El error del esencialismo sexual
El reino de la sexualidad posee también su propia dinámica interna, sus propias desigualdades y sus formas de opresión específicas. Al igual que ocurre con otros aspectos de la conducta humana, las formas institucionales concretas de la sexualidad, en cualquier momento y lugar, son productos de la actividad humana. Están, por tanto, imbuidas de los conflictos de interés y de concepción política, ya sea de forma deliberada o inconsciente. En este sentido, el sexo es siempre político, pero hay períodos históricos en los que la sexualidad es más intensamente contestada y más abiertamente politizada. En tales períodos, el dominio de la vida erótica debe ser, de hecho, renegociado y reinterpretado.
Paradójicamente, durante las últimas décadas se ha producido una explosión de escritos políticos y de ensayos sobre el sexo. En los últimos decenios se han desarrollado nuevas comunidades erótico-sexuales, nuevas alianzas político-analíticas sobre la sexualidad, al tiempo que la sociedad ha experimentado una profunda transformación hacia una mayor permisividad ante las conductas sexuales que antes se percibían ajenas a la normalidad e, incluso, fuera de la legalidad. Ciertos rasgos del pensamiento sexual están tan profundamente enraizados en la cultura occidental que raramente son cuestionados. Por tanto, tienden a reaparecer en diferentes contextos políticos, adoptando nuevas expresiones retóricas, pero reproduciendo los mismos axiomas fundamentales. Uno de ellos es el esencialismo sexual: la idea de que el sexo es una fuerza natural que existe con anterioridad a la vida social y que da forma a ciertas instituciones. El esencialismo sexual está profundamente arraigado en el saber popular de las sociedades occidentales, que consideran al sexo como algo eternamente inmutable, asocial y transhistórico. Dominado durante más de un siglo por la biología, la medicina, la psiquiatría y la psicología, el estudio académico del sexo ha reproducido el esencialismo. Todas estas disciplinas clasifican al sexo como una propiedad de los individuos, algo que reside en sus hormonas o en sus psiques. Cosa que en parte es cierta: el sexo puede, indudablemente, analizarse en términos biológicos, psicológicos o fisiológicos, pero dentro de estas categorías científicas, la sexualidad no tiene historia ni determinantes sociales significativos.
La miseria del humanismo sexual
La Historia de la Sexualidad, de Michel Foucault, ha sido uno de los textos más influyentes y emblemáticos de una nueva escuela de pensamiento sobre el sexo. Foucault critica la visión tradicional de la sexualidad como impulso natural de la libido por liberarse de las limitaciones sociales. Foucault argumenta que los deseos no son entidades biológicas preexistentes, sino que, más bien, se constituyen en el curso de prácticas sociales históricamente determinadas. Foucault hace hincapié en los aspectos de la organización social como generadores de sexo, más que en sus elementos represivos, al señalar que se están produciendo constantemente sexualidades nuevas, y señala la existencia de una falta de continuidad importante entre los sistemas de sexualidad, basados en el parentesco y las formas más modernas.
El nuevo pensamiento sobre la conducta sexual le ha dado al sexo una historia y creado una alternativa constructivista/nominalista al esencialismo sexual. El supuesto de que la sexualidad se constituye en la sociedad y en la historia y que no está unívocamente determinada por la biología subyace a todos los trabajos de esta escuela. Ello no significa que las capacidades biológicas no sean prerrequisitos de la sexualidad humana: significa simplemente que ésta no puede comprenderse en términos puramente biológicos. Los cuerpos y los cerebros son necesarios para las culturas humanas, pero ningún examen de éstos puede explicar la naturaleza y variedad de los sistemas sociales. El cuerpo, el cerebro, los genitales y el lenguaje, todos son necesarios para la sexualidad humana, pero no determinan ni sus contenidos, ni las formas concretas de experimentarlo, ni sus formas institucionales. Más aún, nunca encontramos al cuerpo separado de las mediaciones que le imponen los significados culturales.
Debido al énfasis que puso en las formas en que se producía la sexualidad, Foucault ha sido muy vulnerable a interpretaciones que niegan o minimizan la realidad de la represión sexual en el sentido más político. Foucault dice repetidamente que no niega la existencia de la represión sexual, sino que la inscribe dentro de una dinámica más amplia. La sexualidad en las sociedades occidentales ha sido estructurada dentro de un marco social estrechamente punitivo y se ha visto sujeta a controles formales e informales sumamente coercitivos. Es necesario reconocer los fenómenos represivos sin caer por ello en las suposiciones esencialistas del lenguaje de la libido.
