El número 87 de la revista electrónica Elementos (que ya figura en el Blog de este periódico) está dedicado al pensador judeoamericano de origen alemán Leo Strauss, padre, entre otras cosas, del término "reductio ad Hitlerum". Curiosamente (y por el gran equívoco que aquí explica Alain de Benoist) los neoconservadores norteamericanos han reivindicado la figura de Strauss, cuyo pensamiento también se aborda en el n.º 86 de la citada revista, dedicado a la relación entre el pensamiento de Carl Schmitt y el de Leo Strauss.
Hasta hace unos pocos años, el nombre de Leo Strauss apenas se conocía entre los académicos, los filósofos y los politólogos. Desde hace algún tiempo, sin embargo, ha adquirido una celebridad póstuma que, sin duda, sorprenderá a muchos. Una serie de artículos y libros recientes sobre el hecho de cómo la “inspiración secreta” de los neoconservadores llegó al poder en los Estados Unidos con George W. Bush. Lanzada esta teoría en 2003 por William Pfaff en un artículo en el Herald Tribune, la tesis se ha desarrollado, sobre todo, en los libros de Anne Norton y especialmente Shadia B. Drury: "Strauss –escribió Drury– es el pensador clave para entender la visión política que inspiró a los hombres más poderosos de Estados Unidos bajo George W. Bush".
La tesis se basa en el hecho de que muchos neoconservadores eran o habían sido alumnos de Strauss o de sus discípulos. Este fue el caso de hombres como Paul Wolfowitz, William e Irving Kristol, Richard Perle, Elliot Abrams, Robert Kagan, Abram Shulsky, Norman Podhoretz, Werner Dannhauser, David Brook, Leon Kass y de muchos de sus colegas, que hoy se expresan en publicaciones como The Weekly Standard, The Wall Street Journal, Commentary, The New Republic, Public Interest, The National Review, etc.
De ahí a considerar que "el camino a Bagdad pasa por Leo Strauss", como se ha llegado a escribir, hay una barrera que no se pueden franquear sin caer en las teorías del conspiracionismo o de la interpretación errónea. Sobre todo porque muchos straussianos (Stanley Rosen, Charles Butterworth, Joseph Cropsey) nunca han apoyado la actual política exterior de la Casa Blanca, y que entre los críticos de Strauss se encuentran también autores incluidos en la derecha como Claes Ryn, Barry Alan Shain o Paul Gottfried. Ensayistas como Steven B. Smith (Leyendo a Leo Strauss) y Catherine y Michael Zuckert (La verdad sobre Leo Strauss) han refutado, a su vez, las afirmaciones de Drury.
Para Leo Strauss, la comprensión filosófica pasa, sobre todo, a través del estudio de la historia de la filosofía. Por lo tanto, aboga por un retorno reflexivo a los temas desarrollados por los antiguos, entre ellos Aristóteles y Platón. En la tradición de los filósofos medievales, judíos y árabes, como Averroes, Avicena y al–Farabi, descubrió el ideal del filósofo, ya que es mediante el estudio de Spinoza y Hobbes, y después Maquiavelo, cuando Strauss se compromete a explorar la modernidad. Su enfoque es leer e interpretar la tradición filosófica europea, lo que le llevó a sentar las bases de una filosofía política, actualizando la querella entre los antiguos y los modernos, y reanudando de nuevo la cuestión central de la "teología política".
Pocos filósofos anteriores a Strauss han otorgado tanta importancia al concepto de filosofía política. Apoyándose principalmente en la tesis desarrollada por Platón en su República, Strauss afirma que la filosofía es la primera forma de los estudios de opinión (doxa) en la Ciudad, y llegó a la conclusión de que la primera filosofía no es la metafísica, sino la filosofía política. La pregunta fundamental de la filosofía: "¿Qué es la buena vida?", también es, en sí misma, eminentemente política. Strauss no evoca la filosofía con fines políticos, como lo hicieron los hombres de la Ilustración, sino que retorna a la política para permitir que la filosofía pueda comprenderse mejor a sí misma. La filosofía política, dice, es un intento de pasar de la opinión al conocimiento, exponiendo las cuestiones fundamentales sobre la acción y la política públicas y sobre la sociedad.
