¿Retorno a lo sagrado?

La crisis de lo divino y el laicismo

El autor reflexiona sobre las consecuencias originadas a partir de la separación de lo divino y lo profano. Entre otros, da una conceptualización del Estado como forma, a su juicio, artificiosa de protección frente a los males colectivos. Asimismo, expone las formas actuales que reviste esta cultura política laicista, que prescinde y excluye de lo divino.

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La clave de los problemas actuales, por lo menos en Occidente, es el conflicto entre la política y la religión. En ello desempeña un papel principal la ofensiva del laicismo radical irreligioso o, por lo menos, anticristiano en orden a transformar radicalmente la cultura y la civilización. El objetivo final, no siempre consciente o declarado, es la creación de un hombre nuevo, puramente terrenal, el tema que impulsa las tendencias políticas predominantes desde la revolución francesa.

Su substrato es seguramente el ocultamiento, olvido, negación o rechazo de la realidad de lo divino. Esto conlleva la pérdida del sentido de la realidad y, por ende, de la vida. Sin embargo, no se trata tanto de una crisis de fe como de una inversión del objeto de la fe. Pues, siendo la fe una propiedad antropológica, pueden variar sus contenidos. Pero mientras la fe propiamente dicha se refiere a lo sobrenatural y trascendente, lo que habría pasado es que ahora se pone la fe en lo artificial, como si fuese lo sobrenatural, y en lo inmanente.

2. El ocultamiento, olvido, negación o rechazo de lo divino se ha sintetizado en sintagmas como la "muerte de Dios" (Nietzsche), el "desencantamiento del mundo" (M. Weber), el "eclipse de Dios" (M. Buber), la "desdivinización" o la "huida de los dioses" (M. Heidegger, Holderlin). El desconcertado Max Scheler hablaba de la "impotencia de lo divino".

Serían preferibles, empero, fórmulas menos conocidas como la de Manfred Frank, "Dios en el exilio", o la de Marcel Gauchet de "la salida de la religión", o la sugerencia de George Weiler de una "política sin Dios". Fórmulas éstas más próximas a la del "silencio de Dios" de San Juan de la Cruz, sobre el que ha llamado la atención Rémi Brague.

Brague prefiere hablar del "retroceso de lo sagrado"´. Sin duda, porque lo sagrado es la forma en que la humanidad se relaciona con lo divino en las formas del culto religioso. Y es un hecho indiscutible que hoy se sustituye, esconde o tergiversa lo divino con falsas sacralizaciones de cosas humanas como el bienestar, el desarrollo, el nivel de vida, el sexo, la democracia, la etnia, el nacionalismo, el Estado, la Tierra, etc. Todas ellas son politizaciones tras las cuáles está el Poder.

Hay religiones para todos los gustos. Con la difusión de la ideología sacralizadora de los valores, que pretende llenar el vacío creado por el formalismo kantiano, la natural subjetividad de la conciencia, el órgano que evoca lo divino, se ha convertido en una caja de Pandora y a la vez en un lecho de Procusto. Cualquiera puede inventarse una religión para su uso personal, señala el sociólogo Peter Berger.

Por otra parte, la sacralización del Estado como depositario del Poder en tanto manifestación de lo divino es, sin duda, la causa del auge de la cultura nihilista. El propio Estado, innovador por definición, la difunde como liberación del pasado, de las tradiciones y de las limitaciones naturales de la condición humana. El problema consiste en que se considera lo divino.

3. Por lo pronto, el Poder como tal tiene de suyo un carácter sagrado, puesto que lo Político salió de lo Sagrado, la forma natural y comprensible de lo divino. Es, por ejemplo, lo que explica la obediencia, pues quien manda tiene poder. Pero el Poder asentado en la inmanencia, ésta es la cuestión, no es lo divino. Eso explica el conflicto actual entre el laicismo radical y las religiones. Las religiones en plural, no sólo la cristiana; por supuesto las que son auténticas religiones, no sustitutos, ideologías o inventos quizá crematísticos.

