La guerra que Occidente no podrá ganar

Unos tienen fe –todo lo fanáticamente que se quiera, pero la tienen–, creen en sí mismos, son austeros, recios, sacrificados, están dispuestos a sufrir y morir por defender lo suyo, y tienen muchos hijos. Los otros no creen en nada, ni en sí mismos.

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Los occidentales sufrimos sólo por lo que nos pasa a nosotros. Los medios de comunicación tienen mucho que ver en ello. Nos escandalizamos cuando los muertos son madrileños o londinenses, pero ni nos enteramos de las masacres diarias que los mismos o parecidos autores cometen en otros continentes. En el desdichado Irak mueren decenas diariamente en brutales atentados que, si sucedieran aquí, provocarían el caos inmediato. Estos atentados, sucedan donde sucedan, son el síntoma más visible de que buena parte del mundo islámico no descansará hasta ganar esta no declarada guerra mundial. Y no pararán porque la certeza de la victoria les viene tanto por la vía de su fanatismo religioso como por la del análisis de los hechos.

En los meses iniciales de nuestra guerra civil un dirigente republicano observó que mientras que los de su lado, cuando eran asediados, no tardaban en rendirse, sus enemigos resistían con tenacidad heroica hasta morir: ahí quedaron, entre otros, los casos del Alcázar, del cuartel de Simancas y de Santa María de la Cabeza. La clave de esta diferencia de actitud la dio Indalecio Prieto: «No hay animal más peligroso que un requeté recién comulgado». Y es un lugar común aquello de que, a diferencia de por Dios y por la Patria, es difícil dar la vida por la revolución social o por la dictadura del proletariado. Y más difícil aún –añadiríamos– por el laicismo liberal, la ONU o la sociedad de consumo. Ésta es la razón por la que Occidente acabará perdiendo esta guerra.

Pocos días antes de comenzar la segunda guerra del Golfo los informativos emitieron unas imágenes aleccionadoras. En Irak, donde en breve se desencadenaría la destrucción y la muerte, la gente trabajaba, hacía la compra con amabilidad y charlaba por la calle con lógica preocupación, pero con tranquilidad y la sonrisa en la boca. Por el contrario, las imágenes que llegaban de Estados Unidos, país que quedaría a muchos miles de kilómetros del frente, mostraban turbas de obesos histéricos pegándose por acumular alimentos, agua, pilas y cinta aislante.

Unos tienen fe –todo lo fanáticamente que se quiera, pero la tienen–, creen en sí mismos, son austeros, recios, sacrificados, están dispuestos a sufrir y morir por defender lo suyo, y tienen muchos hijos.

Los otros no creen en nada, ni en sí mismos, consideran progresista demoler los cimientos sobre los que está construida su civilización, no están dispuestos a mover un dedo por sus naciones –tan solo por sus sueldos–, están gordos, blandos, encadenados al televisor y los analgésicos, y en vez de hijos quieren coches.

Es posible que su superioridad técnica sostenga todavía a Occidente algunos años. Pero nuestro inevitable destino es ir de victoria en victoria hasta la derrota final.

 Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana,
entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

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