El filósofo debe prestar atención a la política, pero la Ciudad no agrada al filósofo, ya que éste busca, sobre todo, la felicidad, no la sabiduría. El filósofo, también desafía las convenciones que rigen la vida de los hombres. Al tratar de transformar para el conocimiento las opiniones generalmente aceptadas, el filósofo amenaza el orden de la Ciudad. Es por eso por lo que debe adoptar un enfoque pragmático y cauteloso, especialmente cuidadoso con “la media de todo para todos”.
El "elitismo" de Strauss, que a menudo se ha malinterpretado, no tiene otro origen. Strauss considera que la divulgación de la ciencia o la filosofía representan un peligro para la estabilidad del vínculo social (tema que ya aborda Rousseau en su Discurso sobre las ciencias y las artes). De ahí su teoría sobre la "escritura esotérica", expuesta en 1952, en La persecución y el arte de escribir, comentando sobre el "arte olvidado de la escritura" para entender mejor cómo se concibe la relación entre el pensamiento y la sociedad, y cómo los filósofos están interesados en la comprensión de ellos mismos. Strauss señala que lo que se enseña a los estudiantes sobre las antiguas escuelas filosóficas difiere de lo que ha sido divulgado por un gran número de filósofos, no sólo para tratar de escapar de la censura, sino porque la divulgación indiscriminada de una serie de verdades podría llegar a constituir un peligro social.
Los modernos, como sabemos, han adoptado la posición inversa. Para los teóricos de la Ilustración, es la educación general de todos la condición misma del progreso: el "oscurantismo" debe dar paso a la razón, porque todo el mundo es igual ante la ciencia y la verdad. El pensador debe ilustrar a las masas lo máximo posible. Ello también significa que es el presente el que debe dar lecciones al pasado.
En el frontispicio de la facultad donde Leo Strauss enseñó en Chicago, se podía leer la máxima de Lord Kelvin: "Todo lo que no puede medirse no puede ser objeto de la ciencia". Es precisamente esta idea la que Strauss refuta, ya que la misma se fundamenta en la distinción weberiana entre hechos y valores, que él consideró catastrófica.
Intentar cumplir con la "neutralidad axiológica" implica distinguir radicalmente entre hechos y valores (el “ser” y el “deber ser”), haciendo del estudio de los hechos el único objeto de las ciencias sociales, lo cual, dice Strauss, es ignorar que la acción humana nunca carece de orientación política, y que el componente político de los fenómenos humanos se basa en primer lugar en un sistema de valores. No se pueden estudiar las humanidades sin tener en cuenta los valores que dan impulso a la conducta humana. La prueba está dada por la pregunta: ¿cuál es el mejor sistema político? –donde la noción misma de "mejor" se refiere directamente a los valores.
Una verdadera "ciencia del hombre" no puede separar el análisis de los hechos de una reflexión sobre los valores, porque esa es la única manera en que podemos concebir la noción de “bien común”. Como ya habían visto los antiguos, la vida política, que es una característica de la naturaleza humana, se basa en acciones y opciones que existen con vistas al bien común. Esto a su vez implica la noción de finalidad, que domina el pensamiento antiguo. Platón dice que todo en la naturaleza tiene una función específica que refleja su naturaleza. Para Aristóteles, la naturaleza de los seres se ordena a los efectos que le son propios. La naturaleza no puede ser concebida independientemente de un fin: el desarrollo de una “cosa” es el cumplimiento del fin de la naturaleza. En el hombre, la virtud[1] es el cumplimiento de su propia naturaleza, sin que deba interpretarse como el resultado de un deber–ser.
