Dead white men

El dogma académico imperante en los EE. UU. y en sus Estados libres asociados (o sea, Europa) es que los que hasta nuestra infancia se consideraban clásicos, maestros del lenguaje, no son ahora más que representantes literarios de un "heteropatriarcado" racista.

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Hace poco, un amigo editor me contó su conversación con un profesor americano de literatura inglesa. Mi amigo, que es un especialista en libros de aventuras, empezó a hablar de su tema favorito y, a veces, por desgracia, único: Herman Melville. Zarpó en el
Pequod, recaló en Taipee,  se demoró con Bartleby y acabó con Benito Cereno, no sin hacer una breve incursión en la insoportable y extensa obra poética del escritor yanqui. El académico lo examinó con el mismo aire de condescendencia con el que se mira al erudito local especializado en algún poeta menor que es la gloria de su municipio.  
—No me interesa mucho Melville, creo que Moby Dick sería más interesante desde el punto de vista de la mujer. En fin de cuentas, Melville es un dead white man. Yo sólo leo literatura feminista actual.
Mi amigo, hombre de negocios autodidacta, se quedó de un aire. Yo, cuando me lo contó, no tanto. El profesor le podría haber reprochado a Melville más ofensas: no escribir en ebonics o su falta de atención al fenómeno de la disforia de género, por ejemplo. Basta con estar un poco al corriente del mundo académico anglo para saber que esto no es ninguna aberración de un solitario al que Foucault y el Wadsworth Handbook le han secado el cerebro; el dogma académico imperante en los EE. UU. y en sus Estados libres asociados (o sea, Europa) es que los que hasta nuestra infancia se consideraban clásicos, maestros del lenguaje y, sobre todo, autores muy entretenidos y dignos de ser frecuentados, no son ahora más que rednecks, representantes literarios de un heteropatriarcado racista, misógino, homófobo y negador de los derechos de los animales; ni Platero y yo se libra de una deconstrucción crítica.
No soy un gran fan de Harold Bloom, pero él fue el primero en denunciar en The Western Canon que en las universidades americanas se había extendido el mal francés,  que los discípulos de Foucault habían logrado que el estudio de Poe, Hawthorne o Keats quedase preterido por textos de poca entidad literaria, si es que tienen alguna, pero escritos por negros, mujeres, homosexuales o cualquier otra minoría oprimida. Este erostratismo académico enragé pretende degradar la alta cultura poniéndola al nivel de expresiones de mucho menos valor, pero es precisamente este último concepto, el de valor, el que ha desaparecido en una nihilista nivelación de conceptos que deriva de los mitos de la antropología moderna. Cuando se extiende la palabra “cultura” incluso a las pautas de acción social de un grupo de orangutanes, cualquier producto es aceptable y válido en igualdad de condiciones con los demás.
Gracias a semejantes ideas, ya son dos —y van para tres— las generaciones de estudiantes que se han formado en el desprecio y la ignorancia de la tradición literaria de Occidente, hecho continuamente alimentado por las corrientes marxistas, neomarxistas, estructuralistas, deconstructivistas, postcoloniales, lgtb, feministas y demás, que enturbian con su pluralidad de enfoques la excelencia de los clásicos y la posibilidad de un canon. Si a esto se le une la plaga de la hipocresía sajona, el cóctel resultante es de un totalitarismo abrumador: hay que evitar toda literatura que ofenda.
La intromisión de valores extraliterarios en esta neopreceptiva viene justificada porque más vale que los estudiantes sean buenos ciudadanos antes que competentes letrados.  Por lo tanto, la corrección política es más importante que la calidad literaria o, incluso, que la verdad histórica o científica.  Y la prioridad de este nuevo paradigma es el igualitarismo a ultranza y la nivelación radical de la calidad artística mediante un relativismo que, a su vez, incurre en la paradoja del dogma.
¿Cómo imponer este constructo académico? Analizando con valores de hoy conductas de hace siglos (el relativismo tiene sus límites) y silenciando a quien se opone a este nihilismo rampante mediante el uso de la ofensa, que no tiene réplica porque no es racional sino emotiva, rebosante de moralismo indignado, como el clásico reproche femenino.  Eso sí, sólo funciona de manera unidireccional: el blanco es racista; el negro, no. El hombre es sexista; la mujer, no. El heterosexual es excluyente; el homosexual, no. La mayoría reprime; las minorías, no. Todo esto forma el discurso de la víctima, que incluso cuando es agresiva y genocida, siempre tiene razón, siempre es la misma y siempre siente múltiples e insufribles agravios que destila, día sí y día también, en una verdadera industria de la culpa que recae siempre sobre los mismos: los dead white men. Kipling, Schopenhauer, Goethe, Quevedo y la mayor parte de los clásicos de la tradición cultural de Occidente, ofenden. Ergo hay que minusvalorarlos, anotarlos, interpretarlos, deconstruirlos, es decir: destruirlos o, para remedar a los anglos, bowdlerizarlos en antologías ad usum delphini, que es lo que ahora leen los universitarios. Y ese es el gran logro de la Academia en los últimos treinta años: aniquilar los valores de la vieja Europa con argumentos muy occidentales.
Con semejante carga a cuestas, bien podemos pronosticar un futuro de barbarie inminente. Esta agresión contra la propia identidad corre parejas con otros fenómenos paralelos, tanto como para que veamos en ella el fundamento ideológico del sistema económico, político y social de nuestra era. ¿Quién deconstruye a los deconstructores?
¡Bienvenidos a la Edad Oscura!

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