Si el militar malagueño Bernardo de Gálvez no se hubiera empeñado en tomar Mobila y Pensacola, en Florida, los británicos no habrían perdido el sur de Norteamérica y probablemente los Estados Unidos habrían tardado muchos años más en nacer. Era 1741. España y Francia apoyaban a los rebeldes norteamericanos. Es la aventura que cuenta Pablo Victoria en España contraataca (Ed. Áltera). Ayer veíamos cómo Gálvez tomaba Mobila y se enfrenaba a la desidia de los gobernantes españoles en La Habana. Hoy veremos cómo la determinación del malagueño se impuso a esa desidia y decidió el curso de la Historia
GREGORÍO URQUÍA OSORIO
Bernardo era un oficial de alta graduación, muy joven y de éxito, que además tenía a su padre como Virrey de México y a su tío como Ministro de Indias. Muchos lo veían como un advenedizo, pero si es cierto que dichas influencias le beneficiaron, no es menos cierto que sus acciones justificaron con creces su ascenso. Todo aquel que estaba a su cargo, e incluso los oficiales extranjeros, se deshacían en elogios hacia su persona destacando su jovial energía en el mando, algo que no tenían ni mucho menos los veteranos militares de La Habana. Incapaces de asimilar el espíritu ofensivo de Gálvez, pusieron todo tipo de excusas disminuyendo y retrasando los refuerzos que necesitaba el malagueño para sus operaciones. A tal punto llegaron las trabas y el inmovilismo de sus superiores que hasta los franceses se quejaron ante Carlos III.
La vieja virtud
A pesar de todo, Gálvez logró imponer la lógica de un ataque por mar en vez de uno terrestre procedente de Mobila. Dos meses después de conquistar aquella ciudad, parte de La Habana una flota española de 7.000 soldados con dirección a Pensacola, a la que hubiera llegado de no ser por un huracán que los intercepta y dispersa desde la península de la Florida a la del Yucatán. Cualquiera hubiera tirado la toalla ante semejante desgracia y mal augurio, pero don Bernardo retornó a Cuba y pidió volver a intentar el ataque de esta manera:
“Los ingleses que se dirigían a Charleston fueron sorprendidos por una fuerte tempestad, a causa de la cual sus barcos fueron diseminados hasta tal punto que algunos fueron arrastrados hasta casi Inglaterra. Esto es lo que, más o menos, nos ocurrió a nosotros. Pero los ingleses no se desanimaron. Se volvieron a organizar y atacaron a Charleston, obteniendo los resultados afortunados que todos conocemos. ¿Es que nosotros no somos capaces de cosa semejante? ¿Ha desaparecido la virtud militar que tanto nos caracterizó atacando a nuestros enemigos? ¿Somos tan pusilánimes e inconstantes que una simple tempestad tropical nos amilana en nuestra gloriosa empresa? Esto es lo que pensarán los ingleses de nosotros, derrotados por un simple contratiempo, a no ser que nos mantenga un propósito de mucha mayor importancia…”.
No había en aquellos mares empresa más importante para los españoles que la toma de Pensacola.
Gálvez atacó el orgullo de los mandos, pero siguió encontrando dificultades y en tres meses sólo consiguió reunir un contingente de 1.300 hombres. El Rey ya había dado orden de disponer todo lo necesario para la recuperación de la Florida, pero para conseguirlo incluso tuvo que enviar a Francisco de Saavedra como emisario especial. Este no logró gran cosa ante la desidia de los mandos cubanos, pero prometió a Gálvez enviarle refuerzos para tomar Pensacola. Mientras tanto, los ingleses atacaron Mobila enterados del desastre sufrido por los españoles, pero, a pesar de contar con una superioridad de 3 a 1, fueron incapaces de doblegarlos y tuvieron que retirarse una vez más a Pensacola. Así lo contaba el oficial a cargo de la defensa:
“Nuestros hombres, que habían decidido vender caras sus vidas, abrieron fuego organizado contra el enemigo
”. “Con esas pequeñas victorias nuestros hombres adquieren poco a poco un cierto sentimiento de superioridad sobre el enemigo”.