El bien común es, por definición, la propiedad de la persona, ya que no procede de la ley positiva, sino de la ley natural. Ello implica un cuestionamiento permanente de los fundamentos de la legitimidad de las decisiones políticas. "Reconocer la existencia del bien común no es más que la voluntad de someter la libertad personal a un orden moral –escribe Strauss–, pero hay que crear el espacio para una deliberación sobre el sentido que queremos dar a nuestra condición ciudadana." Esto significa que el bien común es la fuente fundacional de la legitimidad de las decisiones, la legalidad es en sí misma la legitimidad que se ordena para ese propósito.
Leo Strauss, a partir de ahí, ataca frontalmente al positivismo y al historicismo, cuya aparición, en la línea de la tradición de Augusto Comte y Hegel, constituye la tercera vía –la primera corresponde a la obra de Maquiavelo, la segunda a los filósofos de la Ilustración– de una modernidad en la que Strauss no duda en ver la fuente del nihilismo europeo.
Al positivismo, que sólo considera los "meros hechos aislados", le reprocha desacreditar todo pensamiento procedente de la evaluación y no reconocer la cualidad de las ciencias como formas de conocimiento que pretenden ser éticamente neutrales. Por lo tanto, no puede llegar a ningún conocimiento genuino del bien común. El historicismo, por su parte, afirma que todo el pensamiento humano es sólo el resultado de circunstancias históricas, mientras que ofrece un ambicioso plan de desarrollo humano que encuentra su punto culminante en la ideología del progreso.
Reflexionando sobre la "crisis de nuestro tiempo", Strauss también ataca el relativismo de los valores, tema que será después largamente desarrollado por Allan Bloom en El alma desarmada (1987), pero también por Alain Finkielkraut en La derrota del pensamiento. El relativismo plantea que todos los valores son iguales, que todos los puntos de vista son verdades arbitrarias. Incluso construye una regla moral: "no deben cuestionarse los valores de los demás”. En esta "tolerancia obligatoria" Strauss no ve más que una “ignorancia de seminario”. El relativismo, para él, también se traduce en una incapacidad para reaccionar contra la tiranía: el nazismo no fue nada más que la expresa respuesta de Alemania a la crisis de la modernidad.
No hay duda a los ojos de Strauss: la victoria de los modernos se confunde con el triunfo del relativismo y del nihilismo moral. La distinción radical entre los hechos y los valores, en efecto, ha tenido como consecuencia la desconexión del pensamiento político de todo interrogante filosófico. La crisis de nuestro tiempo, dice Leo Strauss, deriva de que la cuestión de la finalidad de la existencia ha sido excluida de la política y de la razón. La modernidad reposa sobre una dialéctica destructiva, en cuanto toma la medida del hecho de la razón separándola de toda reflexión sobre los valores como motor de la actividad humana. Entonces, el bien se confunde siempre con el placer, la crítica de la tradición se convierte ella misma en una tradición, la tradición de los que pretenden que ya no es necesario creer en cualquier cosa y que el nihilismo es el horizonte insuperable de nuestro tiempo.
En Derecho Natural e Historia (1953), Leo Strauss también hace hincapié en la diferencia entre la tradición del derecho natural clásico, que es una ley objetiva, y la ley natural moderna, que llevó a la historización de la ley y a la ideología los derechos humanos. La crisis del derecho natural moderno es que la ley distingue al hombre y del ciudadano. En esto es la heredera del cristianismo, que hace del hombre el titular de su libertad definitiva, con independencia de su inclusión en un cuerpo social.
Heinrich Meier señala correctamente que Leo Strauss considera la filosofía, no como una disciplina académica, sino como una forma de vida: "La filosofía es una forma de vida que se basa en el cuestionamiento radical, y adquiere la unidad interna por que la interrogación y la investigación van a satisfacer cualquier respuesta que extrae su legitimidad de una autoridad superior".
En 1964, Leo Strauss declaró que el "problema teológico–político” fue el tema central de toda su investigación. La querella de los antiguos y los modernos dio un giro en la década de 1930, específicamente en cuanto al origen con el que las diferentes actitudes de las dos escuelas se enfrentan al problema teológico-político: "Una filosofía que cree poder refutar la posibilidad del Apocalipsis y una filosofía que no cree poder hacerlo: ése es el verdadero significado de la querella de los antiguos y los modernos".
