Los bolardos

A los integristas no les hace falta predicar la violencia: las políticas maltusianas ejercidas sobre la población europea nativa ayudan mejor que ninguna bomba al cambio de civilización.

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Por lo que uno oye a políticos y periodistas, parece que la matanza de Barcelona se habría evitado con sólo poner unos bolardos en las Ramblas, lo que al soviet municipal le pareció una imposición española intolerable. La polémica y los reproches se centran, pues, en los bolardos, con esa visión a corta distancia tan propia de nuestra clase política. El chaparrón les cae ahora a los ediles marxista-leninistas de Barcelona; que aguanten como puedan: quien siembra vientos, recoge tempestades. Pero no llegará la sangre al río; a la izquierda radical todo se le permite: profanar iglesias, desobedecer órdenes judiciales, festejar a terroristas, acosar con aires de ley de Lynch —
escrachar se llama ahora— a sus rivales políticos y cometer desplantes toreros ante el Jefe del Estado, la bandera y el himno. Por su negligencia en un atentado en el que sólo ha muerto gente de a pie, ninguna responsabilidad les va a exigir la clase política. 

No es mi intención ayudar a la hez podemita ni darle argumentos a la racaille de la CUP, pero los bolardos son una mala excusa. Si los terroristas quieren matar, por muchos bolardos que pongamos, aunque los haya hasta en las puertas de nuestras casas, nos seguirán matando. En vez de camionetas utilizarán tejas, cuchillos jamoneros, navajas de afeitar, lejía, o lo que tengan a mano. Pero, como siempre, los políticos prefieren lidiar con los efectos y no con las causas de un problema, seguramente porque la causa son ellos.   

El bolardo no está en las calles, sino en el cerebro de nuestros dirigentes, y cuanto más políticamente correctos son, más denso y granítico resulta. A quinientos metros del escenario de la matanza se alza la mezquita Tariq ibn Ziyad, que, evidentemente, para los ágrafos de la CUP y los progres de turno, es un espacio más del paraíso multicultural de Barcelona. El héroe epónimo de la mezquita no es un místico, como Ibn Arabi, ni un artista, como Sinan, sino Tarik, el vencedor de Guadalete, el inseparable compañero del moro Muza en nuestros libros de texto de antes de la LOGSE. Por supuesto, nadie se fija en este detalle insignificante, aunque las intenciones sean de miura corniveleto y marrajo. Imagínese el lector la reacción de nuestra extrema izquierda si se inaugurase un centro español en Chiapas dedicado a Hernán Cortés. Pero nuestros rojos leen poco: no pasan del Manifiesto Comunista, las hagiografías del Che de Paco Taibo, alguna cosa de Txalaparta para presumir de etarras y los más cultos (los niños burgueses de edificio okupa el finde y chalé familiar el resto de la semana) acaso han ojeado y hasta hojeado por consejo paterno la Reivindicación del conde don Julián de Goytisolo.

El fenómeno cultural más importante de los últimos cincuenta años es la islamización galopante de Europa, producto inevitable del reemplazo de población que nuestra casta dirigente favorece para bajar los costes de la mano de obra, volvernos más competitivos y acabar con el costoso y malcriado trabajador europeo. ¿Hace falta esta política? Para el gran capital, es una oportunidad estupenda de reducir costes y tener un ejército de reserva de población en paro más que pletórico (¿no es chocante la paradoja de que España, un país con cuatro millones de parados, necesite más emigrantes?). Nos podrá parecer muy discutible moral y culturalmente, pero esta política obedece a una lógica económica impecable: acabar con los carísimos europeos de una forma suave y llenar el continente de abundantes, dóciles y baratos metecos. Nuestros dirigentes, simples brazos políticos de las grandes empresas, ejecutan esta política gracias a un lavado de cerebro continuo de la población, a la que se le reblandecen los sesos con el llamado buenismo, una burda táctica repleta de emotividad y falta de juicio crítico que tan bien ha calado en las masas. Funcionar, parece que funciona, de momento, pero todo tiene un punto de saturación.

 La extrema izquierda, por su lado, ve en los reemplazantes una estupenda segunda oportunidad después de la caída de la URSS, una ocasión de oro para ponerse al frente de nuevas masas de oprimidos que reduzcan a cenizas a civilización heteropatriarcal europea. Recordemos que, desde 1968, las izquierdas han pensado que las revoluciones se organizan con las minorías oprimidas, no con las clásicas mayorías de antaño, y cuanto más odien aquéllas la tradición occidental, mejor. Las masas islámicas recién llegadas parecían un regalo providencial del capitalismo monopolista, esa legendaria soga con la que ahorcarlo. Por eso son los perros de presa de los intereses de la plutocracia de Bruselas.

Como todos los sueños de los doctrinarios, la realidad ha desmentido a la extrema izquierda. Nihil novum sub sole. Son muchísimo más frecuentes las conversiones de izquierdistas al islam que las de musulmanes al ateísmo marxista, y les alabo el gusto a los muladíes: ellos sí defienden una tradición sagrada y de lo más heteropatriarcal, por cierto. Estas ilusiones de la izquierda ya tuvieron un amargo desengaño con los comunistas iraníes y el ayatolah Jomeini, que tomó la homeopática medida de darles de su propia medicina a los émulos de Stalin y Mao. Pero el odio de los rojos a la tradición occidental es de tal calibre que prefieren sembrar Europa de mezquitas con tal de que ardan todas las catedrales.

Capitalistas y marxistas, pues, coinciden en lo esencial: favorecer la islamizacion de Europa. La tradición laica de la Revolución francesa ha secado el alma de Occidente y ha creado un vacío que amplió el Concilio Vaticano II con el suicidio de la Iglesia de Roma. El islam lo está ocupando con toda lógica: cuando se expulsa a la espiritualidad por la puerta, vuelve a entrar por la gatera. El ser humano necesita creer, y el islam le ofrece una fuente inagotable de fe; de ahí su atractivo entre los mismos europeos, desarraigados de su tradición gracias, en muy buena parte, al propio clero. Es decir, que somos nosotros, la masa social que el poder económico ha degenerado y reblandecido hasta niveles inferiores a los del ganado ovino, el problema. O cambiamos nosotros y hacemos que las cosas cambien, o esto irá a mucho peor. Es nuestro asentimiento, nuestro absurdo y bien instalado complejo de culpa, nuestro irracional buenismo, lo que legitima todo lo que está pasando. Mientras nosotros no nos transformemos y afirmemos nuestras señas de identidad, las cosas irán a mucho peor. No se gana un desafío rehuyéndolo.

La violencia islamista es lo que los cursis llaman un epifenómeno, una anécdota secundaria dentro de un proceso general de mucho más hondo calado: la transformación de Europa en un continente islámico. A los integristas no les hace falta predicar la violencia: las políticas maltusianas ejercidas sobre la población europea nativa ayudan mejor que ninguna bomba al cambio de civilización. Mientras, los musulmanes, libres de la esterilización obligatoria de la corrección política, se multiplican y crecen por todo el continente. Si Cataluña se independizara en octubre (y todo puede pasar con este gobierno), unos seiscientos mil catalanes serían de religión islámica. Un cuarto de la población de Occidente lo será de aquí a cincuenta años. Frente a una fe pujante y conquistadora, ¿creemos de verdad que la avaricia, la esterilidad, el odio a sí mismo, el complejo de culpa y la degradación moral de las democracias occidentales van a poder frenar la conquista?

 

 

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