Céline (y otros) en Sigmaringen

Pierre Assouline relata el exilio en Alemania del mariscal Pétain, Louis-Ferdinand Céline y su tribu de malditos en la novela "Sigmaringen".

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Brasillach, Drieu La Rochelle, Céline. Aparecen sus tres nombres de un tirón y muchos lectores nos sentimos conmovidos: los escritores colaboracionistas franceses, los fascistas buenos, los grandes artistas que se deslizaron hacia el horror. Leímos a Céline hace mil años como en un sueño, lo reencontramos con sus colegas de Je suis partout, ebrios todos de victoria en Las benévolas, de Jonathan Littell, aprendimos su vida en libros como la biografía de Drieu que escribió el español Enrique López Viejo hace unos años. O en los de Alice Kaplan. ¡Si Kaplan dijo que Brasillach fue un James Dean fascista! Y hasta aparecieron las memorias de Lucette, la viuda de Céline, que parecía vivir en una burbuja de princesas y cisnes, como si el mundo no ardiera a su alrededor... Y así, la Francia de Vichy se instaló en nuestras cabezas como una mezcla fascinante de violencia, idealismo y poesía. Y que nos perdonen todas sus víctimas.

Así que si ahora llega a las librerías una novela llamada Sigmaringen (editada por Navona), con la firma de Pierre Assouline, y con una sinopsis que anuncia un viaje al último año del “État Français”, desde el verano de 1944 hasta mayo de 1945..., ¿cómo resistirse? En verano de 1944, cuando los aliados avanzaban por Francia con Charles De Gaulle a la cabeza del desfile, Alemania envió a Pétain y su corte derrotada a Sigmaringen, un castillo en Waden-Burtenwerg, cerca de la frontera suiza. El palacio pertenecía una familia principesca que, en vez de enfrentarse al Reich, lo había despreciado con su indiferencia; pero los nobles se fueron y los nazis le concedieron estatuto de territorialidad francesa. El mariscal se instaló en los cuartos más nobles, furioso pero ensimismado. Sólo se agarraba al mundo a través de su médico. Lo rodeaban dos gabinetes paralelos y enfrentados entre sí, aunque parezca mentira para un Estado tan pequeño que cabía en un edificio. Por un lado estaba el Gobierno colaboracionista “pasivo”, dirigido por Pierre Laval; y por el otro, el colaboracionista Eactivo”, dirigido por Fernand de Brinon. Aunque el que de verdad estaba en su salsa era el antiguo socialista Marcel Déat. Abajo, en el pueblo, esperaban 2.000 seguidores de Pétain, muertos de frío, de aburrimiento y de hambre: milicianos, matones, amantes, periodistas y un médico llamado Destouches, también conocido como Louis-Ferdinand Céline.
 
Sigmaringen, la novela, retrata la vida de esa tribu de los malditos desde los ojos del mayordomo del castillo, un sirviente alemán que, si algo tiene que reprochar a los nazis, es la zafiedad y su poco respeto por la música alemana. Sus nuevos señores franceses no son más refinados: son incultos y desaseados, conspiran unos contra otros, se traicionan ante la Gestapo, se ponen groseros cuando beben, roban los cubiertos de plata... Aún peor, se burlan de Céline por sus extravagancias y por sus ojos de loco. Como no tienen nada que hacer, se llevan a las prostitutas al bosque, porque ninguna alemana está autorizada a subir a un francés a casa. ¿No suena todo un poco a la Repubblica Sociale Italiana? ¿A Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini?
 
"No, no pensé en Saló, sobre todo porque Pasolini le dio a todo un sentido muy sexual", explica Assouline, autor, entre otros libros, de las biografías de Hergé, Georges Simenon y Gaston Gallimard, y director de la revista Lire. "Quizás haya pensando un poco en Fiume y en D’Annunzio. Pero, en realidad, no hay analogía posible, porque el episodio de Signaringen fue único en su género".
 
Único y sórdido. La sensación que deja la novela es que no debemos buscar idealismo ni malditismo en Vichy. "Tengo que confesar que la imagen romántica de los colaboracionistas, si existió alguna vez en Francia, ha dejado de existir", cuenta Assouline. "O por lo menos, sólo queda esa imagen en lo que concierne a algunos escritores y periodistas, sobre todo a los que usted cita [Brasillach, Drieu, Céline], porque tuvieron destinos de mártires: uno fusilado, el otro se suicidó y el otro proscrito en el exilio y después encarcelado. Aunque en realidad nunca tuvieron una imagen extraordinaria... En las filas de los colaboracionistas hubo tantos oportunistas como idealistas, tantos aprovechados como militantes políticos sinceros. Desde entonces, la Historia los ha ido cribando. Volvieron a estar de moda en los años 70, fue una especie de moda retro. Todavía hoy, el hecho de que huelan un poco a azufre atrae a muchos lectores, sobre todo a Céline, que está muy por encima de todos los demás, porque fue una especie de tornado que revolucionó la lengua y la literatura francesas. En Sigmaringen, pasaba lo mismo: había tipos excelentes y otros indeseables".
 
