asequible.
Esa globalización ha tenido un fuerte impacto en los precios: muchos productos y servicios son hoy más baratos gracias a ese fenómeno que implica la intervención de medios de transporte masivos y voluminosos como aviones, barcos, camiones o trenes, así como sistemas de transmisión que son asequibles a las masas como Internet o el teléfono móvil.
Una ubicuidad que permite a una empresa diseñar sus prototipos en Brasil, encargar diversas partes a Alemania, Singapur o México, ensamblarlas en Hong Kong, y distribuirlas por su red mundial en tiempo record. De hecho, uno de los desafíos constantes de las empresas siempre ha consistido en fabricar en menos tiempo y al menor coste y las nuevas tecnologías lo permiten. Hoy, cada día, una fábrica se cierra en Vigo y se abre en Bratislava.
No sólo se experimenta la ubicuidad de los productos sino de los servicios. Muchos hospitales de EEUU piden un segundo diagnóstico a médicos ubicados en India. Muchas compañías europeas encargan su contabilidad a matemáticos en la India o forman a teleoperadoras en Argentina para que respondan las llamadas telefónicas.
La riqueza de las naciones
Hay que ser justos: el intercambio de bienes y servicios también ha permitido unas mejoras increíbles en cuestiones vitales de los países del Tercer Mundo.
Según el Banco Mundial, cada vez hay menos pobres. Las cifras indican que en 1981 el 85% de la población de Asia vivía con dos dólares al día. Hoy esa proporción afecta al 40% de los asiáticos. No es casualidad que Asia haya aumentado proporcionalmente sus intercambios comerciales con el mundo en ese periodo. En Latinoamérica ha pasado de 29% de la población a 23%. Sin embargo, en el África subsahariana se mantiene la población pobre, muy en proporción con su poca apertura a los mercados internacionales. Guste o no, los intercambios comerciales mejoran los índices de riqueza de las naciones.
Asimismo, los esfuerzos encaminados a fomentar la inmunización infantil, la lactancia materna y la lucha contra la malaria a escala global han dado unos resultados sorprendentes. Se han disminuido un 25% las muertes de niños menores de cinco años desde 1990. En aquella fecha, morían 13,3 millones de niños al año por culpa de las enfermedades y la malnutrición. Hoy son 9 millones, según un informe de Unicef. En 1960 fallecían 20 millones de niños al año. Unicef ha calificado estos logros contra las muertes de niños como “históricos”. Se espera que en el periodo 2010-2015 se reduzca a unos cinco millones de niños.
(Próxima entrega: la parte negativa de la globalización).