Odiar en igualdad

Cuando yo era un crío, se decía de la gente maleducada que tenía modales "democráticos". La buena crianza siempre "distinguía" y en las sociedades no degeneradas era un ideal a imitar, tanto por los que vivían en palacios como por los que pescaban en ruin barca.

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Como era previsible, la corrección política la ha tomado ahora con Cristóbal Colón. Hay que reconocer que con más justicia que con el caballeroso y ejemplar general Lee, de quien el corrupto, antisemita y fracasado Jesse Jackson declaró que era "peor que Hitler". Que se sepa, Robert E. Lee cometió el pecado de luchar con honor por su patria y no se le conocen genocidios, noches de los cuchillos largos ni invasiones de países neutrales. En fin, algo tendrá esa agua cuando la bendicen eminencias como la egregia intelectual Chelsea Clinton. Ahora le ha tocado a Cristóbal Colón, mañana a Jefferson, pasado a Buffalo Bill, y luego a Edgar Allan Poe o a Faulkner o al pintor Remington o a Elvis..., cualquiera sabe. Desde luego, lo que la corrección política está desencadenando —desde la asunción en las universidades americanas de la French Theory de Foucault, Derrida y adláteres— es una tormenta de odio contra el hombre blanco, no sólo contra el wasp, sino contra el italoamericano ahora, y el escandinavo, el germano o el franco-canadiense en el futuro. La fobia a la tradición europea es una característica de intelectualidad progresista del siglo XXI, su verdadera nota original. El ejemplo más claro lo vemos, no en América, sino en Europa: cuando los islamistas cometen un atentado, la razón última que justifica la salvajada es el colonialismo, la discriminación en las sociedades de acogida, el choque cultural que nuestro maligno Occidente les ocasiona, la opresión económica y un largo etcétera de excusas que siempre buscan exonerar de responsabilidad a los culpables, no vayamos a caer en la islamofobia, que es la verdadera amenaza. Si los yihadistas matan, son las víctimas las que deben hacer examen de conciencia.

El odio a toda la tradición europea no es nuevo: nace con el progresismo y se desarrolla a lo largo de más de dos siglos, pero jamás su poder y su estupidez habían sido tan grandes. Aparece con los inocentes y pacíficos aztecas y caribes del abbé Raynal, continúa con el bon sauvage de Bernardin de Saint-Pierre y los discursos de Jean-Jacques Rousseau y va unido a la idea de la igualdad que alimentó el momento germinal de la decadencia de Occidente: 1789. El 14 de julio, toda Francia celebra el comienzo de una serie de linchamientos y masacres de la morralla gabacha, que empiezan por el infeliz caballero De Launay y llegarán hasta Monsieur de Charette, pasando por Luis XVI y miles de campesinos vendeanos. Unas muy democráticas carnicerías que no pararon el despiece hasta 1796 y cuyo fin era igualar cada vez más a ras de suelo a los supervivientes. El afán nivelador aniquiló personas y también catedrales, palacios y monasterios. Cuando la igualdad domina las calles, el vandalismo adquiere carta de naturaleza; nadie ha destrozado más patrimonio histórico que las izquierdas: véanse todos los tesoros perdidos en España bajo la dominación roja, en Rusia bajo la égida de Stalin (el demoledor de las iglesias moscovitas que ha restaurado Putin), en el Tíbet y en China con la Revolución "Cultural"... Es algo completamente predecible, va en la lógica de su pensamiento destruir todo lo anterior, todo lo que tiene diferencia, atributos, señas de identidad. La corrección política que derriba monumentos y empieza ahora a profanar tumbas en EE. UU. y en España se nutre de ese espíritu.

