Desde hace algunos años, la extrema derecha y los populismos de derechas están consiguiendo unos importantes éxitos electorales en ciertos países con motivo de las elecciones legislativas. Sin embargo, estos éxitos electorales en el propio corazón de Europa no pueden interpretarse como las señales de un avance imparable de la extrema derecha. En muchos otros países, como, por ejemplo, Alemania, España, o incluso el Reino Unido, no sucede lo mismo. Sin embargo, en varios países europeos, las formaciones populistas o la extrema derecha tienen un peso en la agenda política y hasta acampan a las puertas del poder, como sucede en los Países Bajos o en Dinamarca.
¿Cómo calibrar su identidad política?
Dejando a un lado las referencias doctrinales heteróclitas y a veces relativamente vagas, y a pesar de sus diferentes itinerarios políticos, estas diversas formaciones de extrema derecha comparten puntos comunes. La mayoría de las veces se caracterizan por un funcionamiento partidista centralizado bajo la autoridad de jefes carismáticos, por recurrir frecuentemente a la demagogia populista y, también, por algunos temas centrales y recurrentes en su argumentación política. Entre dichos temas, a menudo se detecta una fuerte sensibilidad xenófoba, que se traduce por un recurso frecuente a las temáticas «antiinmigración», un consolidado componente autoritario, especialmente explícito en todo lo relacionado con «la ley y el orden», un programa económico variado, que lleva a cabo una síntesis entre el neoliberalismo de los años ochenta y el proteccionismo de los años noventa y, final-mente, por un uso inmoderado del discurso «anti-sistema» de denuncia de las «élites llegadas de arriba». Naturalmente, muchos de estos temas han sido utilizados en otras épocas por fuerzas políticas poco vinculadas a la democracia. Pero establecer una relación directa y general con el fascismo de entreguerras sería ambiguo y hasta falso. Los partidos fascistas de los años veinte y treinta nacieron en un contexto de una crisis económica y social muy profunda —la gran depresión de 1929—, cuyo equivalente no se conoce hoy en día. También se desarrollaron a causa de las frustraciones a las que dio origen la Primera Guerra Mundial: para Alemania, la frustración al verse vencida y humillada, y para Italia, la frustración de considerarse un vencedor olvidado. Hoy, en Europa no se dan cita ni la miseria económica y social, ni los traumatismos de un conflicto largo y sangriento. Estos partidos fascistas también eran partidos totalitarios que consideraban que un partido único tenía que encargarse de dominar el conjunto de la sociedad y organizarla de arriba abajo. No obstante, ni el Partido de la Libertad de Austria (Freiheitliche Partei Österreichs, FPÖ), ni el Frente Nacional (Front National, FN) francés, ni el Partido por la Libertad (Partij voor vrijheid, PVV) holandés o incluso ni la Liga Norte (Lega Nord) de Italia abogan por una salida del régimen de la democracia pluralista. Los partidos de entreguerras practicaban el «Führer-prinzip» o el «culto al Duce», pero el papel central que desempeña el líder de los partidos nacional-populistas actuales es mucho menos importante. Por último, ninguna formación actual recomienda ni una intervención masiva del Estado en la economía —como hicieron los nazis y los fascistas—, ni una organización corporativista de la sociedad. La realidad de hoy no puede ser mirada con ojos de ayer porque entonces se correría el riesgo de no captar el elemento de modernidad que caracteriza a las extremas derechas contemporáneas. Si sólo nos centramos en las filiaciones, nos arriesgamos a pasar por alto aquello que conforma la amplitud y la originalidad de un fenómeno político nuevo.
Por otra parte, es interesante comprobar que las viejas extremas derechas de tipo fascista que todavía subsisten en Europa están agotadas. Ni la extrema derecha española (un 0,1% de los votos en las últimas elecciones legislativas), la mayoría de las veces sumida en la nostalgia de un franquismo ya muerto, ni la extrema derecha británica de resabios neofascistas (un 1,9% para el British National Party en las últimas elecciones legislativas), ni la extrema derecha portuguesa que todavía soporta el lastre de la memoria del salazarismo (un 0,2% de los votos en las últimas elecciones legislativas), encuentran un gran eco electoral. Todas ellas se hundieron en la marginalidad electoral. En cambio, cuando los herederos más o menos lejanos de estas antiguas formaciones afrontan los problemas de hoy, su éxito puede ser espectacular. El FPÖ en Austria, el FN en Francia, el Dansk Folkeparti (Partido Popular) en Dinamarca, el Fremskrittspartiet (Partido del Progreso) en Noruega o incluso el PVV en los Países Bajos sobrepasaron ampliamente la barrera del 10% y hasta, en Austria y en Suiza, la del 20% de los votos.