El gesto de un héroe
Ya comenzado el año 1781 la nueva escuadra de Gálvez por fin leva anclas de Cuba y en nueve días se presenta ante la isla de Santa Rosa. Esta isla cerraba la bahía que daba acceso a la ciudad. La entrada a dicha bahía estaba defendida por el fuerte de San Carlos en el lado continental y una batería de cañones en la isla de Santa Rosa. Gálvez inmediatamente desembarca a su tropa en dicha isla tomando fácilmente su batería, haciendo huir a dos fragatas que les hacían fuego desde dentro de la bahía.
Se había anulado el fuego cruzado en la boca de entrada, así que la fragata San Ramón, insignia de la flota y comandada por el jefe de la fuerza naval Calvo de Irázabal, intenta pasarla, pero embarranca parcialmente con un banco de arena. Afortunadamente logra zafarse de la trampa y escapar de los cañonazos del fuerte, pero en vista de lo sucedido Calvo de Irázabal prohíbe que barco alguno pase por dicha boca. Irázabal y Gálvez intercambian cartas con duras palabras y acusaciones, pero, tras varios días, el segundo vio que las condiciones de sus soldados no eran buenas y que empeoraba la meteorología, con lo que en caso de tempestad se harían a alta mar para evitar embarrancar, lo cual supondría el fracaso de la expedición.
Ocurrió entonces que con los cuatro barcos que estaban a su cargo, el tenaz Gálvez se lanzó contra la boca. Al frente de ellos iba él mismo, a bordo del Galveztown, un bergantín inglés capturado, regalo de los norteamericanos para el mariscal español. Mientras ponía proa al estrecho de la bahía, izaba insolentemente la insignia de almirante y dirigía osadas palabras al resto de la escuadra:
“Una bala de a treinta y dos recogida en el campamento, que conduzco y presento, es de las que reparte el Fuerte de la entrada. El que tenga honor y valor que me siga. Yo voy por delante con el Galveztown para quitarle el miedo”.
Y así, bajo el fuego de la fortificación, se adentró el bergantín seguido de los otros tres sin embarrancar y sin sufrir apenas daños por parte del enemigo. Ardorosos o muertos de vergüenza, el resto de la escuadra española imitó la acción de los cuatro valientes dejando en soledad al San Ramón, que puso proa a La Habana de vuelta con el furioso Calvo Irázabal a bordo. Limpiando la bahía de embarcaciones enemigas, Bernardo puso pie en tierra y montó su campamento mientras acordaba con el general inglés John Campbell respetar a las gentes y las construcciones del pueblo de Pensacola, algo que luego no cumplió el británico al incendiar el pueblo.
La ofensiva final
Pensacola tenía tres fortalezas que estaban sucesivamente más elevadas que las anteriores. La última y más elevada de ellas era el Fuerte de la Medialuna. Tanto Campbell como Gálvez sabían que si caía esa fortaleza, el resto también lo haría como piezas de dominó llegando hasta el Fuerte George, que era el que controlaba bajo su fuego la ciudad. De esta forma ambos contendientes concentraron sus fuerzas en el Fuerte de la Medialuna.
Con la llegada de un pequeño refuerzo de hombres procedente de Mobila, Bernardo ordenó construir una serie de trincheras para ir aproximándose de manera paulatina hasta el fuerte, mientras que los ingleses y sus mercenarios indios no paraban de hostigar a los sitiadores, temibles escaramuzas en las que Gálvez incluso es herido. Era claro el beneficio que suponían los indios para los británicos, por eso Campbell rechazó dejar de utilizarlos. Para colmo de males el tiempo no acompañaba, encharcando las trincheras y volviendo penosas las condiciones de vida de los soldados españoles, que tras varios días divisan con angustia cómo se aproxima una escuadra. La fortuna les sonríe, son los refuerzos prometidos por Saavedra. Con ellos las fuerzas al mando de Gálvez suman casi 7.000 hombres de las más diversas procedencias, y tiene casi finalizada la colocación de la artillería de asedio bajo la protección de las trincheras situadas frente al Fuerte de la Medialuna. El golpe moral para los ingleses debió ser durísimo, incluso los indios dejaron de atacar barruntando la derrota británica.
