¿Qué opinión tenéis sobre el populismo? ¿Qué os hace decir que es, a la vez, “el problema y la solución”?
Mi enfoque del populismo no deriva de la ciencia política, sino de la filosofía. Rehúso el uso peyorativo que la ciencia política hace del término para designar a los partidos y a una oferta política que se trata de deslegitimar. Estos partidos tienen, ciertamente, puntos comunes, pero también diferencias fundamentales. Por poner algunos ejemplos, La FPÖ austríaca no tiene la misma posición sobre el euro que el FN. Tampoco sobre el Islam, aunque comparten una misma inquietud, pues podemos demostrar cómo las concepciones de la UDC y el FN son diferentes cuando se trata de definir y concretar las políticas al respecto. La UDC suiza es más “liberal” que el FN sobre la cuestión de la vestimenta islámica, pero centra más su atención sobre los lugares de culto y de los minaretes, etc. Recurriendo a este término, la ciencia política sigue prisionera de la ideología, construye un seudo ideal-tipo weberiano que funciona como un espantapájaros destinado a deslegitimar, de forma global, la oferta de los partidos populistas. Se dirá entonces que son antiinmigración o antieuropeos, lo que no significa nada, ¡como si hubiera que elegir entre los “anti” y los “pro”! Finalmente, la ciencia política es más ideológica que los partidos populistas y ello es porque el uso que hace de esta noción de “atrápalo-todo” es difundida rápidamente por los medios de comunicación…
Por mi parte, yo invierto completamente la perspectiva. En mi opinión, el populismo del pueblo es lo primero; y los partidos populistas sólo cubren posteriormente el fenómeno para intentar dotarlo de una traducción política. ¿Por qué, entonces, me dirán, no hablar del pueblo sin más? Porque el “ismo” permite apuntar el riesgo de un devenir ideológico del pueblo. El pueblo tiene cada vez menos relación con su esencia: su sociabilidad y su soberanía. Se relaciona consigo mismo bajo la forma de una nostalgia y el apego a su ser perdido, a su “identidad”. El populismo es la forma en que el pueblo experimenta su descomposición y la reacción que intenta oponer a esta descomposición. Es la enfermedad que sufren los pueblos europeos, pero la enfermedad no es lo contrario de la salud, es la reacción de un organismo todavía sano ante lo que intenta descomponerlo. Lo que el pueblo quiere conservar en su populismo no es ser otro distinto, sino ser él mismo: su ser como pueblo francés, su ser como pueblo español, su ser como pueblo inglés, etc. De ahí que el populismo pueda ser, a la vez, el problema y la solución a la situación de “impasse” vivida por los pueblos europeos. Es el problema en la medida en que la oferta política –que fuerza a redefinirse– es, sin duda, todavía insuficiente. Es la solución en la medida en que es una demanda de política en el sentido más profundo del término, es decir, de comunidad deliberando sobre las decisiones compartidas.
¿Por qué el populismo corre el riesgo de encarnarse otra vez bajo formas generalmente demagógicas? Y ¿por qué, por el contrario, está condenado, en el marco del neorrepublicanismo (Debray, Chevènement) a desencarnar al pueblo y pasar de lado?
Resumiendo: el populismo es la protesta ejercida por el pueblo mismo contra su descomposición. El pueblo quiere continuar siendo pueblo. Esta demanda no es una demanda política clásica, es una demanda archipolítica, que sitúa a los políticos ante la cuestión: ¿qué es un pueblo y cómo reinstituirlo siendo su propio ser lo que está en juego? Los líderes populistas ven la respuesta más simple y la más disponible inmediatamente: un pueblo es una “identidad”. Los líderes “republicanos” ven la respuesta inversa: un pueblo es una “voluntad”. Aquí nos encontramos con la vieja oposición entre la concepción de la nación heredada pasivamente y la que adoptamos libre y deliberadamente. Esta oposición, durante mucho tiempo, ha permitido estructurar el debate francés entre los “republicanos” de un lado y los “nacionales” del otro. Pero, lo que es remarcable, es que esta oposición no se ajusta a la historia de Francia, la cual ofrece una síntesis de la heredada identidad y conseguida libertad. Más remarcable todavía: el pueblo en su populismo lo sabe instintivamente. Sabe que lo que le constituye en pueblo francés no es ni una pura identidad ni una pura libertad. Es por esto que el pueblo francés no es partidario ni de la oferta identitaria lepenista ni de la oferta voluntarista chevenementista. Incapaz de producir una síntesis política, la de un nacionalismo republicano, el FN está condenado por el momento a hacer la separación entre nacionalismo identitario y nacionalismo cívico. No obstante, el colapso de la oferta europeísta, que propone la superación de la nación, le deja el campo libre. El pueblo ha sostenido esta línea europeísta durante tanto tiempo que podría hacer creer que la mantendría con más fuerza. Esta ilusión acaba de disiparse en la actualidad.
Usted mantiene la distancia entre un individualismo que defiende una concepción cívica de la nación y un holismo que se refugia en una nacionalismo identitario. ¿Exploráis una tercera vía, entre neorrepublicanismo y enfoque identitario de la nación? ¿Qué forma podría tomar? ¿La asimilación imitativa? Vuestro razonamiento, ¿se encierra en una concepción irredentista –no osaremos decir jacobina– de la nación?
