En los años setenta, una de las mayores preocupaciones de los científicos de todo el mundo era el enfriamiento de la Tierra. Nos amenazaba una nueva glaciación y ya existían ciertos signos preocupantes. Algunos buques que partían del puerto de Murmansk, al norte de la Unión Soviética, se habían quedado por primera vez varados en los hielos porque se había formado una inmensa costra blanca que no se derretía ni en el verano. Aquello era imparable. Nos íbamos a quedar todos como pajaritos. Pero ahora resulta que nos vamos a achicharrar. ¿En qué quedamos?
CARLOS SALAS
El ensayista Robert Ardrey afirmaba en un magnífico best seller científico (La evolución del hombre: la hipótesis del cazador, Alianza), que el homo sapiens había superado la última glaciación en el año 10.000-12.000 antes de Cristo, y dado que estas heladas de vértigo se producían cada 10.000 años (o sea que íbamos con un pequeño retraso), la próxima congelación estaba a la vuelta de la esquina.
Todas las catástrofes son iguales
Cualquier persona que tenga 50 años se acordará perfectamente de ese temor al Gran Frío y de esos libros que helaban la sangre. Los astrofísicos sostenían y siguen sosteniendo que el universo tiende al enfriamiento, que es algo ineluctable, y hasta se puede deducir ese futuro de las mismas leyes de la termodinámica. Como saben, el calor pasa de un cuerpo caliente a otro frío hasta que el sistema se equilibra. A eso se le llama entropía y, dado que el universo se expande y la energía no se crea ni se destruye, pues tendrá que repartirse el calor entre más espacio, con lo cual vamos a quedarnos como pajaritos. Fríos, fríos.
Cuenta el economista y ensayista americano John Naisbitt en su último libro (Mindset, algo así como Marco Mental), que cuando él era niño y corría por los campos de Utah en los años treinta y cuarenta, se hablaba de “la llegada de la Edad del Hielo”. En los setenta relata que todavía continuaba muy fresca la manía de anunciar la Edad de Hielo. El premio Pulitzer norteamericano George Will escribía entonces: “Algunos climatólogos creen que la temperatura media en el hemisferio Norte puede caer dos o tres grados al final de siglo. Si ese cambio de clima sucede, habrá megamuertes y levantamientos sociales debido a que decaerá la producción de grano en las latitudes nórdicas”. Incluso hubo un best seller en Estados Unidos titulado El enfriamiento: ¿ha empezado la edad del Hielo? ¿Sobreviviremos?, que decía exactamente lo mismo que hoy se dice con el calentamiento global, es decir, que si no tomábamos conciencia de lo que sobrevenía, íbamos a hipotecar el futuro de nuestros hijos.
Los editores de las revistas serias como New Scientist avisaban seriamente de que la amenaza de la Edad del Hielo era comparable a la Guerra Nuclear, y que pronto nos encontraríamos con miseria y muerte a escala global.
Muchos hemos visto esa película de Al Gore que, como los fantasmas de Marx, está recorriendo el mundo (Una verdad incómoda). Como nos gusta que nos cuenten una buena historia, y los americanos son los grandes maestros en este arte, todos nos quedamos sobrecogidos y consternados. O cuidamos el planeta y echamos menos porquería contaminante, o nos vamos a quedar como pajaritos, pero esta vez fritos, no congelados.
Todo ese catastrofismo está moviendo colosales sumas de dinero. Las empresas invierten mucho caudal en ser más ecológicas y producir menos basura, y de paso dicen al mundo: “Eh, mirad, soy una empresa limpia, así que comprad mis productos”. Bueno, se les puede permitir ese eslogan porque el negocio es el negocio, y encima cuidan el planeta.
Pero la verdad es que hay mucho de tendencia fashion en esa postura, porque, como decía el otro día un reportaje de The New York Times, todo el mundo se apunta a la moda, y hasta las empresas más raras ponen un marchamo verde y dicen que son “sostenibles” para vender más.
Ya hemos pasado por aquí
Estas modas producen cierta sonrisa benevolente y recuerdan a otras como la de la sobrepoblación. En los años setenta, se hablaba de que pronto no cabríamos en el planeta y que el mundo estaba rebosando de seres humanos, depredadores, claro. Había gente bastante chistosa que escribía lo siguiente en los periódicos, recordando la superpoblación en los campos de secano de Castilla. “¡Que preocupación: no cabemos en este mundo”, y los lectores ponían cara de tontos y reflexionaban sobre el desierto castellano sin árboles, ni casas, ni nada de nada.
Ahora en cambio, se habla de lo contrario. La portada de The Economist del pasado agosto titulada “Cómo afrontar el declive de la población”. Para tragar saliva.
De todos modos, el catastrofismo climático tiene dos consecuencias positivas. La primera es que anima a empresas y ciudadanos a ser menos contaminantes, a tirar menos basura, a ahorrar energía, a producir coches más ecológicos, aunque sea una exageración. Y la segunda consecuencia es que nos ayuda a los periodistas a atraer la atención de los lectores y vender más, porque la gente quiere estar perennemente informada sobre los desastres que se avecinan, aunque no se avecinen.
Nadie sabe a qué atenerse. Cuando se habla con la gente de campo, unos dicen que los veranos de antes, hace unos treinta años, eran más secos y calurosos, y que los de ahora son más frescos y lluviosos. La piscina municipal del pueblo a veces está vacía por culpa del frío. ¿En qué quedamos, pues?
Ustedes se dirán: “¿No pensará acabar el artículo este tipo sin decirnos qué debemos comprar, si anoraks para la Edad de Hielo, o bañadores y piña colada, para el Gran Calor?”.
La verdad, no lo sabemos. Ustedes sigan leyendo elmanifiesto.com, que les mantendremos puntualmente informados del primer desastre que se presente.