Si el laicismo inmanentista combate al cristianismo, débese a que nació en Europa, dentro de la cultura cristiana, a que es aquí donde se desenvuelve, aunque ya tenga sucursales en otros lugares. Dado su origen, contiene elementos del cristianismo. En cierta manera aspira a realizar el cristianismo sin Dios. Pues esos elementos no se limitan al origen cristiano del laicismo, impulsado por la Iglesia, sino que incluyen ideas como las de universalidad y misión. No obstante, la universalidad del nuevo laicismo se apoya en la ciencia y la tecnología, a las que la época ha llegado a atribuir un carácter misionero, como destinadas a erradicar definitivamente el mal y el azar, las dos obsesiones del pensamiento moderno. El laicismo radical les debe muy especialmente a esos dos elementos su prestigio y su difusión: se identifica con el cientificismo, una ideología de la ciencia.

Ese laicismo deriva empero su fuerza en que se apoya, por otra parte, en lo Político estatal, de suyo laico y neutral, por lo que se presenta como político. Mas, sin querer ser una religión, puesto que toda religión se basa en la fe en lo divino trascendente, transmundano, opera como una religión contra toda religión. Su vigor estriba, justamente en que es político, temporal y, aliado con los poderes de este mundo, se ha apoderado del Estado, cuya naturaleza, la neutralidad, coincide con la presunta objetividad científica del laicismo. En realidad, el Estado, que monopoliza por definición la actividad política -la libertad política- y a partir de ahí aspira a monopolizar todo lo profano, ha sido el instrumento impulsor del laicismo radical, propugnado de manera especial por el humanismo, que es en sí mismo una visión antisobrenatural, puramente natural, de la naturaleza humana, degenerado en humanitarismo militante.

De momento, el laicismo deja en paz a las demás religiones; incluso se alía con ellas contra el cristianismo, su principal enemigo. Sin embargo, ese laicismo es enemigo existencial, no mero adversario, de toda religión, tanto de las naturalistas, para las cuáles la Naturaleza como physis en la terminología griega es lo divino, como de las bíblicas para la cuáles lo divino trasciende claramente al mundo o, por decirlo así, está fuera de él.

4. Mas, ¿porqué opera el laicismo como si fuese una religión naturalista? La crisis de la fe no es la crisis del sentimiento y la razón religiosos, de modo que el nuevo laicismo es una forma de fe, aunque por su sustrato nihilista niegue la trascendencia. Es el nihilismo racionalista de origen cristiano que suprime la creatio de la fórmula creatio ex nihilo. La causa, y por eso lo que ocurre hoy no es una crisis de fe, todo lo contrario, consiste en que la fe es una propiedad de la naturaleza humana, igual que la razón, la memoria, el sentimiento, la imaginación, la voluntad o la libertad. La fe es un componente esencial, ontológico, de la naturaleza humana. Esto es de sentido común, del que es muy expresiva la máxima o refrán de la sabiduría popular, "quien no cree en Dios cree en la herradura". La antropología sin compromisos demuestra que la fe en lo divino trascendente es connatural al ser humano. Por eso es erróneo considerar inmanentistas a las religiones naturalistas, de las que se podría decir que simplemente se engañan sobre el objeto de la fe.

 

El problema consiste ahora en que el sentido común, resorte de la conciencia, ha sido demolido a partir del Romanticismo por el constructivismo político y la politización colectivista.

El hombre es un ser que tiene creencias, entre ellas las propias de la fe, que las religa a todas al relacionar al ser humano con lo divino a través de la religión, que es cosa de este mundo en el sentido de natural. De ahí que uno de los objetos principales de la ofensiva laicista consista en atacar y destruir la creencia ancestral en la naturaleza humana como algo permanente, universal, dado, una donnée o presupuesto. A este fin, separa lo natural como lo puramente biológico, de lo humano o espiritual, que así resulta ser un producto de la cultura y, por ende, manipulable, construible. No se puede hablar del hombre como humano antes de su existencia, venía a decir Jean Paul Sartre.