El 8 de mayo de 1781 la artillería española abrió fuego por primera vez, y lo hizo de manera tan certera que una granada alcanzó el polvorín enemigo, provocando una terrible explosión que mató a un centenar de defensores y “transformó el reducto en un montón de escombros”. Tras este espeluznante suceso las tropas españolas entraron en cuatro columnas en aquella fortificación llena de cadáveres y moribundos, que se rindió sin oponer resistencia. Desde lo que quedaba de las murallas de la recién conquistada fortificación, se comenzó a cañonear al fuerte contiguo, situado en una posición de menor altitud. Aunque hubo una gran lucha, ésta fue inútil. John Campbell izó la bandera blanca viendo que no tenían ya posibilidad: al tener los españoles la posición superior, los fuertes caerían de forma escalonada, uno a uno. Al día siguiente Pensacola capituló, rindiendo toda la Florida occidental.
Demasiado joven para morir
La conquista se supo rápidamente por todo el imperio español, las campanas repicaron en Nueva Orleáns, La Habana, México, Madrid y por supuesto en las colonias rebeldes, que por fin pudieron combatir sin miedo a ser atacadas por dos frentes. La toma de Pensacola fue decisiva para futuras victorias como la de Yorktown y finalmente la capitulación de los británicos en las colonias. A Inglaterra, que también perdió las Bahamas, sólo le quedaba la isla de Jamaica en el golfo de México, pero pronto empezaron a temer también por ella, ya que don Bernardo organizó velozmente una operación para tomarla. Pero el desastre de la escuadra francesa del almirante De Grasse no sólo paralizó la invasión, sino que debilitó sobremanera a una Francia que ya padecía una fatiga de guerra que la llevaría a la posterior revolución.
En 1783 se firma la paz de Versalles, donde los diplomáticos ingleses reconocen la independencia de los EEUU, pero se muestran mucho más habilidosos que sus militares y logran recuperar las Bahamas a cambio de la vuelta al gobierno español de las dos Floridas. Inglaterra consiguió salvarse literalmente por la campana. A los aliados les faltó un asalto para noquear definitivamente a un rival que ya se había ido varias veces a la lona.
Por su parte, Bernardo logró el grado de teniente general y los títulos de vizconde de Gálvezton y conde de Gálvez. Pasaría por España y Cuba, pero terminaría en 1785 como Virrey de Nueva España, sustituyendo a su padre recién fallecido. Poco duraría en el cargo, pues la muerte le alcanzó un año después a la edad de 40 años.
Bernardo de Gálvez logró con su tenacidad no perder la iniciativa en su enfrentamiento con los británicos, demostrando que la mejor defensa es un buen ataque, algo que sus detractores nunca llegaron a comprender. Hizo valer sus méritos por encima de su procedencia, que incluso llegó a perjudicarle. Y es que tenía claro que “no está en la mano del hombre oponerse al clima. El único recurso posible es pensar cómo remediar el infortunio”, y así lo hizo una y otra vez para asestarle terribles estocadas al imperio inglés. Mientras, sus contestonas colonias se hacían cada día más fuertes, alimentándose de lo que llegaba por el Missisipi gracias a un indomable Gálvez y a la generosidad del imperio español de Carlos III, al que todavía EEUU no ha devuelto todo lo que sus territorios le dieron, ni reconocido de manera suficiente el papel determinante que jugó para su nacimiento, simplemente porque, a diferencia de Francia, no pudo ser su aliada de manera oficial. En cuanto a España… tiene por costumbre ignorar a sus héroes.