José Antonio Primo de Rivera fue rotundo en su protesta contra los exabruptos de rancio provincianismo mesetario oídos, el 4 de enero de 1934, en el debate sobre los problemas de Cataluña que tenía lugar en las Cortes: “cuando nosotros empleamos el nombre de España, hay algo dentro de nosotros que se mueve muy por encima del deseo de agraviar a una tierra tan noble.” Sus reproches iban destinados a quienes, dentro y fuera del parlamento, confundían la defensa de España con el desprecio, por pequeño que fuera el ultraje, a lo que era entonces Cataluña y a lo que había significado en la formación de una nación que debía concebirse no sólo como marco sentimental o constitucional, sino, además, como voluntad de realizar una gran misión civilizatoria. “Si alguien hubiese gritado muera Cataluña, no sólo hubiera cometido una tremenda incorrección, sino que hubiera cometido un crimen contra España, y no sería digno de sentarse entre españoles.”
Unos meses después, haciendo frente al juicio histórico de la Dictadura, se dirigió a los representantes del pueblo para recordarles la necesidad de un cambio profundo que regenerara nuestra nación. España estaba “oprimida entre dos losas que todavía no ha conseguido romper: por arriba, la falta de toda ambición histórica; por abajo, la falta de una profunda justicia social.” El discurso fue condenado, en especial, por la derecha más torpe y reaccionaria, que en voz de José Pemartín y en las páginas de Acción Española, indicó al fundador de Falange que dejara de coincidir con los demagogos y olvidara su debilidad por los intelectuales. Porque los problemas de Alemania o de Italia los habían resuelto un pintor de brocha gorda como Hitler o un albañil como Mussolini, y en España habría de seguirse un camino parecido. Si los agravios lanzados contra Cataluña debieron preocupar a quien tenía de España una idea verdaderamente unitaria, las majaderías propinadas al pensamiento habían necesariamente de conmover a quien tanto afán sentía por hacer de España un ámbito cultural cuyos valores fundamentaran la calidad de nuestra convivencia.
Sobre dos cuestiones gravísimas como el antagonismo de clases y el conflicto regional, José Antonio habló de un modo que quizás sorprenda aún a quienes, en ambos asuntos, flaco favor siguen haciendo a su memoria. Y a quienes brindan un apoyo más escaso, incluso, a la empresa nacional en que consiste España todavía. La sordera de quienes le consideraban uno de los suyos, y la indiferencia de quienes nunca llegaron a creerle, ocasionaron el aislamiento político y el silencio de un mensaje que fue contaminándose por las urgencias coyunturales. Y que, reflejando lo que sucedió en casi todos los espacios de compromiso político, condujo a una radicalización intolerante, en la que la causa de España fue perdiendo a quienes mejor deseaban servirla.
Preso desde la primavera de 1936, el Jefe Nacional de Falange organizó a sus hombres para lo que le parecía ya inevitable. Había que asaltar aquella República cuyas intenciones originales consideraba corrompidas. Creyó necesario llegar a esa violencia que había anunciado como recurso último cuando la integridad de España o el sustento de su civilización se hallaran en peligro. La preparación del movimiento de julio de 1936 atestigua su preocupación por lo que pudiera ocurrir con Falange como gran proyecto nacional, pero también su decisión de no dejar escapar una ocasión aunque le exigiera cualquier sacrificio personal y del partido. También el sacrificio postrero, la entrega de su vida. La sentencia del Tribunal Popular de Alicante, atroz y previsible, le dio tiempo a poner su conciencia en orden, hablando consigo mismo, con sus amigos y camaradas, con España y con Dios en vísperas de su ejecución. Dudo de que un español bien nacido pueda evitar conmoverse al leer su testamento. Como otras palabras que se escribieron en trances parecidos, nos indican la calidad humana que llegó a inmolarse en nombre de la patria, a uno y otro lado de aquella línea de sangre que empapó el paisaje de España durante tres años.
Habló de la doctrina de Falange ante sus jueces, de los motivos que le habían llevado a constituir aquel movimiento juvenil. Lamentó que la mayoría no hubiera llegado a entender aquel propósito generoso. Porque, de haber sido así, de haberse comprendido lo que Falange significaba, ni él estaría ante un Tribunal, “ni otros matándose por los campos de España.” Defendió la insurrección a la que Falange se había sumado, negando que pudiera calificarse de un golpe mercenario. Pero esperó, con reticencias que habrían sido mayores de tener más información, que sus camaradas y “su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro servicio que el de la gran España que sueña la Falange.” Suplicó que fuera la suya “la última sangre española que se vertiera en discordias civiles”. Pidió a Dios que acogiera su muerte “en lo que tenga de sacrificio para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida.” Rogó que la sangre ya vertida “me perdone la parte que he tenido en provocarla, y que los camaradas que me precedieron en el sacrificio me acojan como el último de ellos.” Y confió en la paz merecida por el pueblo español, que al día siguiente seguiría enfrentándose en aquella contienda enloquecida. Luego esperó en soledad antes de decir a quienes iban a morir con él, ante el pelotón de ejecución: “valor, muchachos, que esto es solo un momento”. Demasiados momentos como aquel en la España trágica, en la España ciega a sus valores, en la España de la intolerancia y de la inclinación al exterminio de hombres y de ideas. Demasiados momentos que segaron la vida de hombres y mujeres que merecieron, entre todos, una gran nación. Y, de uno en uno, la piadosa, la radiante, la perfecta eternidad.