El culturalismo cientificista es la clave del laicismo militante que destruye las ideas-creencia de que hablaba Ortega como criterios fiables de la conducta, entre ellas las que pertenecen al mundo sobrenatural de la fe. Su hueco se rellena con valores ad usum delphinis, útiles para la voluntad de poder que excita y expande el nihilismo. Esta es la tarea del modo de pensamiento ideológico dominante: proponer valores como conceptos que explican la realidad. Lo que ha llamado Carl Schmitt la tiranía de los valores, una de las fuentes principales, o la principal, del relativismo.

5. Al hablar de ataque y destrucción se alude inevitablemente al Poder: no ataca ni destruye quien no cree que tiene el poder de hacerlo. En un mundo artificialista, lastrado por la "pérdida de la realidad, sólo quien tiene poder tiene libertad. Así definía Hobbes, el padre del artificialismo, la libertad: Freedom is Power. Y esta es la concepción de la libertad dominante en la época del estatismo. Por ejemplo, el estulto Rodríguez Zapatero, un típico "hombre nuevo" del nihilismo y Anticristo de pacotilla, ejemplo del gobernante antipolítico, guiado por su instinto demagógico dice, haciendo de un retruécano vulgar un principio del gobierno, "la libertad os hará verdaderos": la libertad como "liberación" del Ethos, una suerte de libertas indifferentiae.

Precisamente el caso de España es tal vez, en este momento, el mejor ejemplo actual del modo de operar del laicismo radical. En aquella frase se resume y culmina la destrucción del ethos llevada a cabo por la nueva Monarquía socialista desde su instauración, como si se tratase de un maquiavélico principe nuovo. Con el evidente propósito, pues a la vista de los hechos no es posible pensar en otro, de crear una sociedad nihilista sin las trabas de los hábitos, las costumbres, las tradiciones, las creencias, del ethos. Sería una sociedad dependiente exclusivamente de la voluntad del Poder.

Ahora bien, la libertad no pueden darla los gobiernos, cuya misión consiste precisamente en protegerla. Sólo pueden liberarla de trabas o de las responsabilidades inherentes a la libertad. Pues, igual que la fe, la libertad es una propiedad humana, un presupuesto ontológico. La naturaleza humana, en cuanto humana, es espiritual y libre. Precisamente por eso existe la moral, que se refiere a la responsabilidad inherente a los actos libres. Esto es lo que quiere destruir el laicismo radical para construir la sociedad amoral, indiferente y conformista, que constituye su ideal, en la que la responsabilidad es otro monopolio del Estado: el Estado, se hace cargo de la responsabilidad inherente al ejercicio de la libertad con sus infinitas leyes-medidas, cada vez más detallistas. Lo que llama Sloterdijk la ideología modal. El Estado, contra una creencia muy extendida, no da la libertad. Sólo puede liberar a los hombres de la carga de la responsabilidad.

6. Como recuerda Marcel Gauchet, la política, el poder político, salió de lo sagrado, que estabiliza la visión de lo divino formalizándola como religión. La religión relaciona a través de lo sagrado la vida humana con lo divino. Pues lo divino es la realidad eterna entitativamente no natural; pertenece a una esfera no humana, sobrenatural respecto a la realidad total. Como los griegos pensaban que lo divino es lo ultrasensible del cosmos, la physis, respondiendo a esa idea ancestral, Platón concibió un mundo distinto del cosmos u orden aisthetós, el mundo sensible: el cosmos u orden noetós, el mundo de lo divino en el que viven las ideas, el mundo espiritual. Para investigarlo inventó un método -una vía-, la filosofía, el amor a la sabiduría, pues la sabiduría, la sophia, es, según los griegos, el saber de lo eterno, propio de los dioses. Y así siguen pensando, aunque con formas diferentes, grandes y pequeñas culturas y civilizaciones. Para todas ellas, igual que para los griegos, lo divino era el principio interno ordenador del cosmos, y, por reflejo, del orden del mundo natural, identificándose las epifanías o manifestaciones de lo divino con las fuerzas que emanan de la Naturaleza.