El nuevo pensamiento sobre el sexo ha puesto el énfasis en la idea de que los términos sexuales deben referirse a sus contextos históricos y sociales propios, además de un cauto escepticismo frente a las generalizaciones. Pero es importante poder señalar agrupamientos de conducta erótica y tendencias generales en la diserción sobre el erotismo. Además del esencialismo sexual, existen otras escuelas ideológicas con influencia en el pensamiento sobre el sexo. Entre ellas, la que insiste en la negatividad sexual, la que reflexiona sobre la valoración jerárquica de los actos sexuales, la teoría del peligro sexual y la que peca por la ausencia de un concepto de variedad sexual.
La magia de la corriente espiritualista
A estas podríamos añadir una corriente “espiritualista” (el sexo como fuerza mágica de la naturaleza), heredera del pensamiento tradicionalista de Julius Evola (Metafísica del sexo) y otra “eros-naturalista”. Una simbiosis entre estas dos últimas podría resumirse así: en principio, no se existe más que como hombre o como mujer (sin que ello suponga la exclusión de otras conductas psico-sexo-sociales), y su inevitabilidad es subrayada mediante la teoría de la polaridad de los sexos, ying/yang, entre los que se produce un campo de atracción magnética, dualismo que explica tanto el hechizo del amor como lo absurdo de la guerra entre lo masculino y lo femenino; ambos extremos, virilidad y feminidad, se complementan y realizan en su propia naturaleza, adquiriendo absoluta plenitud en el dulce abrazo sexual, ejerciendo su función auténticamente liberadora.
Finalmente existen, incluso, teorías que hacen uso del recurso a una primigenia sociedad en la que la homofilia y la pedofilia se utilizaban como ritos de iniciación e incorporación de los jóvenes a la vida comunitaria adulta. Una excusa anticuada para justificar la homosexualidad y el sexo intergeneracional institucionalizado.
El pecado del cristianismo occidental
Las culturas occidentales han considerado generalmente al sexo como algo peligroso que puede llegar, incluso, a ser destructivo o perversivo, como una fuerza negativa de la naturaleza. La mayor parte de la tradición cristiana mantiene que el sexo es en sí pecaminoso (aunque ello no implique la condena de los sacerdotes homosexuales y pederastas) Puede redimirse si se realiza dentro del matrimonio para propósitos reproductores, y siempre que los aspectos más placenteros no se disfruten demasiado y en la forma tradicional. A su vez, esta idea descansa en la suposición de que los genitales son una parte intrínsecamente inferior del cuerpo, mucho menos sagrada que la mente, el "alma", el "corazón" o incluso la parte superior del sistema digestivo. El sexo es culpable mientras no demuestre su inocencia. Prácticamente toda conducta erótica se considera negativa, a menos que exista una razón específica que la salve. Las excusas más aceptables son el matrimonio, la reproducción y el amor.
Escribe Alain de Benoist que «durante siglos, el erotismo ha sido denunciado como lo contrario de las “buenas costumbres” porque, al excitar las pasiones sensuales, contradecía una moral basada en la devaluación de la carne. Contrariamente a otras religiones, el cristianismo siempre ha sido incapaz de elaborar una teoría del erotismo: no por haber ignorado el sexo, sino al contrario por haberlo convertido en una obsesión negativa. Pasado el tiempo de los mártires, la abstinencia se convirtió en la marca de la vida devota, y la sexualidad en el campo privilegiado del pecado. La actividad sexual, considerada como un mal menor, sólo se admitió en el marco de la conyugalidad. La Iglesia condenaba una sexualidad desvinculada de la finalidad procreadora, al tiempo que cultivaba el ideal virginal de una procreación sin sexualidad. […] La modernidad naciente emprendió seguidamente una vasta labor de desimbolización, cuya víctima fue el erotismo. Al basarse en la idea del ser humano como individuo autosuficiente, le resultaba imposible pensar una diferencia sexual que, por definición, implica lo incompleto y lo complementario.»