El "problema teológico–político" en Strauss sostiene la tensión entre dos polos irreconciliables: la razón y la revelación, la filosofía y la teología, la sociedad ordenada de derecho, y el bien común de la sociedad gobernada por un cuerpo perfecto – en una palabra, y por un famoso dicho: Atenas y Jerusalén.
"No podemos –scribe Heinrich Meier– concebir ninguna objeción más poderosa contra la vida filosófica que la basado en la creencia en un Dios omnipotente." ¿Qué decir? Esa filosofía considera que no puede haber libertad para cuestionar si la respuesta está dada por adelantada por la fe. Es por eso por lo que Strauss no duda en afirmar que "la Biblia tiene la única pregunta que razonablemente pueda hacerse a la pretensión de la filosofía", y también que "al basarse en un acto de fe es fatal para cualquier filosofía". Como una forma de vida, la filosofía representa una protesta radical contra el modo de vida basado en la obediencia de la fe. En otras palabras, dice Strauss, "la posibilidad de la revelación implica la posible irrelevancia de la filosofía." Frente a la pregunta fundamental: "¿Cuál es la buena vida?", la filosofía y, por tanto, la revelación, pueden adoptar enfoques opuestos. "La reconstrucción de la filosofía política y la confrontación con la religión revelada –señala Heinrich Meier– son dos aspectos de una misma empresa."
Leo Strauss no se pronuncia todavía por “Atenas contra Jerusalén” o por “Jerusalén contra Atenas”. Piensa que es más bien la tensión entre estos dos polos –las demandas conflictivas de la religión y la filosofía– lo que constituyó hasta el siglo XVIII la fuerza de la civilización occidental. Debe seguir siendo el Apocalipsis un desafío para la filosofía, al igual que la filosofía sigue siendo un reto para el Apocalipsis.
Frente a los modernos que consideran que el pasado no puede educar, Leo Strauss no aboga por un retorno al pensamiento antiguo, sino que sólo quiere abordar la modernidad sin perder sus principios, reabriendo la actitud filosófica de los antiguos, que favorece la pregunta sobre el sentido y el propósito, en lugar de dirigir al positivismo y al cientificismo. Es por ello por lo que sostiene que el estudio del pasado es un camino hacia la libertad: no hay vida sin el sentido consciente de un legado. Y es también por esto que impugna radicalmente el progreso moral de la humanidad: "El hombre moderno, escribe, es un gigante que no sabemos si es mejor o peor que el hombre antiguo".
La ideología moderna del progreso está, en sí, vinculada al deseo cartesiano de conquista de la naturaleza: "el hombre se convierte en amo y señor de la naturaleza para mejorar su propia condició". En el racionalismo moderno, que proclamó la autonomía humana olvidando que eel hombre es básicamente un "ser ambiguo", la razón no es más que la garantía metafísica de una concepción técnica de la existencia individual y colectiva. La ideología del progreso sirve para identificar "el Estado universal y homogéneo", donde Strauss contempla "un Estado en el que la base de la actividad humana se derrumba o en la que el hombre pierde su humanidad: el “estado del último hombre", sobre el que hablaba Nietzsche. Resueltamente “antiglobalista”, Strauss afirma que la amistad, como la ciudadanía, implica una cierta exclusividad.
Muy apreciado en Francia por Raymond Aron, así como también por Claude Lefort, quien hizo mucho por dar a conocer su obra, Leo Strauss, sin duda, ha revivificado la filosofía política en un país donde se tendía a diluir en las ciencias sociales dominadas por el positivismo. Con todo, Strauss sigue siendo un autor bastante difícil, cuya lectura se presta a muchas interpretaciones erróneas. Su forma de argumentar no se efectúa a partir de una exposición sistemática de su pensamiento, pero su historia de la filosofía puede resultar sorprendente. Ello transforma su lectura en un trabajo de exploración que invita a superar ciertas oscuridades.
[1] Entiéndase en el sentido de la
virtus romana o de la
virtù florentina: valor, fuerza, grandeza de ánimo.
(N. de la Red.)