Pero esto ultimo, para el mundo de las religiones bíblicas son falsas sacralizaciones naturalistas. La Biblia habla directamente de la trascendencia, de la existencia de una realidad sobrenatural ajena al cosmos, a la Naturaleza, a la que, por el contrario, crea y da vida, y, por tanto, no es enemiga de la realidad natural sino distinta de ella. Es la realidad divina, como captó Platón, quien identificaba lo natural con lo sensible, explicando con mitos, cuando no podía expresarlo con conceptos naturales, lo relativo a lo divino. Es decir, descubrió la trascendencia de lo que para él era el Ser, el principio y hontanar de todo lo sensible.

En suma, el Poder de lo divino, que históricamente salió como poder político de lo sagrado, está inevitablemente impregnado de sacralidad. Y esta impregnación es lo que empezó a limpiar, si se puede decir así, inconscientemente, el humanismo renacentista, al que el averroísmo latino había preparado el terreno al separar la razón y la fe como fuente de verdades distintas, haciendo del hombre de fe un ser distinto del hombre racional. Esa primera desintegración de la naturaleza humana es lo que asustó a Ockham llevándole a proponer una suerte de imperialismo de la fe separada de la razón, que, a la larga, con el protestantismo y el humanismo posterior, y debido a una serie de circunstancias, dio la vuelta y se convirtió en el imperialismo de la razón, el menos en este mundo: al quebrarse la conexión natural entre la fe y la razón, el hombre, habitante de la Tierra, que después de Copérnico tampoco era ya el centro del cosmos, quedó aislado de la trascendencia. Puesto que a ésta sólo se podía acceder por la fe, un don de la divinidad según la teología -de ahí las disputas sobre la gracia entre protestantes y católicos-, la razón era la única facultad innata a la que podía atenerse el hombre en el aquende. Y ante el silencio de Dios, sin comprender que ya ha dicho todo lo que tenía que decir, la razón acabó desentendiéndose de lo divino creándose la atmósfera propicia para que el mundo llegase a ver en la fe en lo divino, como lo extraño al mundo, la causa de la contingencia y el mal, y se opusiera a esa fe y a lo divino.

7. Augusto Comte es un buen ejemplo de esa actitud. Pero una figura principal del proceso que lleva a Comte y la negación de lo divino, aunque no es el responsable, fue Maquiavelo. ¿Qué hizo Maquiavelo? Es sólito interpretar su pensamiento diciendo que separó la política de la religión y con ello de la moral, que la religión se limita a precisar, pues no hay más que una moral, que no es más que la forma natural de la ley divina4.En suma, el Poder de lo Político, en el mundo moderno el Estado, se hizo así autárquico frente a la religión y la Iglesia. Esto vale como resumen para maquiavélicos y antimaquiavélicos. Pero, a la verdad, Maquiavelo no hizo nada de eso, no separó nada. Se limitó a describir a-teológicamente, como un humanista, la realidad de la política de la época. Es decir, escribió como un notario que da fe de lo que ve. Y como notario prescinde de la teología, el conocimiento racional de Dios, que era hasta entonces el principal de los saberes y lo que hacía posible ordenarlos. En Maquiavelo, lo que parecen consejos, a lo que debe su mala fama, no tienen un sentido moral: son los consejos de un notario.

