RODOLFO VARGAS RUBIO
Se acaba de cumplir el bicentenario de la muerte del último Estuardo. El 13 de julio de 1807, se extinguía, a los 82 años, en su palacio episcopal de Frascati (uno de los acogedores y amenos Castelli Romani) el Eminentísimo y Reverendísimo príncipe Enrique Benedicto Estuardo, Cardenal-Obispo de Ostia y Decano del Sacro Colegio de Cardenales de la Santa Iglesia Romana, rey de iure con el nombre de Enrique IX de Inglaterra y I de Escocia.
Este augusto personaje era el postrer eslabón de una cadena cuyo origen se enganchaba en plena leyenda: Shakespeare, siguiendo la Crónica de Holinshed (el más leído y popular historiador de la época Tudor), hacía remontar a los Estuardo hasta Banquo, el prudente compañero del ambicioso regicida Macbeth. En la tragedia shakesperiana, las tres brujas anuncian a aquél que será tronco de reyes y al mismo Macbeth se le aparece un espíritu que le muestra a través de un espejo a ocho personajes coronados, descendientes de su amigo, en los cuales se anuncian a otros tantos reyes de Escocia. En realidad, los Estuardo (Stuart) se habían sucedido en el cargo hereditario de High Steward of Scotland (una suerte de mayodomo de palacio), que hacía de ellos los auténticos árbitros del poder, como los ancestros de Carlomagno durante el declinar de la dinastía merovingia. Los Estuardo acabaron ciñendo la corona escocesa con Roberto II (1371-1390), nieto del héroe nacional Roberto I Bruce por su madre Marjorie. Fue éste el inicio de la oscilante fortuna de una dinastía que hace recordar a las grandes familias de la epopeya griega, marcadas por un destino inexorable.
De los catorce Estuardo que reinaron efectivamente en Escocia, primero, y en Inglaterra más tarde: uno fue asesinado (Jacobo I), otro murió de accidente (Jacobo II), dos perecieron en sendas batallas (Jacobo III y Jacobo IV), otro murió de colapso nervioso como consecuencia de una derrota (Jacobo V), dos fueron ejecutados (María I y su nieto Carlos I) y tres fueron depuestos (María I, Carlos I y Jacobo VII y II). Los pocos que se libraron de una suerte adversa, acabaron sus días agostados por la enfermedad y sumidos en la melancolía (Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, María II y I, y Ana). Como vemos, la estrella bajo cuyos auspicios surgió la dinastía no debía ser muy propicia.
Esta familia fue la primera que sufrió en sus miembros la experiencia del regicidio oficial. Primero fue la infortunada María I, sometida a un proceso inicuo ante el Parlamento inglés –juez absolutamente incompetente de una reina ungida, que sólo podía comparecer ante sus iguales– y condenada por éste a la decapitación, sentencia que fue firmada por su enemiga Isabel I, que sentaba con este acto un terrible precedente: el del Estado como árbitro de la vida y de la muerte de los monarcas. Cierto es que la Tudor había aprendido en buena escuela, la de su padre Enrique VIII, que envió al cadalso a dos de sus mujeres: Ana Bolena (la propia madre de Isabel) y Catalina Howard. Pero éstas fueron reinas consortes, mientras que María Estuardo era la soberana nata y consagrada (a los nueve meses de edad lo había sido en su Escocia natal.)
No tardaría en volver a derramarse la sangre augusta de un Estuardo: esta vez le tocó al propio nieto de María: el rey Carlos I. Digno hijo del teórico del derecho divino de los reyes (el teólogo Jacobo I), Carlos se distinguió como defensor de la potestad regia contra un Parlamento cada vez más insolente y envalentonado, que pretendía el sometimiento de la Corona a los Comunes, representantes de la emergente burguesía. Carlos perdió finalmente la guerra y Oliver Cromwell, jefe de la Revolución de 1648, hizo que el Parlamento lo juzgase, convertido por segunda vez en juez incompetente de un soberano ungido. No hubo modo de que salvara la cabeza, puesto que Cromwell ya había decidido su muerte. El proceso fue un puro trámite, que sirvió para mostrar al mundo que un pueblo podía deponer y matar legalmente a su rey. La ejecución de Carlos I, en efecto, tuvo una resonancia siniestra en toda Europa. La maldición que parecía perseguir a los Estuardo volvería a cebarse en su posteridad. Siglo y medio después de la decapitación del rey Carlos, rodaban las cabezas de Luis XVI, María Antonieta y Madame Elisabeth de Francia al pie de la guillotina. Estas tres víctimas de la Revolución Francesa (que las sometió también a inicuo proceso) descendían de María Estuardo y de Carlos I.
