“Tenía que pasar, era inevitable y hay que acostumbrarse a vivir con esto, pero no lograrán enfrentar a nuestras civilizaciones y seremos siempre gente de paz y acogida. Es el precio que hay que pagar por vivir en una sociedad abierta.” Después, en vez de un réquiem, peluches e Imagine. Los daneses, que todavía son más progres que nosotros, proponen que abracemos a los yihadistas para que noten nuestro buen rollo y la falta de sentido de su violencia. Así somatizarán la paz. Pero, sobre todo, el gran peligro de estos atentados es que alimentan a la extrema derecha. Es preferible la conquista wahabí de Europa a que el identitarismo consiga un par de concejales. Supongo que el lector ya estará más que habituado a la sarta de lugares comunes que son de rigor cuando una furgoneta enloquecida (el hecho de que la conduzca un yihadista consideran que es irrelevante) arruina la vida de varias decenas de personas. Que el último de estos atentados haya ocurrido en Barcelona parece una de esas sangrientas e inmisericordes ironías de la Historia.
En una cosa tienen razón los mandamases de Progrelandia, ese campo de pruebas de la extrema izquierda europea en que se ha convertido Cataluña, y en especial Barcelona: era inevitable. Si se llena a posta el país de emigrantes musulmanes, no dude usted de que estas cosas acaban pasando. Para que se dé un atentado yihadista, lo que tiene que haber es unos cuantos barrios llenos de wahabíes, como Moellenbeek, por ejemplo. Eso es lo que crían con amoroso cuidado los ejecutores del reemplazo de población, quienes destruyen la tradición cristiana en nombre del laicismo, pero autorizan las mezquitas que pagan Arabia Saudí y Qatar en tierra de infieles. Recordemos lo que favorecen las autoridades podemitas y de la CUP catalana: inmigración masiva y sin papeles, racismo antiblanco, ridiculización y profanación de lo católico, homenajes llenos de comprensión a terroristas de Terra Lliure y ETA, por no hablar de su campaña de acoso político a los cuerpos de seguridad por parte de los concejales podemitas y de la CUP de Barcelona y Madrid.
No sólo era inevitable: era lógico. ¿Dónde puede prosperar mejor una red yihadista que en una ciudad como Barcelona, espejo del progresismo de toda Europa? A estos señores les resulta difícil comprender que son precisamente sus valores los que alimentan a la bestia. Fíjense en su opuesto, la Rusia de Putin, enemiga declarada del wahabismo, al que persigue sin piedad: Moscú sufrió atentados bárbaros, mucho peores que el de Barcelona, por parte de los chechenos. Pero la mano de hierro de Putin no tembló. Hoy, sin duda, Rusia puede sufrir algún ataque, no hay seguridad al cien por cien, pero la inflexibilidad y la fuerza han aplastado a un enemigo que, en Rusia, tiene un amplio campo para crecer en las repúblicas de mayoría islámica tártara o chechena, pero saben a lo que se exponen si lo hacen. Rusia se ha hecho respetar, precisamente porque sabe que hay valores muy superiores a la democracia, la diversidad y la tolerancia: la supervivencia de la comunidad nacional. Cuando en Rusia se produce una salvajada, las respuestas de los gobernantes no son ni la resignación ni los peluches ni Imagine.
Los europeos no somos ni fuertes, ni duros, ni casi hombres; somos millones de feministas blandengues, castrados por el democratismo radical de los últimos cincuenta años y la ideología del 68. Es inevitable que nuestros enemigos nos desprecien y nos ataquen. La población degenerada y cobarde, pacifista y acomodada, que se ha criado en el último medio siglo, sólo sirve de víctima sacrificial para minorías más fuertes. Este rebaño de bobalicones emotivos que lloran cuando se mata un toro se merece el infinito desprecio que les demuestran los yihadistas. Y en eso no podemos negarles la razón. Esta Europa está lista para ser conquistada. La novela de Houellebecq, Sumisión, exhibe con una claridad ejemplar los males de una cultura que quiere morir. Los quidams de la corrección política, los lenines de instituto pijo que ahora dominan la izquierda europea, son un pus, una gangrena, un síntoma externo de una grave dolencia de nuestra civilización. Los yihadistas aparecen como los cuerpos extraños que aprovechan la enfermedad de ese organismo moribundo para acelerar su final.
No es la primera vez que pasa. Spengler cuenta en su Decadencia de Occidente el caso de Bagdad en 1401: la antigua capital abbasida era una ciudad muy rica, sus ciudadanos cosmopolitas comerciaban con toda Asia y traían a los zocos mercancías de China, Rusia y Egipto. Un cuerpo de mercenarios vigilaba tanta riqueza. La música, las ciencias y la poesía disfrutaban de un gran nivel, pero ya se sumían en aquel estado en el que hay más erudición y preciosismo que originalidad. Cuando Tamerlán apareció ante las puertas de la ciudad, los bagdadíes decidieron acoger, ser pacíficos y tolerantes y recibir al conquistador sin ejercer una violencia siempre inútil y condenable. Sin arrojar una flecha, Timur Beg entró en Bagdad. Poco después, sus soldados levantaron un monumento conmemorativo de la conquista en el centro de la metrópolis con los cráneos de sus cien mil habitantes.[1] Tamerlán sabía juzgar a los hombres.
Esto pasa cuando las naciones poltronas, degeneradas y corrompidas renuncian a defenderse y a protagonizar la Historia. Pero sigamos llorando y colocando los peluches, seguro que los yihadistas sacan las conclusiones adecuadas. Como Tamerlán.