A la verdad, lo que resultó evidente de la descripción por Maquiavelo de la realidad histórica, es que el poder, tal como se manifestaba en la época, prescindía de su origen trascendente y por tanto de la ley moral natural descansando en sí mismo e imponiendo su propia moralidad, la del éxito. El hombre sólo puede hacer suyo el poder si posee virtú, cualidad en que cifraba Maquiavelo la principal característica del hombre político, del Príncipe, el actor principal en el sentido del principe nuovo fundador de Estados; mediante la virtú -una combinación de la concepción clásica de la virtud como valor con la gracia- puede dominar a la fortuna; pues de la fortuna -una visión a-teológica de la Providencia- dependen el cincuenta por ciento de los actos humanos según el escritor florentino. Por eso, la prudencia, que era desde los griegos la virtud por excelencia del hombre político, se trasforma ahora en auxiliar de la virtú: sus funciones se circunscriben a hacerle comprender al actor individual, en este caso el príncipe, la necessitá, el conjunto de circunstancias que condicionan su acción. Lo demás, el cincuenta por ciento, depende de la fortuna, pues el Poder no tiene otra explicación que él mismo, es una realidad inmanente. Este fue el gran descubrimiento de Maquiavelo: la presencia del principio de inmanencia. Seducir o someter a la fortuna para merecer los favores del Poder es, pues, la tarea de la virtú.

Lo que hizo el escritor florentino fue sacar a la luz sin proponérselo, pues no era un filósofo ni le interesaban estas cuestiones, el poder del principio de inmanencia, y tras él, gran parte del pensamiento moderno, fascinado por su descubrimiento hizo de la inmanencia su principio intelectual. Pues Maquiavelo descubrió asimismo que con el Poder, tal como lo describía, dejado a sí mismo, resulta que el mal es como la sal del mundo humano. Y el pensamiento moderno se dedicó a discurrir como podía encapsular con ayuda de la razón al Poder para controlar o suprimir el mal y, en lo posible, hacerlo benéfico.

A partir de Maquiavelo se difundió la idea del Estado como cápsula apropiada para encerrar el poder, todo el Poder, de modo que, manejando adecuadamente, racionalmente, esa máquina, se pusiera al servicio del bien controlando el mal. De ahí la razón de Estado, que opera inmanentemente.

8. Lo que verdaderamente significa hoy el humanismo ateológico (no ateo ni antiteológico) de Maquiavelo, consiste, pues, en que puso al menos tres cosas sobre el tapete.

La primera, el principio de inmanencia como último fundamento y rector de las colectividades humanas. La única alternativa frente al poder de la inmanencia consistía en contar con el auxilio de la fortuna para estabilizarlo. La solución únicamente podía consistir en fortalecer la virtú del príncipe con una instrumento técnico adecuado capaz de poner la fortuna a su favor: lo Stato.

La segunda, la razón de Estado, a la que, como es notorio, el escritor florentino jamás se refirió expresamente: aplicando la razón al cálculo de la relación entre los medios y los fines para manejar la máquina estatal, se podía controlar el poder circunscribiendo sus propios fines de un modo que al menos garantizase la paz; Bodino inventaría luego la soberanía como el círculo al que se circunscribiría la acción del Poder, dándole así la función de neutralizar los conflictos colectivos.

La tercera, que el laicismo, que se atiene exclusivamente a la razón, al poder de la razón prescindiendo de la fe, puede buscar mediante el poder el bien de este mundo. De ahí el modo de pensamiento secular, "laico" en el sentido de independiente de la Iglesia, que había creado el laicismo. Es decir, bajo el principio de inmanencia se separaron el laicismo mundano y el laicismo eclesiástico. El laicismo inmanentista devino así, poco a poco, absolutamente independiente de la Iglesia, que postula en cambio la trascendencia, y de su auctoritas, que la presupone.

El laicismo radical es, pues, un resultado de la revolución permanente de la que surgió el Estado´ a consecuencia de la lucha entre el principio de inmanencia, representado por el modo de pensamiento exclusivamente laico, que se produce sub specie temporalis, y el principio de trascendencia que informa el modo de pensamiento eclesiástico, que se produce sub specie aeternitatis. El modo laicista de pensamiento, apoyado intelectualmente por el humanismo, es la sustancia del modo de pensamiento estatal políticamente dominante frente al modo de pensamiento eclesiástico desde que se constituyó el Estado.