¿Cómo interpretar estos ataques?
En la Europa del Este, la cuestión de las minorías nacionales y de las fronteras constituye un vector poderoso de la fiebre nacionalista. Una fiebre que se alimenta de una desilusión política precoz que prospera sobre el fondo de una cultura autoritaria. Pero la desilusión afecta también a las viejas democracias occidentales. La insatisfacción de los electorados respecto a unos sistemas políticos bloqueados, en los que el cuasi-consenso puede llegar a asfixiar el debate público, es particularmente evidente en países como Austria, Bélgica, los Países Bajos y Suiza. Las extremas derechas actúan entonces como otros tantos populismos antisistema que denuncian a los que han «acaparado» el poder del Estado hasta el punto de confundirse con él. De este modo la extrema derecha politiza el sentimiento antipolítico que cuestiona a los partidos tradicionales y a su sistema de alianzas.
Contestación tanto más virulenta dado que las lealtades partidistas basadas en las diferencias de clase o de religión, que la mayoría de las veces sustentaban a los partidos tradicionales en Europa, se hallan en crisis. La clase obrera ha languidecido, los compromisos religiosos han perdido fuelle, las clases medias se han desarrollado inmensamente y los valores se han desgajado de sus antiguas matrices religiosas. Respecto a los nuevos retos —Europa, la globalización y la inmigración— la extrema derecha crea nuevas líneas de reparto. Insistiendo en el criterio nacional contra el multiculturalismo real o supuesto de sus adversarios, el nacionalismo étnico-cultural intenta imponerse. Este nacionalismo también trata de recuperar el contacto con un con-junto de valores tradicionales que el «liberalismo cultural» de nuestras sociedades ha deteriorado. Desde el atentado del 11 de septiembre de 2001 y del desarrollo de un terrorismo islamista, ha encontrado a un enemigo a su medida y el tono anti-islamista de su lucha se ha acentuado; como lo demuestran la amplia victoria del referéndum suizo del 29 de noviembre de 2009 sobre la prohibición de la construcción de minaretes, que consiguió el 57,5% de los votos, o incluso el atronador debate desencadenado en Alemania por causa de las declaraciones de Thilo Sarrazin, en su libro Alemania se desintegra, sobre la imposibilidad de la integración de los musulmanes.
Hasta principios de los años ochenta, muchos observadores consideraban que las sociedades pos-industriales estaban sometidas a una «verdadera revolución silenciosa» portadora de una «nueva política» en la que ciertos retos, como la igualdad de sexos, la calidad de vida o la promoción de las minorías, habían pasado a ser esenciales. El potente retorno de la extrema derecha ha constituido un desafío para esta parrilla de análisis. Frente al polo libertario de la «nueva política», ha vuelto a aparecer un sentimiento de preocupación por la ley y el orden, el respeto estricto de la autoridad, una menor tolerancia respecto a las minorías, y el apego a las costumbres y a los valores morales tradicionales, animados, entre otras cosas, por el sensible envejecimiento de la población europea. En cierta manera, a partir de los años ochenta y noventa, la «nueva derecha» y los movimientos identitarios se han convertido en los sucesores de la «nueva izquierda» y los movimientos sociales de los años setenta. Con la disgregación de los vínculos sociales, han prosperado el sentimiento de inseguridad y la anomia, provocando una demanda de pertenencia, de comunidad y de identidad a la que la extrema derecha y los neopopulismos intentan responder.