Las sociedades occidentales modernas evalúan los actos sexuales según un sistema jerárquico de valor sexual. En la cima de la pirámide erótica están solamente los heterosexuales reproductores con vínculo marital. Justo debajo están los heterosexuales monógamos sin vínculo marital y agrupados en parejas, seguidos de la mayor parte de los demás heterosexuales, incluyendo a los polígamos que “no hacen demasiado ruido”. El sexo solitario flota ambiguamente. Las parejas estables de lesbianas y gays están en el borde de la respetabilidad, pero los homosexuales y lesbianas promiscuos revolotean justo por encima de los grupos situados en el fondo mismo de la pirámide. Las castas sexuales más despreciadas incluyen normalmente a los transexuales, travestís, fetichistas, sadomasoquistas, trabajadores del sexo (prostitutas y modelos en la pornografía) y la más baja de todas, aquellos cuyo erotismo transgrede las fronteras generacionales.
Un estigma punitivo mantiene en bajo status a algunas conductas sexuales y, de hecho, constituye una sanción contra quienes las practican. Las raíces de la fuerza de este estigma se encuentran en las tradiciones religiosas occidentales, pero la mayor parte de su contenido contemporáneo es resultado del oprobio médico y psiquiátrico. Los viejos tabúes religiosos procedían en un principio de formas de organización social basadas en el parentesco. Su función era la disuasión de uniones no apropiadas y la difusión de relaciones adecuadas. Las leyes sexuales derivadas de los pronunciamientos bíblicos tenían por objetivo impedir el encuentro de compañeros con relaciones incorrectas: consanguinidad (incesto), entre el mismo sexo (homosexualidad), con otra generación (pederastia) o la especie equivocada (bestialismo). Mientras que los tabúes contra el incesto caracterizaban de forma óptima a los sistemas de organización sexual basados en el parentesco, el cambio hacia la enfatización de los tabúes contra la masturbación era más conveniente a los nuevos sistemas organizados en torno a la experiencia erótica.
Sin embargo, ciertas condenas de las conductas sexuales, a diferencia de la cristiana, utilizan conceptos de inferioridad mental y emocional, en vez de categorías de pecado sexual. Las prácticas sexuales de más bajo status son denigradas y tachadas de enfermedades mentales o de síntomas de una defectuosa integración de la personalidad. Además, los términos psicológicos empleados vinculan las dificultades de funcionamiento psicodinámico con diversas formas de conducta erótica: igualan el masoquismo sexual a los caracteres de la personalidad autodestructiva, el sadismo sexual con la agresión emocional y el homoerotismo con la inmadurez.
La mayoría de los sistemas de enjuiciamiento sexual —ya sean religiosos o psicológicos (prohibitivos), feministas o socialistas (permisivos)— intentan determinar a qué lado de la línea está cada acto sexual concreto. Sólo se les concede complejidad moral a los actos sexuales situados en el "lado bueno". Por ejemplo los encuentros heterosexuales pueden ser sublimes o desagradables, libres o forzados, curativos o destructivos, románticos o mercenarios. Mientras no viole otras reglas, se le concede a la heterosexualidad la plena riqueza de la experiencia humana. Por el contrario todos los actos sexuales del “lado malo” son contemplados como repulsivos y carentes de cualquier matiz emocional.
Las nuevas identidades sexuales
Pero algunas conductas cercanas a la frontera están comenzando a rebasarla lentamente. Las parejas no casadas que viven juntas y ciertas formas de la homosexualidad han alcanzado la respetabilidad. Incluso, en algunas sociedades europeas occidentales, se están elevando al rango de modelo sexual a imitar, o cuando menos, a admirar. La mayor parte de las conductas homosexuales permanecen todavía en el lado negativo, pero si la homosexualidad se formaliza en parejas monógamas, la sociedad está empezando a reconocer que posee también la posibilidad de la interacción humana.
Esta idea de una única sexualidad ideal es característica de la mayoría de los sistemas de pensamiento sobre el sexo. Para la religión, el ideal es el matrimonio procreador. Para la psicología, la heterosexualidad madura. Para la biología, un instinto natural entre seres de la misma especie y distinto género. Para el feminismo progre, la libertad sexual de la mujer y el retraimiento masculino del hombre. Aunque su contenido varía, el formato de una única norma sexual se reconstituye continuamente en otros marcos retóricos. Es igualmente objetable insistir en que todo el mundo deba ser homosexual, lesbiana, o polígamo, como creer que todo el mundo deba ser heterosexual o estar casado, aunque este último grupo de opinión está respaldado por un poder social y cultural considerablemente mayor que el primero. Progresistas que se avergonzarían de mostrar su chovinismo cultural en otros temas, lo exhiben rutinariamente en lo referente a las diferencias sexuales.
