Esos muertos son nuestros muertos. Los han matado porque servían a España, al ejército español, bajo la bandera española. Eran militares y sabían que su profesión no se ejerce sin riesgo. Lo castrense es una ética llena de valor precisamente por esa idea profunda del sacrificio. Los militares no pierden la vida: la entregan. Eso va en su propia condición y es lo que hace que lo militar sea una forma superior de vida, contra lo que machaconamente nos repite el tópico pacifista.
Morir no “va en el sueldo”, como suele decirse –ningún sueldo paga eso-, sino en algo mucho más alto que se lleva sobre el uniforme y en las chapas, y que se llama honor y deber. Por supuesto, estas cosas ponen histéricos a los popes del discurso dominante: se ha escrito mucho y muy acerbo sobre la ética del honor. Pero toda esa palabrería nihilista se disuelve cuando la confrontamos ante la realidad de unos féretros cubiertos por una bandera. ¿Qué es honor? Eso.
Habrá quien se pregunte si la muerte vale la pena. Unos contestaremos que la muerte no es el final, como dice el himno que despedirá a estos hombres. Y además añadiremos que la muerte, sí, vale la pena cuando uno la ha asumido como parte de un compromiso. Aquí, ante la realidad cruda e irreversible del caído, carecen de toda importancia las disquisiciones sobre el alcance de la misión “de paz”, sobre la protección de los vehículos blindados, sobre la conveniencia política de enviar tropas… Todo eso es paja ante la certidumbre suprema de un hombre que ha muerto tal y como juró hacerlo.
Silencio, orgullo y duelo.
2. Defensa de
Los militares no aprovecharán este trance luctuoso para hacer el menor gesto reivindicativo; porque son militares. Pero nosotros no lo somos, de manera que nada nos impide tomar pie en las fotos de los periódicos para decir unas cuantas verdades. Un par de verdades que se sustancian en una: la situación de
Primero, en el ámbito de la opinión: es una vergüenza que lo militar, en España, en el sentimiento de tanta gente, siga siendo un continente maldito, algo de lo que hay que apartarse, una ocupación mal vista. Es verdad que hemos mejorado en los últimos veinte años, pero basta ver el tono general de los medios de comunicación, cuando se ocupan de lo militar, para percibir inmediatamente una suerte de automatismo psicológico de rechazo. Tenemos un problema que es urgente resolver. No podemos vivir el resto de nuestra existencia colectiva denostando lo castrense porque Franco era militar. Eso podía tener algún sentido en los setenta, pero hoy, ¿qué sentido tiene, al margen de seguir otorgando a la clase política una abusiva e innecesaria legitimación a contrario?
Después, la situación de
Las sociedades, como nos enseñó Sócrates, tienen cabeza, pecho y vientre. La nuestra tiene muy poca cabeza, adolece de un exceso de vientre y se ha eviscerado el pecho, que es donde, según la fórmula socrática, residiría lo militar. Así, sin pecho, caminamos por el mundo, rodando sobre la pulida esfera de nuestro vientre insaciable. ¿Cómo esperar, en esas condiciones, que un joven español quiera ser militar, que una familia española acepte la milicia como una forma superior de vida, fuera de círculos sociales muy concretos?
3. ¿Y qué pintamos allí?
¿Y para qué necesitamos ejército, si nuestros soldados se juegan la vida fuera de nuestras fronteras? ¿Cómo hablar de defensa nacional cuando los campos de batalla distan miles de kilómetros de las fronteras nacionales? Esas son las preguntas habituales de quienes, guiados por sentimientos solidarios, encuentran inconcebible que los soldados españoles mueran en Afganistán o Líbano. Pero la respuesta debería ser evidente: hoy las fronteras no se defienden sobre nuestro propio suelo, sino en suelos lejanos; cuanto más lejos se lleve la protección, mejor defendido estará nuestro territorio.
Las misiones internacionales de guerra, que políticamente se llaman “misiones de paz” (como si la paz y la guerra no fueran dos caras de la misma moneda), se han convertido en una obligación impostergable de cualquier país que aspire a tener una presencia internacional visible. Guste o no, y también al margen de las opiniones sobre cuál es la política internacional más adecuada, el hecho es que hoy padecemos una guerra contra el terrorismo islámico. Esa guerra no la hemos buscado nosotros, sino que nos la han declarado; por mucho que nos repugne, no le podemos dar la espalda. Y en lugares como Afganistán o Líbano (o Irak) es donde se han declarado los frentes del conflicto. No cabe duda de que el actual esquema norteamericano de “conflicto global” es cuestionable, y que la estrategia del Pentágono ha cometido errores de bulto. Pero, mientras otros piensan sobre mapas y documentos, ciertos lugares del globo arden y es preciso estar allí.
Lo que sería ya no aconsejable, sino imprescindible, es que un Gobierno como el español fuera capaz de asumir verdaderamente sus compromisos y hablar con palabras claras a sus ciudadanos y, muy especialmente, a sus soldados. Una guerra es una guerra. Los que mueren allí son caídos en acción de guerra. Merecen que se les tribute el homenaje exacto. Desde estas páginas lo hacemos sin ambages. Esos soldados españoles han muerto por defender a España en una guerra lejana. Tienen mucho más que nuestra simpatía: tienen nuestro agradecimiento perpetuo. Deben tener, además, el agradecimiento de toda la nación.