Propongo, efectivamente, una superación de la oposición identidad-libertad. Es la noción de imitación, inspirada en Gabriel Tarde y aplicada a la asimilación, la que me permite el enfoque de la nación y del pueblo. Imitar es, a la vez, ser determinado y libre, pasivo y activo: determinado por el modelo a imitar, pero libre y activo en la medida en que la imitación implica un trabajo de uno sobre sí mismo –una autotransformación– y no una simple pasividad o una simple identificación imaginaria. Asimilar, en este sentido, es ser similar activamente, sin intentar ser “completado” por un modelo imaginario. Mi concepción no es, pues, irredentista y sitúa a la nación en una forma de fragilidad, porque ella depende de la acción de un pueblo imitando modelos comunes, sin por ello dejar de innovar, a partir de dos tipos principales de imitación descritos por Tarde: imitación-modo e imitación-costumbre. Veamos la lengua: ella posee una estructura permanente, lo que no le impide evolucionar a lo largo del tiempo, resultado de una multitud de acciones de imitación y de innovación realizadas por numerosos locutores. Pasa lo mismo con la nación.
Usted sitúa en el centro de su pensamiento la cuestión de las costumbres más que la de identidad. La adopción de costumbres, ¿no es también una de las dimensiones de la identidad? ¿Por qué reducir la pertenencia a esta sola dimensión de las costumbres?
Creo que hablar de la nación y del pueblo en términos de “identidad” es un síntoma. El lenguaje de la identidad es reactivo: es la pérdida de la sustancia de la experiencia humana, tanto individual como colectiva, la “pobreza de experiencia” descrita por Walter Benjamin, que plantea a cada cual reivindicar una identidad. Pero, ¿qué es la identidad sino un cierto número de características que se abstraen de la realidad? Desde el momento en que nos ponemos a hablar con este lenguaje y, a fortiori, del de la defensa de la identidad, es que es demasiado tarde. Es que hemos dejado de imitar las costumbres que teníamos. La comunidad se funda sobre la evidencia de un reparto casi inconsciente de las mismas costumbres. Al dejar de proyectarse sobre un futuro común, se plantea la cuestión de su identidad. Así deviene regresiva y se busca en un origen mitificado el “telos” de su acción. Es remarcable que esta noción de identidad a seguir, de identitarismo, haya nacido en los intelectuales inmigrados, exiliados de su cultura de origen, como sucede con el psicoanalista Erikson, como lo señala Vincent Descombes en su libro “Les embarras de l´identité”.
Un pueblo vivo se burla de la cuestión de la identidad, se trata de un pueblo activo que quiere continuar experimentando el placer y la alegría en sus costumbres compartidas, que son maneras de actuar, de relacionarse con las cosas y con los demás. El pueblo quiere conservar sus costumbres, que le son suficientes plenamente para dotar de sentido a su existencia. Aspira a continuar la imitación de modelos de costumbres que ya han sido probados y experimentados, enriqueciendo la existencia que ellos consideran deseable. Pero no se defienden como un paquete total que implicaría la identidad nacional. Se defienden día a día las costumbres, practicándolas, imitándolas y combatiendo los modelos que les amenazan. Retomemos el ejemplo de la lengua: preservar es una lucha cotidiana contra su desfiguración y su devenir orwelliano… Lo mismo vale para las costumbres más cotidianas, la manera de alimentarse, de vestirse, de habitar, de relacionarse con el otro sexo, etc. Esta es la profundidad antropológica de las costumbres que constituye esa “personalidad” que es, por ejemplo, la Francia, no su identidad-idem, para hablar como Paul Ricoeur, sino su identidad-ipse que conduce al reconocimiento de uno mismo.
¿Es esto lo que le hace decir que la nueva guerra será una guerra de costumbres? ¿Por qué? ¿Cuáles serán las líneas de fractura?
La guerra contra las costumbres está abierta en dos frentes: por la mundialización liberal y el multiculturalismo, por un lado, por el islamismo, por el otro, que pretende establecer sus propias costumbres sobre el campo de ruinas que ha dejado su rival.
Todo lo que es vivido y experimentado, es decir, imitado activamente en el seno de una relación intersubjetiva, se está alejando. Los niños son modelos por construirse. Ya no son educados de forma intersubjetiva en el círculo familiar, ni siquiera en el de la escuela, son presas permanentes de las imágenes que consumen abstractamente y que les dispensan de trabajar sobre sí mismos. El islamismo ha comprendido perfectamente todo el beneficio que puede extraer de esta situación, ocupando progresivamente el terreno de lo real abandonado por los espectadores de imágenes, el espacio público, en el cual él anuncia sus propias costumbres. Frente a esto, no encontramos costumbres colectivas, sino a los individuos desorientados de la sociedad multicultural, que ya no tienen nada en común, encerrados en una identidad que continúan persiguiendo como una quimera. El islamismo no se contenta, sin embargo, con invadir el espacio público con la propuesta de sus costumbres, invade también el espacio privado mediante su propia propaganda espectacular, a través de internet y sus satélites. Juega en dos terrenos: el del tiempo y el del imaginario de la sociedad espectacularizada. El populismo de los pueblos europeos, en tanto que adhesión a una cierta forma nacional determinada por sus costumbres, es el principio de la resistencia de los pueblos atrapados entre el yunque del multiculturalismo y el martillo del islam. La guerra de las costumbres no está ante nosotros, ya ha comenzado.
© Entrevista a Vincent Coussedière, realizada por Alain de Benoist y François Bousquet, en la revista Éléments Nº 160.