Sin embargo, más allá de esta explicación ampliamente culturalista de los éxitos de la extrema derecha, vale la pena desarrollar una explicación más global en términos de respuesta política respecto a un nuevo estado económico y social de nuestras sociedades. Al paso, en el transcurso de las últimas décadas, de un capitalismo industrial asistencial (con su estado del bienestar) a un capitalismo postindustrial más individualista, se ha sumado un verdadero trastorno mundial marcado por la fragmentación social, la desvinculación de los grupos tradicionales de pertenencia (clases sociales, familias ideológicas, culturas locales), la individualización de los riesgos, la creciente movilidad y el doble movimiento de diversificación cultural y étnica dentro de las sociedades y al mismo tiempo su creciente interdependencia. La crisis económica y financiera del otoño de 2008 no ha invertido esta tendencia. La emergencia de la extrema derecha es una respuesta directa frente a estos cambios. Así pues, el rechazo a la inmigración y a veces la xenofobia se han convertido en la respuesta ante el desafío de un mundo en movimiento, cada vez más multiétnico y más multicultural. Poco a poco, el rechazo al otro, presentado como un auténtico medio de «proteccionismo cultural», se ha ido ampliando hasta convertirse en una afiliación al «proteccionismo económico» y en un cuestionamiento del credo neoliberal del principio. Así, la extrema derecha ha desarrollado un «auténtico chovinismo del estado del bienestar», que ha triunfado entre los medios populares directamente amenazados por el advenimiento de la sociedad postindustrial. Cada vez más ha condenado la mundialización neoliberal, ha preconizado la salida de la Unión Europea y del euro, ha reivindicado medidas económicas proteccionistas, y ha hecho un llamamiento a una renacionalización de la economía… Así, frente a la creciente apertura de nuestras sociedades tanto en el plano económico como también en el plano cultural y político, la extrema derecha se articula sobre los sentimientos de desazón generados por la «sociedad abierta» e intenta inventar la alternativa de la «sociedad de la reestructuración nacional».
El malestar democrático
Finalmente, un último elemento de crisis de la modernidad parece alimentar de manera continuada la dinámica de las extremas derechas: el malestar democrático. En su clarificadora historia política de la religión, Marcel Gauchet dejaba patente que el «desencanto del mundo» no afectaba tan sólo a la esfera religiosa sino, de una manera más global, a todos los sistemas de representación que daban cuenta del deber ser colectivo en devenir y, por tanto, a las ideologías políticas. Esta ruina de los sistemas de representación que aspiraban al conocimiento y al control del devenir ha traído consigo una pérdida de las referencias políticas y una profunda crisis de la representación política. En Europa dicha crisis se ha generalizado y presenta numerosos síntomas: aumento de la abstención, una imagen cada vez más negativa de la clase política, incremento de las fuerzas de protesta, etc. En ciertos países reina un malestar más profundo aún debido al hecho de que la representación política ya no es capaz de seguir representando la diversidad, la novedad y la complejidad de la escisión que afecta a las sociedades. Este malestar parece alcanzar su prolongación en aquellos sistemas políticos en los que el conflicto político ha perdido su sentido, en los que la izquierda y la derecha dan a veces la impresión de ponerse de acuerdo sobre lo esencial, en los que las principales formaciones políticas se reparten en un cuasi consenso institucional los despojos del poder. Algunas veces, este sistema ha llegado muy lejos y se ha institucionalizado de una forma que Arend Lijphart había designado como «democracia consociativa». En los países en los que la «democracia de consenso» se ha convertido en un verdadero sistema —la «Proporz» en Austria, la «concordancia» en Suiza, la «pilarización» (Verzuiling) y la partitocracia en Bélgica y en los Países Bajos—, las extremas derechas y/o populistas disponen de un margen para aglutinar a los descontentos y a los opositores contra el statu quo. Cuando los ciudadanos se dicen: «La sociedad cambia, pero el sistema de reparto del poder y las élites son inamovibles», los populistas protestatarios e identitarios parecen ser los únicos que se oponen de verdad. En Francia, una versión degradada de esta «democracia del consenso», la cohabitación, produjo los mismos efectos, y las elecciones catapultaron a Le Pen, heraldo de una oposición radical al «sistema» y al establishment.
El ascenso de las extremas derechas en Europa no es un fenómeno ineluctable. Bien es verdad que, cuando la política se desacraliza y pierde encanto, algunos alimentan la nostalgia de las viejas pasiones revolucionarias o ultrarreaccionarias que hace algunas décadas todavía animaban el espacio político. Pero tal como recordaba recientemente Marcel Gauchet: «El encanto de la política ha sido la pesadilla del siglo XX». A menudo, el resurgimiento, aquí y allá, de los extremismos de derechas o de izquierdas es tan sólo el eco de un desencanto mal llevado, y de la dificultad para asumir una política «desencantada» y «modesta», pero también, y sobre todo, moderna.