La industrialización y la urbanización generaron nuevas formas de sociedad y comunidad, reorganizaron las relaciones familiares, alteraron los roles sexuales, hicieron posibles nuevas formas de identidad, produjeron desigualdades sociales nuevas y crearon nuevos campos para el conflicto político e ideológico. También dieron origen a un nuevo sistema sexual caracterizado por tipos distintos de personas, poblaciones, estratificación y conflictos político-sexuales. El moderno sistema sexual contiene varias de estas poblaciones sexuales, estratificadas por medio del funcionamiento de una jerarquía ideológica y social.
La homosexualidad es el mejor ejemplo de este proceso de estratificación erótica. La conducta homosexual ha estado siempre presente entre los humanos, pero en las diferentes sociedades y épocas ha sido recompensada o castigada, buscada o prohibida, en forma de experiencia temporal o vital. La reubicación del homoerotismo en estas comunidades sexuales fuertemente nucleadas es, en parte, consecuencia de las transferencias de población provocadas por la industrialización. A medida que los trabajadores emigraban a trabajar en las ciudades, los hombres y mujeres con inclinaciones homosexuales, que habían vivido aislados y vulnerables en la mayor parte de las aldeas preindustriales, comenzaron a reunirse en pequeños rincones de las grandes ciudades.
Además de organizar a homosexuales y prostitutas en poblaciones localizadas, la "modernización del sexo" ha generado un sistema de etnogénesis sexual continua. También comenzaron a formarse otras poblaciones de disidentes eróticos, las comúnmente llamadas "perversiones" o las "parafilias". Actualmente otros grupos están intentando emular los éxitos de los homosexuales: los bisexuales, los sadomasoquistas, los individuos que prefieren los encuentros intergeneracionales, los travestidos y los transexuales están en proceso de adquisición de identidad. No es que las perversiones estén proliferando más que antes, sino más bien, están intentando adquirir espacio social, poder económico, recursos políticos y algún alivio jurídico a su “herejía sexual”.
El feminismo: sexo y política
En ausencia de una teoría total sobre el sexo más articulada, la mayor parte de los progresistas han recurrido como guía al feminismo. Pero las relaciones entre feminismo y sexo son muy complejas. Debido a que la sexualidad es un nexo de las relaciones entre los géneros, una parte importante de la identidad de las mujeres está condicionada por la sexualidad. El feminismo ha mostrado siempre un gran interés por el sexo, pero se han dado dos líneas básicas de pensamiento feminista sobre la cuestión. Una tendencia, más conservadora, ha criticado las restricciones impuestas a la conducta sexual de las mujeres, pero también ha denunciado el alto precio que se les hace pagar por ser sexualmente activas. Esta tradición de pensamiento feminista ha reclamado una liberación sexual que alcance tanto a las mujeres como a los hombres. La segunda tendencia, más progresista, ha considerado la liberalización sexual como una mera extensión de los privilegios masculinos a las mujeres, incluso como una afirmación de esta consideración para la feminidad y una negación —o restricción— de la misma para la masculinidad. Estas corrientes comparten, al fin y al cabo, un tono similar al discurso antisexual del liberalismo conservador, pues se trata más bien de un tipo de reivindicaciones sociológicas que de propuestas de convivencia y libertad entre los distintos sexos.
En fin, la sexualidad es política. Está organizada en sistemas de poder que alientan y recompensan a algunos individuos y actividades, mientras que castigan y suprimen a otros y otras. Al igual que la organización capitalista del trabajo y su distribución de recompensas y poderes, el moderno sistema sexual ha sido objeto de lucha política desde que apareció en Occidente. En la cultura occidental, el sexo se toma, incluso, demasiado en serio. Todo lo que deriva del sexo se ha mitificado y mistificado. El problema es que antes se criminalizaba a los “disidentes sexuales” (entiéndase, desviaciones y perversiones de la “sexualidad natural”), y ahora se hace lo mismo con la heterosexualidad libremente elegida y consentida, pues a la misma se le suponen ciertas conductas “hipermasculinas” indignas e impropias de una sociedad moderna.