La Revolución de 1648 tuvo su secuela –después del paréntesis de la dictadura republicana de Cromwell y la Restauración– en la mal llamada Glorious Revolution de 1688, que no fue otra cosa sino la consagración de la toma de poder por parte de la alianza entre la aristocracia y la burguesía británicas mediante la usurpación del trono. Aprovechándose del prejuicio anticatólico alimentado desde la época de Isabel I, el Parlamento llamó a la rebelión contra el rey Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia en ocasión del nacimiento de su único hijo varón, nacido de su segunda mujer María Beatriz de Este, princesa de Módena. El Rey, aunque católico, había sido tolerado porque la sucesión protestante estaba asegurada en sus dos hijas, las princesas María y Ana, habidas de su primera mujer y educadas en la fe reformada. Pero el nacimiento de Jacobo Estuardo, bautizado como católico, desplazaba a sus hermanas en el orden sucesorio y desbarataba las expectativas de los políticos liberales, imbuidos en las ideas de Shaftesbury, fundador del partido Whig, y John Locke, teórico y apologista de la Revolución de 1688.
Jacobo II y VII fue, pues, expulsado del trono, resultando infructuosa su resistencia, de modo que tuvo que cruzar el Canal y refugiarse en Francia con su familia, como huéspedes de Luis XIV, su primo hermano. Mientras, en Londres, la corona era ofrecida a Guillermo de Orange y a la princesa María, su mujer. Jacobo había sido traicionado por su propia hija y su yerno. Bajo éste y para impedir que alguna vez la sucesión recayera nuevamente en la línea católica de los Estuardo, el Parlamento votó la Ley de Sucesión de 1701 (de la que ya hemos tratado en ocasión anterior). Por ella quedaba excluido automáticamente de ella cualquier príncipe en comunión con Roma. De un plumazo se despojó de sus innegables derechos a la rama primogénita de los Estuardo, que tuvo en sus tres últimos representantes a personajes verdaderamente elegíacos.
El hijo del destronado rey Jacobo II y VII, fue reconocido, a la muerte de su padre en 1701, como rey legítimo por Francia, España, el Papa y Módena. En torno a él, que tomó el nombre de Jacobo III de Inglaterra y VIII de Escocia, se formó el partido Jacobita o de los legitimistas británicos. Logró, con la ayuda de Francia, poner pie en suelo escocés, pero no pudo mantenerse. Su medio hermana la reina Ana le dio a entender que le podría suceder en el trono si renunciaba a la fe católica, a lo cual se rehusó firmemente. Esto franqueó el paso a los Hannover para reinar en las Islas a la muerte de Ana, ocurrida en 1714. En el ínterin, la Guerra de Sucesión de España había mudado la suerte de Francia, que se vio obligada a subscribir el Tratado de Utrecht, una de cuyas cláusulas estipulaba el retiro del reconocimiento y el apoyo a Jacobo III. Al volver al continente tras su infructuosa campaña escocesa, el Estuardo no fue ya bienvenido en el país galo, pues había muerto su protector el Rey Sol y para el gobierno del Regente su presencia constituía un compromiso incómodo. El Papa le ofreció entonces su hospitalidad. Después de una corta estancia en Aviñón (feudo papal) y en Urbino, Jacobo III y VIII se instaló en el Palacio Muti-Paparuzzi (hoy Palacio Balestra), en la Plaza de los Doce Apóstoles en Roma, lugar convertido en fastuosa corte en el exilio y en centro de operaciones de la causa jacobita.