Las dos instituciones que han forjado Occidente, la monarquía y la Iglesia, fueron aniquiladas y humilladas por una chusma que no tardó en escapar del control de la cobarde burguesía y que protagonizó las escenas atroces de las noyades de Nantes o del diez de agosto parisino. Los verdaderos ilustrados, los que habían favorecido el progreso de las ciencias y la difusión del conocimiento, como Malesherbes o Lavoisier, cayeron víctimas del salvajismo de la plebe, azuzada por los antepasados de los progresistas de hoy, los Hébert, Marat, Robespierre y Danton; no en vano, el primer monumento público inaugurado por Lenin tras su llegada al poder fue una estatua dedicada a Robespierre. Él sí era consciente de la herencia antitradicional que encarnaba. El principio democrático de la igualdad absoluta lleva inevitablemente a la dictadura colectivista. No hay mejor símbolo de ello que la guillotina, una máquina que rebana los pescuezos en serie y sin acepción de personas. El igualitarismo es precisamente eso: cercenar las cabezas que destacan y borrar los atributos que distinguen a unos hombres de otros. Todo queda reducido a la tosca filosofía del mínimo común divisor: el traje mao, el tuteo, el duque de Orléans rebajándose a Luis Felipe Igualdad, la abolición del sexo, la proscripción de la virilidad, la bastardización del linaje y de la patria, el discurso chabacano, los grandes bloques grises de viviendas colectivas... Quizá por eso, cuando yo era un crío, se decía de la gente maleducada que tenía modales "democráticos". La buena crianza siempre distinguía y en las sociedades no degeneradas era un ideal a imitar, tanto por los que vivían en palacios como por los que pescaban en ruin barca. No había de ello mejor ejemplo que aquellos corteses campesinos castellanos que impresionaban a Ford, a Borrow y a tantos viajeros de la España antigua por la altiva sencillez de su pobreza. Un resabio del odioso Ancien Régime, seguro.

Pero a principios del siglo XIX la identidad europea era demasiado fuerte como para ser borrada de un plumazo por los decretos de una Convención. Cualquiera que lea los documentos de la época verá que el espanto que producían los sucesos de Francia estaba mucho más extendido que el entusiasmo revolucionario. Sólo las capas intelectuales burguesas y algunos aristócratas descastados veían en París un ejemplo a seguir. El genocidio de la Vendée, las matanzas de españoles y rusos por los franceses y la oposición cada vez más firme de alemanes e italianos a Bonaparte demostró que la resistencia a la nivelación era tan fuerte como el apego a las instituciones tradicionales. En nuestra francesada de 1808, nadie murió gritando vivas a la Constitución —la fraudulenta Pepa—, sino invocando al Rey y a Dios. España, pese a los Borbones, seguía siendo mucha España. El propio Napoleón, como más tarde Stalin o Fidel, es una evidencia de la necesidad de un principio monárquico y masculino en la psique de todos los pueblos de raíz cristiana. Esto es algo que acaba surgiendo incluso en medio de las más nauseabundas orgías de odio igualitario, como en la URSS de los años 20.

Pero dejando la Historia aparte, cabe preguntarse cuál es el origen de este odio a una civilización que desde Homero hasta Borges han creado los hombres de Occidente. La respuesta nos la dio Nietzsche: por resentimiento de lo feo y vil contra todo lo que es sano y bello. Las ideologías democráticas, marxistas y anarquistas no son sino racionalizaciones de un resentimiento patológico que requiere más las explicaciones de un buen psiquiatra que las de un historiador o un filósofo, porque las razones del odio, al igual que afirmaba Tolstoi de la infelicidad de las familias, son todas muy peculiares. Engels odiaba a su padre empresario, Lenin al zar que colgó a su hermano, el feo y maloliente Marat a los aristócratas guapos y afortunados con las damas, y así hasta completar un larguísimo etcétera de resentidos y traidores que forman el santoral de las izquierdas. Quien tenga la inmensa paciencia de dedicarse a ello, que lo haga. No le faltará el trabajo. Hay una escena que por lo extendida que está sirve para comprender de qué estamos hablando: la matanza de la familia imperial rusa. Es muy probable que Nicolás II e incluso la zarina se mereciesen un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, ¿por qué se mató al pobre zarévich y a las hijas? ¿Sólo por razón de Estado? Puede parecer un argumento primario y emotivo, pero cuando los bolcheviques masacran a culatazos y golpes de bayoneta a las hijas del zar, están destruyendo con saña la belleza y la inocencia, la distinción y la fe. Evidencian algo más que una necesidad política: es el triunfo de la fealdad, del odio, de la envidia, del materialismo más grosero; en suma: la apoteosis del resentimiento. Hoy, aquella familia masacrada en Ekaterimburgo se venera como santa por el pueblo ruso al que los matarifes rojos pretendían redimir. Su sacrificio es el símbolo que representa la sangre de millones de muertos por el furor igualitario. Su martirio no se queda sólo como una triste nota a pie de página: en el lugar donde se les asesinó se erige hoy la Catedral de la Sangre, a la que cada vez peregrina un mayor número de fieles. Lo mismo sucede con la princesa de Lamballe, descuartizada por la hez de los sans culottes. Son evidencias gráficas de lo que se esconde tras tanta reivindicación de la extrema izquierda y que nos ahorran decenas de discursos. 

