Cuando los cuatro asesinos irrumpieron en la sala de conciertos Bataclan, un testigo, un sobreviviente, oyó cómo gritaban: "Allah Akbar!". Uno de ellos dijo un par de frases en las que mencionaba a Siria. Luego abrieron fuego. Dispararon indiscriminadamente contra la multitud. En el nombre de Dios. Su Dios sanguinario.
Tenía que suceder. Lo sabíamos. Nadie sabía dónde ni cuándo ni cómo. Nadie sabía ni el lugar ni el día ni la hora, pero lo sabíamos. Sucedió. París vivió su noche más sangrienta, la más mortífera desde la Segunda Guerra Mundial. Una noche de masacre, sangre y muerte.
Las precauciones tomadas, las medidas adoptadas en virtud del plan "Vigipirate" (1), han sido inútiles, y tampoco han servido de gran cosa los soldados desganados, patrullando en grupos de tres a los pies de la Torre Eiffel, o en las salas de Orly y Roiss; tanto como sirven los vigilantes que ruegan cortésmente a las damas abrir su bolso a la entrada de los grandes almacenes.
Ayer mismo, el Ministro del Interior se felicitaba por la vigilancia que permitió a la policía frustrar una ola ataques planeado contra la base naval de Toulon. Mientras tanto, en el más absoluto secreto, unas cuantas docenas de fanáticos armados hasta los dientes preparaban los últimos detalles de su salvaje ataque. La investigación nos dirá si estaban fichados como "radicales" peligrosos, antiguos combatientes o regresados de Siria.
Francia, con los medios a su alcance, ha participado durante meses en las operaciones de bombardeo sobre territorios de Irak y Siria. Forma parte de una extraña coalición contra Al-Asad y, al mismo tiempo, contra el Estado Islámico (también enemigo de Asad), la cual se mantiene con desorden e ineficacia, con objetivos complicados y variables enemigos en Oriente Medio. Se anunció con clarines y tambores, a principios de esta semana, la salida de la zona de nuestro portaaviones, flanqueado por una fragata británica y un carguero belga. ¿Podríamos imaginar que mientras nuestras acciones militares tenían lugar (por limitadas que sean, alzan vuelo cada cuatro horas sobre posiciones yihadistas) mientras que París y sus alrededores permanecería prácticamente sin respuesta? ¿Podíamos imaginar que EI o Al Qaeda, que tienen en Europa una quinta columna infiltrada en la población, no ejercerían ningún tipo de represalia en contra de nuestro país?
Estamos involucrados en un conflicto que no conoce tregua ni fronteras, donde el oponente no hace ninguna distinción entre el frente y la retaguardia, entre militares y civiles, entre culpables e inocentes. Terminamos, aturdidos, en la primera línea de fuego, como carne de cañón. Hemos experimentado, por primera vez, una situación que ha sido cotidiana durante muchos años en Bagdad, Kabul, Beirut, Damasco o Mogadiscio. Hemos seguido distraídamente esas calamidades a través de algunas líneas de prensa y algunos pocos segundos que están dispuestos a concederles nuestros medios de comunicación, sabiendo que el número de víctimas de cualquier ataque en aquellos lugares superará las decenas de personas
La guerra que nos ufanábamos de mantener a raya, lejos, finalmente nos alcanzó. Ahora sentimos sobre nosotros su aliento abrasador: en nuestras ciudades, nuestros aeropuertos, nuestras estaciones, nuestros estadios, nuestros teatros, nuestros cafés, nuestros cines y restaurantes, escuelas, colegios, nuestras facultades, nuestros pasos subterráneos, nuestra policía, nuestras calles, nuestras plazas. Los objetivos están en todas partes, todos somos objetivos y los asesinos están entre nosotros, preparados para atacar donde quieran, cuando quieran.
Debemos obligarnos a enfrentar los hechos: no podemos hacer la guerra lejos y tener paz con nosotros.
El gobierno ha decretado el estado de emergencia. Ha decidido, frente al terrorismo, recuperar el control de nuestras fronteras que la gran invasión pacífica de los migrantes mantenía abiertas. Frente a la realidad de la amenaza terrorista, y considerando cuanto ha sucedido, la legislación francesa permite restablecer, para delitos especialmente graves, la pena de muerte, sanción removida de nuestro derecho y que ahora no encontrará a nadie, esperemos, dispuesto a ponerle reproche. Tal vez nuestro gobierno se decida a sacar de la zona de riesgo y neutralizar a los pocos miles de individuos identificados como peligrosos y conocidos por su adhesión yihadista. Tal vez se decida a dar la patada que se necesita sobre el hormiguero salafista para encarcelar o deportar a los predicadores del odio, los apologistas de la sumisión, los seguidores de la violencia y, en general, todos los que viviendo en Francia o siendo titulares de documentación francesa, mantienen en sus cabezas y en su conciencia una lealtad sin límites al Califato de los bárbaros, y están dispuestos a demostrarlo con sus actos. Tal vez por fin entienda nuestro gobierno que los islamistas no nos ofrecen otra posibilidad que elegir entre la sumisión y la guerra; y que, en general, si es necesario ir a la guerra, es mejor, como dijo el viejo Luis XIV , hacerla contra nuestros enemigos que contra nuestros hijos.
Cuando pasen estos momentos de estupor, este tiempo de duelo y proclamas por la unidad nacional, nuestros líderes deben asumir sus responsabilidades. Y saben que van a ser juzgados por sus actos, no por sus declaraciones.
(1).-Sistema nacional de alerta en Francia, creado en 1978 por Válery Giscard d’Estaign.
Boulevard Voltaire, 14/11/2015