El Rey se casó con María Clementina Sobieska, hija del héroe de la guerra contra los turcos, el rey polaco Juan III Sobiesky, liberador de Viena. De ella tuvo dos hijos: Carlos Eduardo (1720-1788), duque de Albany, llamado el Joven Pretendiente (para distinguirlo de su padre, conocido como el Viejo Pretendiente), y Enrique Benedicto (1725-1807), duque de York. El primero, que se presentaba como el Caballero de San Jorge, tomó a su cargo los planes militares para recuperar la corona de sus mayores y se hizo célebre por el apelativo popular con el que se le conoció: Bonnie Prince Charles. Tuvo muchos partidarios en Escocia, lo cual le hizo concebir fundadas esperanzas de victoria en el reino británico del norte. Nombrado por su padre Regente, pudo asumir el comando militar de sus fuerzas leales y avanzó peligrosamente para los Hannover a través de un país que se le rendía entusiasta: fue el levantamiento jacobita de 1745, cuya batalla decisiva se dio en Culloden, desgraciadamente perdida por el Estuardo, que tuvo que volver a su exilio mientras el general británico, el príncipe Guillermo Augusto, duque de Cumberland, sometía a Escocia a terribles represalias, que le valieron el apelativo de “el Carnicero”. De entonces data el desmantelamiento del sistema de clanes en las Highlands y la proscripción de las costumbres tradicionales escocesas, que durante años alimentaron el sentimiento antiinglés en el antiguo reino caledonio.
Jacobo III y VIII murió en 1766; veintidós años más tarde, se apagaba la vida de Bonnie Prince Charles, que no dejó hijos de su matrimonio con Catalina de Stolberg y se consumió en la depresión y el alcoholismo. Los derechos de los Estuardo recayeron entonces en el Cardenal-Duque de York. Éste se había demostrado como un enérgico y hábil militar, logrando reclutar un regimiento francés para apoyar a su hermano. Sin embargo, tras la derrota de Culloden, hubo de volver a Roma, donde el culto y amable papa Benedicto XIV le hizo saber que pensaba crearlo cardenal. En 1747 recibió la tonsura, que lo hacía entrar en la clericatura. En el consistorio de 3 de julio de 1747, el Papa lo creó cardenal-diácono de Santa María in Portico. Al año siguiente recibió las órdenes menores y mayores y comenzaron a recaer sobre él importantes cargos dentro de la Curia Romana, como el de arcipreste de la Basílica Vaticana y Camarlengo de la Santa Iglesia Romana. Clemente XIII lo consagró obispo en 1758 en la Basílica de los Doce Apóstoles, que se había convertido en su título cardenalicio, el cual cambió por el de Santa María in Trastevere. En el consistorio de 1761 el Papa lo trasladó a la sede suburbicaria de Frascati, donde residió largas temporadas, manteniendo en Roma su residencia del Palacio de la Cancillería.
Al morir su hermano en 1788, el Cardenal-Duque de York reivindicó sus derechos y fue proclamado por los jacobitas como Enrique IX, siendo objeto del tratamiento de Majestad por sus servidores. El torbellino bonapartista que afectó a los Estados de la Iglesia no dejó de afectarle, debiendo pagar una gruesa suma de rescate por su libertad, que mermó sus finanzas. Fue entonces cuando el Hannover Jorge III, en uno de sus períodos de lucidez y quizás por remordimientos de conciencia, le aseguró una pensión anual de 4.000 libras. En 1803, bajo Pío VII, optó por la diócesis suburbicaria de Ostia y Velletri, que hizo de él el Decano del Sacro Colegio. Sin embargo, siguió residiendo en Frascati, donde dejó el recuerdo de un príncipe munífico y culto, que supo hacerse con el afecto de sus diocesanos. En su catedral fue enterrado al morir, hace exactamente doscientos años.
En la Basílica Vaticana, del lado del Evangelio y detrás de la primera pilastra, se halla el famoso cenotafio o monumento sepulcral de los últimos Estuardo, obra del gran Canova, inaugurado en 1819. La obra fue sufragada por el gobierno británico, que entregó la suma de 50.000 francos para su ejecución. En él están representados en relieve los bustos de Jacobo III y VIII, Carlos III y Enrique IX y I. El gran esteta que fue Stendhal solía pasar horas contemplando el conjunto escultórico, que completan las magníficas figuras desnudas de dos ángeles dolientes, que quizás meditan sobre el destino trágico y grandioso de una dinastía gloriosa.