Para nuestra desgracia, no vivimos en la Rusia regenerada de Putin o en Hungría y Polonia, últimos refugios de la decencia en Europa, sino en el corazón corrompido de Occidente. Aquí reinan los sans culottes y la oligarquía económica al alimón, pues comparten el empeño común de homogeneizar el mundo, de extinguir las identidades europeas y de sustituir a los nativos por una masa de población flotante sin identidad ni arraigo. La ideología del odio, la verdadera eurofobia, forma parte de su táctica. La mejor forma de desarticular una reacción popular y nacional contra la tiranía del capitalismo globalista es que los europeos sientan vergüenza de ser lo que son, de su pasado. Para ello, debe surgir un sentimiento de culpa que les inhiba a la hora de defender su patria, su hogar y su tradición. Hay que presentar todo lo que conformó durante siglos la Europa cristiana y que edificó una civilización admirable como criminal, vergonzoso y discriminatorio —¿se ha fijado el lector en el empeño obsesivo de los burócratas de la UE de borrar cualquier referencia al cristianismo en la historia de "su" Europa?—. La táctica, en principio, ha funcionado, tanto aquí como en EE. UU.: la familia tradicional está en proceso de extinción, las generaciones futuras pierden la conciencia de su linaje gracias a la degradación de la paternidad, y la aculturación llevada a cabo por los mass media ha convertido a la juventud europea en una mala imitación de la peor América. Unamos a esto la islamización galopante impuesta, financiada y protegida por las élites en nuestro continente.  

Para tapar las bocas de quienes protestan, otra de las útiles invenciones que han aparecido en los últimos años es el llamado delito de odio, que paradójicamente blanden los radicales de izquierdas contra quienes osan oponerse a su tiranía callejera y académica. Repase el lector en las obras de Robespierre, de Marat, de Lenin, de Trotski o de Bakunin las incitaciones al odio, al genocidio y a la guerra civil: son constantes y explícitas. Una auténtica filosofía del matadero. Y, sin embargo, sus discípulos no se cansan de presentar denuncias ante unos tribunales complacientes, que saben la que les espera si se oponen al signo de nuestro tiempo: odiar en igualdad.

Al acabar con el inocente Columbus Day en los Los Ángeles y muy probablemente en Nueva York, se está demonizando la llegada del hombre blanco a América, la única criatura en el mundo que, por lo visto, no tiene derecho a celebrar sus logros (pronto nos pasará lo mismo aquí con el Día de la Hispanidad... ¡Uy! Perdón... Día del Pilar.... ¡Ay, no! Perdón otra vez: Fiesta... ¿Nacional? ¿Se puede decir esa palabra todavía en la UE?). Si esta ofensiva contra Colón no es odio, que venga Dios y lo vea. Y preparémonos, que seguirán cayendo chuzos de punta.

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