La ambigüedad sexual de la Nueva Derecha
Veamos la opinión de Alain de Benoist sobre el sexo: «El sexo es hoy incitado a ponerse al diapasón del espíritu de los tiempos: humanitario, higienista y técnico. La normalización sexual encuentra nuevas formas que ya no intentan reprimir el sexo sino convertirlo en una mercancía como las demás. La seducción, demasiado complicada, se convierte en una pérdida de tiempo. El consumo sexual tiene que ser práctico e inmediato. Objeto maquinal, cuerpo-máquina, mecánica sexual: la sexualidad ya no es sino un asunto de recetas al servicio de una pulsión escópica de la cantidad. En el mundo de la comunicación, el sexo tiene que dejar de ser lo que siempre ha sido: semblanza de comunicación tanto más deleitosa cuanto que se ubica sobre un fondo de incomunicabilidad. En un mundo alérgico a las diferencias, que desde muchos puntos de vista ha reconstruido social y culturalmente la relación entre los sexos desde el horizonte de un dimorfismo sexual atenuado, y que se empecina en ver en las mujeres a unos “hombres como los demás”, cuando en realidad son lo otro del hombre, se pretende que el sexo deje de “alienar”, cuando en realidad es un juego de alienaciones voluntarias. El erotismo es matado por el deseo políticamente correcto de suprimir la correlación de fuerzas que se establece ya a favor de un sexo, ya a favor del otro, en una mutua conversión. Lo mata porque ninguna relación amorosa puede desplegarse en una plana igualdad, sino tan sólo en una pugna, en una inestable desigualdad que permita dar la vuelta a todas las situaciones. El sexo no es sino discriminación y pasión, atracción o rechazo igualmente excesivos, igualmente arbitrarios, igualmente injustos. En tal sentido, no es exagerado decir que el verdadero erotismo —salvaje o refinado, bárbaro o lúdico— sigue siendo, hoy más que nunca, un tabú.»
En sus orígenes, sin embargo, la Nueva Derecha francesa (ND), fiel a su ideología “transversal”, trató de marcar ciertas influencias en los movimientos sociales de contestación radicales, especialmente entre las organizaciones de liberación y reivindicación homosexual. A pesar de todo, el acercamiento de la ND a los medios homosexuales estuvo presidida de una gran ambigüedad, aunque sí logró influir en el órgano de expresión por excelencia de la derecha gay francesa, la Gaie France Magazine: frente a una sociedad occidental decadente, frente a la moralidad judeo-cristiana, los “gaie france” oponían cierto tipo de elitismo y el paganismo, remontándose a las prácticas homosexuales de los pueblos indoeuropeos griego y romano, que incluían, cómo no, las relaciones pederásticas con efebos como formas iniciáticas de la juventud para su incorporación a la comunidad social. Según su director Michel Caignet, el objetivo de la publicación era «construir una teoría de la homosexualidad desde la derecha» mediante una organización «soldada por medio de las relaciones homosexuales» para «desempeñar un papel en la renovación cultural, política y artística en el seno de la civilización europea».
Guillaume Faye fue el teórico neoderechista más preocupado por las reivindicaciones homosexuales, como lo demuestra en su libro Sexe et ideólogie (1983). En un principio, Faye se convertiría en una referencia para la derecha radical homosexual, coincidiendo con las tesis de la revista Gaie France, pues ambas concepciones se inspiraban en las argumentaciones de Hans Blüher. Según Diego Sanromán, Faye reconocía el carácter polimorfo de la sexualidad humana advirtiendo que «el cristianismo está en el origen de la teorización y sistematización del terrorismo antisexual y antigay. Con la subversión cristiana asistimos progresivamente a la prohibición de todas las formas de sexualidad no conyugales y, sobre todo, de la homosexualidad, que más que el adulterio, supone el lazo simbólico con la sexualidad pagana». Faye señalaba la necesidad de alejarse del «tribalismo gay» que practicaban y pregonaban los movimientos homosexuales de izquierdas, proponiendo como alternativa una «tercera vía» fundamentada en la antigüedad pagana: «La Antigüedad y especialmente la Antigüedad indoeuropea es muy importante en el sentido de revelarnos una concepción de la homosexualidad que no es ni permisiva ni individualista, sino reglada a partir de un sabio equilibrio entre libertad y ascesis. Esta concepción cristaliza en la institución pederástica, la cual permite la expresión de una dimensión esencial de la naturaleza humana sin poner en cuestión deberes comunitarios tan importantes como el asegurar la descendencia ni atentar contra la idea que nos hacemos del hombre. Sobre todo, la homosexualidad tenía entonces una función social ligada a la educación y a la iniciación. […] Deben también admitirse los lazos homoeróticos en relación con la función guerrera, pues la ligazón intermasculina es etológicamente más fuerte y en una sociedad sexualmente libre como aquélla es difícil que tal ligazón no generase una homosexualidad de tipo militar». Y para concluir: «Los modernos condenan la pederastia pero, a través de ella, lo que condenan es una concepción pagana y no igualitaria de la sexualidad y un sistema de valores que llevan a ello.» Sin comentarios.