En resumen, se podría decir que, a partir de la institucionalización del Estado, cabe sintetizar todo el pensamiento específicamente moderno como el producto del conflicto entre el principio de trascendencia y el principio de inmanencia, entre la fe y la falta de fe, en cuya lucha cifraba Goethe el drama de la historia universal. Las famosas antinomias kantianas reflejan ese conflicto y su insolubilidad: el razonamiento a partir de la inmanencia y el razonamiento a partir de la trascendencia.

Así pues, las pesquisas sobre la solución al problema del mal, tal como lo había expuesto Maquiavelo, dieron lugar al artificialismo, la idea de que hombre puede construir formas o instituciones protectoras frente al mal; en definitiva el Estado como una especie de lugar sagrado profano. Pues, desde el punto de vista estrictamente inmanentista, la función de lo sagrado no consiste en conectar a la humanidad con lo divino, como hacen las religiones, sino en buscar protección frente a ello en tanto lo misterioso, como ocurre en las religiones y civilizaciones antiguas. Se trataba de conjurar la fortuna, el azar y, desde entonces, en busca de seguridad, la política tendió a eliminar todo lo contingente y azaroso y a controlar el mal mediante el artificialismo.

En cierto modo, el artificialismo estaba implícito en el Génesis, ha observado Sloterdijk. Pero esto es, justamente, lo que excluye del inmanentismo, por lo menos al cristianismo y al judaísmo en el caso de las religiones bíblicas, ya que la Creación de lo natural y la técnica humana para vivir en la Naturaleza dependen de un Dios trascendente.

Por lo demás, en el caso específico del cristianismo, Dios ya ha dicho todo lo que tenía que decir a la humanidad a través de Cristo, como afirmaba San Juan de la Cruz y recoge recientemente Rémi Brague. Desde entonces sólo espera respuestas, de ahí su silencio.

Y una de las respuestas en el mundo cristiano o postcristiano (¿?) ante el silencio de Dios es, justamente, la del laicismo inmanentista.

9. La protección artificial -científica y técnica-, contra el mal y el azar, aceptando el inmanentismo como principio, la discurrió y construyó Hobbes en un momento en que asolaban Europa las guerras civiles de religión. En las guerras civiles, la enemistad política se transforma en enemistad social y personal y el mal aflora como algo normal, dando lugar a un estado de naturaleza tal como describía la situación de su momento histórico ese gran pensador, clave para entender el modo de pensamiento artificialista dominante. Hobbes se sirvió del tópico del estado de naturaleza, con el nombraban los padres de la Iglesia la situación del hombre tras la caída en el pecado original. Hizo de ese tópico el postulado de una situación imaginaria, una hipótesis con fundamento in re como las de la ciencia natural en auge, cuyo espíritu y método adoptó.

Hobbes no era un ateólogo como Maquiavelo. No se limitó a describir la situación histórico-política. Imaginó innovadoramente un edificio protector construido por la voluntad humana, una casa del hombre, enteramente laica, el Estado, al que bautizó como el dios mortal. Pues su Poder -ciertamente bajo el de Dios inmortal según el filósofo inglés-, protege contra el mal mayor de todos, la pérdida de la vida. En tanto deus mortalis es soberano absoluto y en tanto laico neutral, como había establecido Bodino al teorizar sobre la soberanía. Toda la actividad de este mecanismo está dirigida a eliminar los males colectivos, todos los conflictos políticos que surgen de los deseos miméticos. Pues son éstos %n primer lugar el deseo de poder, la fuente de la soberbia implícita en el pecado original-, subraya René Girard apelando al décimo mandamiento, la causa eficiente de los males que los hombres se infligen entre sí. La neutralización de todo lo que pueda constituir una causa de mal colectivo de origen humano era el objetivo de la razón de Estado, cuya actividad es pues innovadora, "engañando" así al Poder puramente inmanente para encaminarlo a un fin bueno: la seguridad política (siglos XVII y XVIII).