"A la gente de Vichy, a Pétain, Laval y todos los demás, les importaban un bledo los intelectuales y los escritores. A los periodistas, Laval los compraba con fondos secretos, para que escribiesen las grandezas y todas las cosas positivas que pudieran decirse de la Revolución nacional. La verdad es que ese universo no entraba dentro de las preocupaciones de Vichy. Salvo para ser utilizado como propaganda. Entonces, recordaban que tal o cual escritor podía prestarles un servicio".
 
En España también hemos tenido escritores fascistas. Y, al menos desde que apareció Las armas y las letras, de Andrés Trapiello, está extendida la noticia de que no todos los escritores que estuvieron en el bando “de los buenos” en la Guerra Civil se comportaron con nobleza, igual que algunos de los que "ganaron la guerra pero perdieron la Historia" fueron honestos y generosos y mejores escritores de lo que se suele pensar... A algunos, le han divertido esos descubrimientos; a otros les ha escandalizado.
 
"Eso no ha ocurrido en Francia", cuenta Assouline. "Aquí, la historia de los intelectuales y de los escritores durante la ocupación ha suscitado una cantidad enorme de estudios y de investigaciones. El tema ha dejado de ser tabú. Se publica de todo, lo que no impide que surjan polémicas. Por ejemplo, cuando Gallimard publicó, hace unos 10 años, el Diario inédito de Drieu La Rochelle. Por otro lado y puesto que usted compara a nuestros dos países, no olvide jamás que, a pesar de que nosotros hayamos vivido una especie de guerra civil, estábamos ocupados por una potencia extranjera y que los periodistas (Georges Suárez, Brasillach, etcétera) y los escritores (Paul Chack, por ejemplo) fueron juzgados por traición en beneficio de una potencia enemiga. En el caso de España se trató realmente de una guerra civil entre conciudadanos".
 
En España sabemos, por ejemplo, que Alberti no fue un santo. Y que era amigo personal de los escritores de Falange: los días tontos saludaba a la romana a Giménez Caballero como una broma entre colegas. "Casos como ése nosotros los tenemos a puñados. Marguerite Duras dirigía su red de resistencia desde el último piso del número 5 de la calle Saint-Benoît, en Saint Germain-des-Près. Y, mientras tanto, era amiga de Ramón Fernández, periodista y escritor fascista, que vivía en el tercer piso y que sabía perfectamente lo que pasaba en el quinto. O está la historia de Jean Paulhan, resistente incontestable, aconsejaba discretamente a Drieu en la dirección de la Nouvelle Revue Française. O la de Sartre y Beauvoir, que escribía en el periódico colaboracionista Comœdia, dirigido por su amigo René Delange".
 
Ni Drieu ni Brasillach escaparon a Singmaringen ni aparecen en la novela de Assouline. Céline, en cambio, si que estuvo por allí y hasta escribió un relato sobre aquellos meses, De un castillo a otro, que tiene una edición española reciente (RBA, 2012). En la novela de Assouline aparece como un personaje secundario pero simbólico, más médico que escritor, más Destouches que Céline y un poco Teresa de Calcuta. Viste y camina como un loco y sueña con marcharse a Suiza o a Dinamarca y mandar a todos los “vichyistas” al demonio. Su colega Lucien Rebatet también asoma la cabeza por el relato, aunque su personaje es diferente: Rebatet es el listo que sale a flote en cualquier circunstancia. Y sí, Rebatet sobrevivió a todos sus camaradas y sólo murió en 1972, en un pueblecito cerca de Grenoble, más o menos rehabilitado...
 
"Con el tiempo, los ánimos se han calmado", explica Assouline. "Pronto no habrá ya ni protagonistas ni testigos de aquella época. Creo que, entonces, los franceses se dirán que Pétain fue un mal menor y que el colaboracionismo fue tan necesario como la Resistencia y la Francia libre. Es la vieja tesis de la espada (De Gaulle) y del escudo (Pétain), que habrá que matizar y mostrar en toda su complejidad. Durante años, De Gaulle quiso hacer creer a los franceses que todos habían sido resistentes. Necesitaba eso para reconstruir el país. Después, en los años 70, con el libro de Robert Paxton, que demostró que Vichy había ido a menudo por delante de los alemanes por razones ideológicas, y con la película La pena y la piedad [de Marcel Ophüls], se les dijo que habían sido todos colaboracionistas. Hoy, hemos alcanzado una especie de equilibrio y lo que surge es un pueblo que, en su gran mayoría, se mantuvo a la expectativa".
 
Y continúa: "No soy quién para juzgar, sobre todo pasado tanto tiempo. Hacerlo, no sólo es demasiado fácil, sino que no tiene sentido". Pero, por ejemplo: ¿le parece defendible Pierre Laval, que en Singmaringen se dio a la melancolía porque se había dado cuenta de su error? O, en realidad, fue mejor lo de De Brinon, que pensaba que, ya que los colaboracionistas habían llegado a ese punto, lo mejor sería luchar hasta el final por su historia... "En realidad, Laval no era fascista ni mussoliniano. Tampoco era antiparlamentario, al contrario, ni antisemita. Era un buen político francés radical-socialista que cometió el error de creer que iba a engatusar a los alemanes como buen tratante de caballos que era. Fue un error criminal. Pero desde luego que prefiero a Laval a un Brinon, que era perfectamente nazi, partidario de las ideas alemanas desde 1933 y que estaba obnubilado por el poder".
 
© El Mundo

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