Sin embargo, con el paso del tiempo Faye, simultáneamente a la radicalización de su “islamofobia”, irá adoptando posiciones cada vez más homófobas. Ahora, la homosexualidad aparece como uno de los factores del proceso de desvirilización de las sociedades europeas decadentes y como una de las causas del descenso demográfico de las mismas: «Hay una conjunción objetiva entre la homofilia, el antinatalismo, el etno-masoquismo y el feminismo de cuotas […]. La homosexualidad es una desviación que se mofa de la ley natural. En ese sentido, si bien puede ser tolerada en la esfera privada, no puede serlo en la esfera pública, ni adquirir un reconocimiento social».
Los peligros del proceso de feminización forzosa de nuestra sociedad occidental y su correlativo proceso de desmasculinización, no sólo han sido advertidos por los autores neoderechistas. Paul-François Paoli en La tyrannie de la faiblesse: la féminisation du monde ou l´éclipse du guerrier, Éric Zemmour en Le premier sexe (Traducción al español: Perdón, soy hombre. Ediciones Áltera, Madrid, 2008), Alain Soral en Vers la féminisation?: démontage d’un complot antidémocratique, o Gilles Lipovetsky en La troisième femme, denuncian los problemas derivados de estas mutaciones hipermodernas en la identidad sexual y las transformaciones tradicionales de los roles de género.
Alain de Benoist, sin embargo, no ha desarrollado una completa “sociología de la sexualidad”, aunque sí lo haya hecho sobre la “condición femenina” y la “ideología de género contra el sexo” (Les démons du bien. Du nouvel ordre moral à l’idéologie du genre), así como sobre los efectos del proceso sistemático y premeditado de “desvirilización” y “feminización” de las sociedades europeas, pero ha guardado un discreto y prudente silencio —ambigüedad o respeto calculado— a la hora de adoptar unas posiciones homófilas u homófobas respecto a las identidades sexuales que, en su opinión, pertenecen al ámbito de la esfera privada. De Benoist concluye: «Así como la dominación conduce al desposeimiento, así también la pretendida liberación sexual sólo ha conducido, a fin de cuentas, a nuevas formas de alienación. Pero el sexo, porque es algo que pertenece ante todo al reino lo incierto y de lo turbio, siempre se escabulle ante la transparencia».
Conclusión
Una postura sobre el sexo debería reflexionar sobre esta conducta humana como uno de los ámbitos de enriquecimiento personal, de comunicación con otro u otros seres con objetivos comunes (sea el placer, la compañía, el afecto, la procreación), de vivencia de la plenitud erótica, sin más cortapisas que el consentimiento respetuoso y los límites dirigidos a la protección de los menores y a la deserción de ciertas aberraciones no-humanas o inhumanas.
Esta postura tiene raíces anticristianas, pues le arrebata al sexo su sentido pecaminoso, así como su exclusiva permisividad —sólo coito pene-vagina— entre parejas adultas heterosexuales vía matrimonial, haciendo hincapié en el desenvolvimiento de la sexualidad a través del placer y del erotismo. Pero también es antiigualitaria, pues no todas las conductas sexuales son iguales, como tampoco lo son los seres que las practican y, en consecuencia, el tratamiento jurídico y social no puede ser el mismo. Y también se opone a los fenómenos del hipersexualismo —una forma del materialismo y consumismo capitalistas que hacen del sexo algo comercial y más trascendente que otros valores— y del hiperfeminismo —un fundamentalismo que sobrevaloriza y prioriza lo femenino (incluido lo cuasi-femenino) con el objeto de desvirilizar lo masculino—. En todo caso, la sexualidad es algo que pertenece a la esfera privada, sea o no compartida, pero que los poderes públicos no deben regular ni manipular.
Con todo, ¿qué trascendencia social y política tiene, por ejemplo, que alguien decida masturbarse con su teléfono móvil? ¿O mantener una relación sexual “multitudinaria”? ¿O la preferencia por una pareja estable del mismo o distinto sexo? ¿O tener sexo oral con un mono? Realmente ninguna. Bueno, habría que preguntarle al mono.