No obstante, Leviatán era incapaz de contener totalmente la inmanencia del Poder mediante su objetivación, y llevado por la dinámica inherente a su política -la política de la innovación, en contraste con la política de la tradición, como explica Pocock al estudiar el pensamiento del "momento maquiavélico"-, tendió a crecer.

La revolución francesa amplió luego indefinidamente el radio de acción de la razón de Estado transformándola en l´ordre publique, la instauración del orden estatal, al atribuir al nuevo Estado-Nación, concebido como un Estado Moral, la erradicación de todos los conflictos y males, tanto los colectivos como los interindividuales. La seguridad política que daba Leviatán se convirtió en la seguridad de la sociedad, sustituyendo incluso los hábitos, las costumbres, las tradiciones, las ideas-creencia que configuran el ethos de los pueblos mediante la contraposición de la moralidad pública, la moralidad del Estado, a la moral privada (siglo XIX). El Poder estatal empezó a transgredir los límites bodinianos de la soberanía utilizando la Ley, y, más tarde, a arrogarse el derecho a extinguir incluso los conflictos personales y los males naturales previendo y organizando todo: la seguridad total del Estado Totalitario de los siglos XX y XXI.

Hoy, todos los Estados son Totalitarios. En ellos, el Poder asentado en la inmanencia se desparrama por todas partes, dispuesto a liberar hasta la vida y la muerte -"la cultura de la muerte”- y a la misma Tierra -la Carta de la Tierra- de todos los azares de la fortuna, incluidos los caprichos del cambio climático.

10. Para concluir. Ante el silencio de Dios, a fin de eliminar absolutamente el mal, es preciso prever el futuro minuciosamente para liberar a los hombres de sus responsabilidades e igualarlos conteniendo o suprimiendo sus deseos miméticos. En otras palabras, anular la conciencia construyendo una nueva naturaleza humana para transformar al hombre natural en un hombre nuevo solidario, cooperativo, conformista, liberado de la fe en lo divino trascendente, en la existencia de una realidad eterna distinta de la sensible en relación con la cual se es responsable del propio destino; en suma, un hombre permanentemente avocado a la inmanencia y, yendo más allá un mundo nuevo y una nueva Tierra absolutamente seguros, al resguardo de los azares de la vida y de las leyes naturales.

La fe en lo divino, ajeno al propio hombre como ser natural, un animal político decían los griegos, puede apartarle de los demás, de la masa: religio est libertas, por lo que la religión no aspira a extinguir los deseos miméticos debidos al pecado original, sino que los deja en libertad. Cada hombre es responsable de su control, lo que deja la civilización al albur de la fortuna. Pues esos deseos, según la fe de todas las religiones auténticas, son la causa del pecado, en suma, del mal, por ser la libertad una propiedad antropológica. Este es el sentido de "la Verdad os hará libres" en que se fundamenta la libertad evangélica, pues la verdad es la forma en que se conoce la realidad y, en último análisis, la Realidad de realidades como decía Zubiri, lo divino. La fe en lo divino constituye el mayor obstáculo para la construcción de la Ciudad del Hombre como la Ciudad Perfecta libre de todo mal y de la fortuna o el azar a la que aspira el laicismo neutralizador.

De ahí que el objetivo perseguido por el laicismo sacralizado por el Estado-Nación, sea la extinción de la fe en lo divino, considerándolo la fuente del mal y del azar, en definitiva, de la libertad; para ello fomenta lo que se ha dado en llamar la increencia. El laicismo obedece a la creencia en que la naturaleza humana, fuente de los deseos miméticos, puede ser neutralizada por el Poder de la inmanencia encarnado en el Estado. Pero, paradójicamente, la negación o rechazo de lo divino, descansa, a fin de cuentas, en una sacralización artificialista, intramundana, temporalista, de la neutralidad del Poder de origen inmanente. Lo divino sería el Poder asentado artificialmente en la inmanencia, el Poder del Estado Totalitario, cuyo objeto es ya la nuda vida de que hablaba Michel Foucault.

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